Delcy Escorcia

Bitácora de viaje


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previamente reservado, situado en el barrio de La Candelaria, cuyas callejuelas angostas hacen subidas y bajadas por el corazón mismo de la ciudad. Paseamos por lugares que hablan por sí mismos de la idiosincrasia bogotana de épocas pasadas y actuales. Ese pedazo del país donde había nacido me era extraño también. Por ello, al preguntarme mi hija cuál era el sitio predilecto a conocer como primera opción de las diferentes regiones colombianas, no dudé en responder y mi dedo sobre el mapa apuntó al valle del Cocora. Debido a ello creí saber cuál sería el primer recorrido a efectuar. Pero el itinerario de viaje trazado por la Doc (suelo llamar así a mí hija) y Dominic, su marido, dejaría por fuera la zona cafetera indicada para dar prioridad, en el itinerario de ruta en el interior del país, a otros lugares tanto o más desconocidos por mí. Ese destino y la posibilidad de ir al Amazonas fueron derogados porque hubo de sentirlo jodidamente caro.

      Sobre el particular le escribió a su hermano menor, quien luego sería mi compañero de viaje, dos líneas:

      Mano, lo del Cocora y el Amazonas ya no va, pero lo de las islas de San Bernardo y el Tayrona sí, también incluiremos Bogotá y Villa de Leyva en el itinerario.

      Él, sorprendido, preguntó:

      ¿Por qué incluiste Villa Perdida en nuestro viaje?

      Y recibió por respuesta:

      Porque es un punto paleontológico colombiano donde existe un gran museo de fósiles.

      Mi joven compañero de viaje, quien deseó por mucho tiempo estudiar paleontología, quedó satisfecho con la escogencia.

      Nos fuimos hacia Bogotá el grupo de los cinco, pues además de Lara, su marido, mi hijo y yo, también se encontraba mi esposo. Fue una grata estadía en Bogotá, a pesar de que a mi marido le desagradan los mochileros, de quienes se expresó en algún momento con desdén al llegar al hostal, donde también se hospedaban varios de esos trotamundos de morral, mochila, cabello y aire andariego. La habitación estaba fría como el hielo, nada agradable colocar las nalgas sobre la loza yerta del inodoro. Fue nuestro mayor reto como iniciados en el contacto con temperaturas de aquel calibre (obvio, ¿no?) como los seres atrapados en el ardiente calor costeño que veníamos de ser.

      Difícil de olvidar la imagen de Bogotá desde lo más alto del cerro de Monserrate, envuelta luego al atardecer en una espesa bruma. Ya situada la temperatura en los siete grados, nos refugiamos en una tiendita donde vendían bebidas calientes, a base de coca, panela y otras yerbas aromáticas. Permanecimos allí por espacio de breve tiempo, al calor del techo del quiosco, escuchando boleros de la vieja guardia, con la agradable atención del tendero, un rolo como de unos sesenta y siete años, quien nos contó unas cuantas experiencias con la nieve y la bruma que a veces espantaba a los visitantes. Se refirió a la nieve como un fenómeno raro, el cual solía ocurrir muy de vez en cuando.

      No pudimos disfrutar plenamente del parque Simón Bolívar. Cayó ese día, a finales de noviembre, un torrencial aguacero que nos aguó la fiesta y obligó a permanecer de pie bajo el alero del quiosco principal del parque, observando caer la lluvia por espacio de dos horas. Pero a pesar del aguacero pertinaz, alcanzamos a percibir su cuidada belleza. Cuando ingresamos al sitio, al mediodía, se encontraba soleado y sin amago de lluvia.

      Era el parque más extenso dentro de la ciudad, nunca visto: rebosaba de verdor, su bien recortado pasto incitaba al caminante a acostarse sobre él y descansar a la sombra de los árboles para relajarse acariciado por la tibieza de los rayitos del sol y poder admirar de cerca su lago artificial y sus serpenteantes senderos. Ese día habíamos regresado de Villa de Leyva y nos encontrábamos un poco cansados por el extenuante viaje llevado a cabo dentro de un pastudo bus intermunicipal.

      Recuerdo a mi hija tumbada en el regazo de su compañero de andanzas, sobre uno de los bancos del parque. Se adormeció entre sus brazos mientras caían pequeñas frutillas maduras que golpeaban suavemente su rostro para luego rebotar sobre la tierra seca antes de ser rebasada por el agua. A pocos pasos, el lago, como un gran ojo de agua translúcido, estaba quieto. A su marido le brillaban sus ojos azules y cuando la miraba lo hacía con especial detenimiento, en la contemplación de lo humano hacia lo humano. El silencio, en ese momento, no fue quebrantado por palabra alguna, fenómeno que contrastaba en tono mayor con las sutiles notas del viento y el aire que se respiraba. Vibrando y armonizando con los caminantes en la misma sintonía. A veces pasaban deportistas trotando, pero sus tenis de goma sobre los senderos casi no se escuchaban. Mi esposo descansaba al lado de nuestro hijo. Sentí gran complacencia al comprender cómo aquella hermosa mujer había logrado colocarnos sobre la superficie de otro sitio especial del país, como quien toma las fichas del ajedrez saltando de una a otra casilla con gran destreza, maestría y singularidad en el ejercicio del juego; única manera de derribar la barrera que coloca la conciencia ante el deseo de llevar a cabo un proyecto de cualquier envergadura, con la valentía y la gallardía necesarias para abrir el umbral hacia lo realizable.

      Al dejar Bogotá sentí que me quedó faltando hablar con más gente, pues un bogotano no puede arrojar una impresión global del sentir regional.

      Empero, a veces, el silencio es más elocuente que las palabras. Solemos ser esclavos de lo expresado y a menudo el parloteo constante puede alterar la percepción de nuestra verdadera realidad: nos comportamos delante del gran público de x o de y manera para ocultar aquello que yace más allá de la apariencia.

      Traje conmigo la huella impresa de un gran parque solitario hecho a mi manera. Me alteran las muchedumbres y el bullicio exagerado. Quién creyera que salimos huyendo del lugar, empapados, con los zapatos llenos de barro y sin tiempo de asearnos con la debida meticulosidad, con el fin de abordar el avión donde regresaríamos a la Ciudad Heroica y encontrarnos horas después en medio de un escalofriante sol.

      En Villa de Leyva pasamos dos noches y un día completo. Este es un municipio situado en el departamento de Boyacá, un pueblito con encantos muy particulares. Visitamos varios de sus sitios de interés, potenciales joyas turísticas. Entre estos sobresale su gran museo llamado Fósil, construido en el mismo lugar donde fuera descubierto el Kronosaurus boyacensis. De verdad disfrutamos ver y leer con detenimiento cada pieza rotulada del lugar con el fin de comprender su grado de relevancia, significado científico y para la población misma. Pero ese sitio arqueológico se encuentra a las afueras del casco urbano, donde fueron desenterradas gran cantidad de piezas paleontológicas como partes de exoesqueletos (caparazones) de cefalópodos y ammonites. Se considera una zona de gran riqueza geológica y paleontológica, sin igual en otra parte del país; tanto como su paisaje, de una singularidad irresistible. Recuerdo también la laguna de Iguaque. En mi particular forma de ver, su verdadera belleza se encuentra afuera, en sus inmediaciones, pues la hermosa villa colonial se encuentra rodeada de fósiles, de montañas, de aguas cristalinas formadas por el embalse.

      Recuerdo de viva imagen el paisaje boyacense recorrido durante cuatro largas horas de ida y vuelta. La resequedad de los árboles, cubiertos de un polvillo blanco, delataba que la lluvia había escaseado largos meses por esos parajes. A gran distancia de la fría y lluviosa Bogotá, los pinos seguían adornando las cercanías de la orilla de la carretera. La otra vegetación del departamento es agreste y diferente, donde se haya ubicada Villa de Leyva. En su plaza empedrada no había un solo árbol; algo un tanto extraño dada su conservación y su aspecto colonial de grandes proporciones. Lara, mi hija, la recuerda con agrado; no le pareció excepcional, pero sí bonita, a pesar de conocer lugares parecidos con estos atractivos tan singulares, donde agarran por la solapa al desprevenido turista, guiándolo hipnotizado bajo el influjo de los encantos históricos y naturales muy bien integrados. Allí la gente es especialmente amable y diferente en el hablar; me agradó una mujer quien parecía poseer el don de la duplicidad. Jovial y sencilla, especie casi extinta de la cual quedan pocos especímenes bajo los rascacielos de las ciudades, donde a la gente casi no le queda tiempo para entablar una buena conversación, donde el carácter se mantiene alterado por los sordos ruidos y el esmog. Pero a pesar de ello, las fronteras entre lo más gratificante de los pueblitos y las grandes metrópolis son irreales en otros lugares del mundo, como luego lo pude comprender.

      El Parque Nacional Natural Tayrona, ubicado en la Sierra Nevada de Santa Marta, fue el último en aparecer en este recorrido inicial dentro del mapa. ¡Increíble! Situado