momento no sabía qué era lo que esperaba ver, pero tenía la sensación de estar a punto de verlo, porque no era como mirar dentro de un túnel, o de un hueco vacío, y no divisar nada, sino que en lo profundo de aquellas pupilas diminutas, bajo los huesos prominentes de las cejas, podía distinguirse algo parecido a un temblor, la tenacidad de una larga espera. En respuesta, la gorila la miraba también a ella, y no era como si la miraran sencillamente, sino como si la vieran por primera vez. Ante Beatriz, que seguía inmóvil, el enorme cuerpo negro creció frente a la niña hasta cubrirla de sombra. Imaginó una progresión, un atisbo. No había ferocidad ni amago de lucha en el abrir lento de los labios o en el aleteo de la nariz contra el tabique transparente que las separaba, más bien un chispazo de algo parecido a la razón en la placa gris del rostro. La criatura entrecerró los ojos fijos, estudiándola, parpadeó y movió la cabeza asintiendo, con la boca contraída, y un instante después pareció encontrar reposo.
En aquellas pupilas Beatriz percibió con exactitud una especie de luz avivada por un golpe de viento. Si no supiera que era absolutamente descabellado, habría jurado que esa gorila estaba pensando en aquel instante, culminando un proceso de reconocimiento. Parecía incluso esforzarse en pronunciar vocales o consonantes para comunicar el final de su espera, estirando la boca y encogiéndola, queriendo articular sonidos que al oído humano podían imitar los de una llamada desesperada. Un completo disparate. Pero intuyó un lenguaje dirigido a ella y su corazón respondió a golpes. Las voces junto a ella se habían desvanecido por completo y la inundó una sensación de desvalimiento. Un resorte muy pequeño le saltó en el pecho, algo muy parecido a compartir un desánimo y después un alivio, muy tenue, muy ligero, flotando hasta ella en un resuello que se apretaba suavemente a su alrededor. Desde muy lejos llegaba la bruma, desde un tiempo que ella no conocía pero tenía la sensación de haber traspasado con su cuerpo, como desgajando en dos un velo.
Súbitamente, la gorila transformó la expresión de su rostro; enseñó los dientes y comenzó a gritar. Los demás se retiraron, espantados, pero Beatriz permaneció inmóvil incluso cuando el animal levantó los puños y alargó después los brazos hacia ella, bramando, abriendo la boca de forma aterradora y convirtiendo sus gritos en alaridos. Antes de preguntarse si habría empezado a golpear el cristal alguien trató de separarla con suavidad y firmeza, pero ella aún seguía paralizada mirándola, sometida a una especie de fascinación. Emergió al segundo intento, cuando su profesora la arrancó de allí para continuar adelante con el grupo. Quiso protestar, girarse de nuevo, pero sólo cuando alcanzaron la mitad del pasillo se dio cuenta de que se había quedado sola frente al escaparate mientras los demás la dejaban atrás. Volvió la cabeza para ver al animal siendo apartado del cristal mediante alguna distracción que le impidiera seguir al grupo desde su margen, captó por último una de sus manos tocando todavía la superficie lisa y escuchó una queja final que se prolongó hasta que llegó al otro extremo de la pasarela, donde el doctor continuaba sus explicaciones. Beatriz intentó volver en sí, no podía permitirse mostrarse aturdida, y lo peor de todo era notar cómo el asco se revertía inexplicablemente sobre sí misma. Su vista sobrevoló con rapidez el grupo hasta localizar la cabeza de Víctor y se acercó a él para canalizar su impacto de manera inmediata.
—Qué guapa tu madre, ¿la has visto? Se parece a ti —murmuró, lo suficientemente alto para que quienes estaban cerca también pudieran oírla. Víctor fingió no escucharla, pero ella captó su encogimiento y eso la ayudó a controlar su propia sensación de náusea hasta el final de la visita.
De hecho, aquella angustia le duraría días, aunque no tuviera conocimiento todavía de que para deshacer ese nudo Beatriz tendría que volver casi cada día a aquel mismo lugar años después con una nueva angustia sustituyendo a la anterior: el intento o el empeño de ver en el pórtico la entrada a un hogar. Porque lo que sucede dentro de las casas, cada una con su tragedia y su derrumbe, nos acciona con su motor silencioso, y si el pasado es una cinta que inicia su despliegue hacia nosotros, uno de sus primeros nudos se enredó allí aquel día, durante la visita a las instalaciones.
Siendo adolescente, muchas tardes y noches antes de volver a casa caminaría por las calles sin pensar, llevada de la misma inercia que la conducía hasta allí las veces anteriores, repelida y al mismo tiempo ansiosa por regresar, toda su corriente sanguínea concentrada únicamente en las piernas para seguir avanzando, vacío el resto del cuerpo de toda voluntad o reflejo de vida. Seguía aquel impulso hasta más allá de las calles del centro, hasta cruzar el parque, traspasar la frontera de su barrio de anchas aceras y seguir adelante en la mordida oscuridad de la noche por calles menos transitadas, más estrechas, manzanas residenciales lejos del bullicio de las terrazas y las zonas de copas, con la impresión de que se estaba abriendo una grieta en el mundo y lo único que buscaba al asomarse era la posesión, o el deseo, de una retrospectiva. Llegaba hasta allí, por fin el muro de piedra blanca que rodeaba su perímetro y las enormes jardineras junto a la verja de la entrada, y antes de abstraerse figurándose el lugar como un premonitorio campo de batalla encontraba a veces a una figura en la esquina opuesta, alguien a quien no distinguió al principio pero a quien nunca quiso decir nada después. En general le molestaba su presencia, le perturbaba casi más que la fuerza que la obligaba a regresar al edificio, pero la primera tarde que lo reconoció la cercó un pensamiento que desapareció antes incluso de desecharlo. Sin embargo, permaneció sobre sus cabezas aquella mutua mirada de desconfianza que le reveló a cada uno su propio interior en un chispazo, como si ambos fueran portadores del fuego o llevaran dentro una antigua marca de exilio. Los dos se quedaban en silencio contemplando los ventanales, cada uno en su esquina, sin dirigirse jamás un saludo, y con un presentimiento de conspiración evocaban un paisaje de columnas de mármol y pasillos amplios y diáfanos como los de un palacio de invierno a punto de ser asaltado.
Fuera, lejos, por encima y por detrás de ellos, imaginaban que la gente era un borrón que corría en direcciones equívocas mientras se extendía el humo; podían incluso visualizar cómo saltaban todos los cristales bajo la presión del fuego. Distinguían el volumen de la estatua de la entrada y escuchaban cómo empezaba a resquebrajarse; sus espejos se nublaban y después se dividían en mil centellas y estallaban. Escondidos con bultos en los brazos al pie de las escaleras mecánicas, ya sin coches que pasaban, ellos continuaban avanzando: se abrían paso hasta la salida más lejana y, como si hubieran sido los causantes de la catástrofe o los agentes que restablecerían el orden, aguardaban a que cesara el miedo, a que se apagaran las últimas voces y los últimos pasos, a que el naranja estuviera disuelto y por fin sólo pudiera verse la noche clara tras el blanco nevado de los laboratorios. Y les quedaba, entonces sí, un recuerdo muy lejano que no habían podido sacar de sus cabezas en todos aquellos años: un lamento acunándolos y, tras un largo gemido, el alarido súbito de criaturas que soñaban en su niebla, quizá, con el desgarro.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.