Delcy Escorcia

Bitácora de viaje


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—Pero luego se quedó cavilando sobre sus palabras—. Bueno, ahora dudo que la cobertura sea para todos —dijo tras el preámbulo.

      —¡Ah! —exclamé a modo de respuesta y seguí disfrutando mi perro caliente. Aquella salchicha un poco picante sabía realmente bien.

      El tren intermunicipal era otra experiencia única a disfrutar a continuación. Así que, de una experiencia, pasaba a otra igual de inédita. El tren se desplazó de una estación a otra sin mucha premura. Mi hija iba a mi lado con aire pensativo, pues estaban llegando a su final las vacaciones; debía presentarse en el hospital a trabajar al siguiente día de nuestra llegada; sin oportunidad de mostrarnos los lugares de la ciudad donde residía.

      Afuera estaba oscuro y el paisaje se ocultaba, evasivo, detrás del manto de la noche. El cansancio hizo sus estragos en mi organismo, y me quedé dormida. Al llegar a Gottinger, la ciudad donde haríamos el transbordo final, lamenté mi falta de fuerzas para conocer un poco más de la ciudad. Lara me devolvió la tranquilidad explicando que esa ciudad se encontraba incluida en la lista de localidades a conocer en territorio alemán, a menos de que yo dispusiera lo contrario. Mi hijo me miró radiante de dicha, expresando:

      —Sí, ma, ¿se te olvida a lo que vinimos? —Esa frase la escucharía muchas veces expuesta con gran entusiasmo.

      ¿Qué puedo decir? Estaba acostumbrada a estar restringida por el dinero para esa clase de eventos, y mi hermosísima amada primero se encargó de pasearnos por algunos destacados lugares de Colombia. En ese momento tomaba consciencia de que, de ñapa, nos pasearía por diferentes lugares de la Bundesrepublik, y no entendía la manera de que ella pudiera cumplir con la agenda de viaje en medio de sus obligaciones laborales. Pero me encontraba totalmente dispuesta a dejarme sorprender, mimar, seducir, y me estaba acostumbrando: Hoffnung ist keine Strategie (la esperanza no es una estrategia).

      Descendimos del tren en una estación intermedia y nos dirigimos a un pasillo, luego ascendimos las escaleras eléctricas hasta el sitio donde haríamos el transbordo. Aguardamos unos interminables minutos, cansados de arrear el equipaje; mi maleta era grande y muy pesada, además del bolso y la cartera.

      El siguiente tren se encontraba mejor acondicionado por dentro. En él viajamos de pie, deseando acortar la distancia para llegar lo más rápidamente posible al apartamento; imaginaba el lecho frío debido a la temperatura, que rondaba los diecisiete grados. Entibiaría el lecho con mi cuerpo, me tendería a descansar con la ropa puesta hasta el siguiente día. Llegamos a las seis de la tarde, pero parecían las ocho de la noche. No es costumbre desplazarse en taxi, por su alto costo, y tampoco es necesario gracias a la importante red de transporte público interconectada hacia cualquier destino. Descendimos del autobús a una cuadra del edificio donde quedaba situado el apartamento. En aquel momento miraba, sin ver casi, las pequeñas torres de apartamentos, sin nombre en su fachada exterior: los edificios en Alemania carecen de rotulaciones.

      Entonces pensé en mi hijo mayor, quien se uniría al grupo el primero de enero. ¿Cómo se las arreglaría para encontrarnos dentro de unas especificaciones tan ambiguas? Las edificaciones, parecían hechas con el mismo molde. Se interrumpieron mis especulaciones al ingresar al interior del edificio a conocer por fin el nuevo hogar de mi hija.

      Muy cálido, teniendo en cuenta el imperante frío exterior, pues inmediatamente después de llegar se prendió la calefacción del baño y demás habitaciones, dispuestos a calentar el hogar lo más rápidamente posible. Todo estaba dividido en cuartos diferentes, sin continuidad; ese particular me causaría uno que otro inconveniente al cocinar los alimentos porque ya dentro de una habitación, me quedaba completamente desconectada de las demás.

      Mi hija nos condujo al dormitorio. Una hoja azul bellamente decorada sobresalía sobre la cama. Decía lo siguiente:

      Bienvenidos:

      Estamos muy felices de que estén hoy aquí con nosotros en nuestro pequeño hogar.

      Complacidos de recibirlos, atenderlos y mostrarles algo de este bello y frío país donde habitan los germanos. Desde hoy empiezan nuestras fiestas navideñas, y esperamos hacerlos pasar inolvidables momentos.

      Me sentía agradecida y turbada. Una mezcla de sensaciones me llegó de golpe. Entonces volteé mi cuerpo para abrazarla, murmurando:

      —Ya estoy aquí, hija.

      Al día siguiente guardé la hoja en el respaldo de mi maleta.

      Desde su llegada a nuestro apartamento en Cartagena, se quebró en dos mi cotidianidad en buena convivencia junto a mi esposo y mi hermoso hijo. Pero no por ello debía privarme de los pequeños placeres que la vida me estaba brindando.

      Pero «el momento esperado», es war soweit en alemán, estaba ocurriendo y todos mis sentidos estaban en completa alerta en pos de acaparar las sensaciones que ello me producía cuando era sorprendida por los detalles, tanto como a mi adolescente hijo.

      No fue como creí; pues cuarenta y cinco minutos después de nuestra llegada, luego de acomodar las maletas, lavarnos y descansar un poco, salimos en vehículo hacia el centro de la localidad a buscar un lugar donde cenar. Al llegar caminamos sintiendo de verdad el frío en el ambiente, era una sensación con muchos grados por debajo de los experimentados en nuestro clima tropical. Recorrimos la pequeña ciudad con sus calles vacías, pude comprobar lo afirmado por mi hija; aquella localidad, era un «pueblo fantasma». Pero de fantasmas disciplinados, propietarios de una ciudad pulcra. En sus sitios comerciales, de hermosas fachadas, las mercancías se exhibían detrás de las vitrinas de manera atrayente, seduciendo la mirada del transeúnte. Cero ruidos, ni anuncios demasiados grandes compitiendo por sobresalir, ni luces cegadoras, ni voces humanas, nada de nada. Eran las ocho de la noche y la ciudad se adormecía amodorrada sobre sí misma. Habría que verla de día para comprobar diferencias reales con lo conocido y tan desmesurado. Recordé entonces a sus habitantes, quienes en su gran mayoría eran personas de la tercera edad, y posiblemente habían perdido la vitalidad y la motivación que insta a deambular en la noche buscando un bar, una discoteca, un restaurante, una terraza, donde conversar al aire libre con sus iguales. Pero en el interior del restaurante se encontraban algunos alemanes de mediana edad, conversando con distracción. Nos acomodamos en una mesa en la parte trasera del restaurante, bajo una lámpara de un labrado antiguo, muy bien conservada.

      El sitio era diferente, especial, con una bonita iluminación y decoración alusiva a la Navidad. Había vasijas de vidrio, en todas las esquinas, de donde emergían flores ornamentales blancas salpicadas de escarcha plateada. Las vasijas floreros, decoradas por fuera con cintas del mismo color blanco, eran complementadas con borlas de Navidad translúcidas y blanquecinas. Sorprendentemente, aquella monocromía no abrumaba; por el contrario, hacía del ambiente algo agradable y acogedor. Nuestra primera comida fue a base de carne de cerdo muy bien condimentada y deliciosa, acompañada de verduras y papas. Luego disfrutamos de una copa de vino; brindamos, con los ojos brillantes del entusiasmo, por nuestra llegada sin contratiempos a nuestro destino final. Las copas se elevaron y se dejó escuchar ese tintín, recordatorio perenne de momentos memorables ocurridos en nuestras vidas. Y lo más importante; cuando ocurre, debe de haber presente más de uno. Los instantes compartidos de tal manera son verdaderos tesoros, bastones donde se apoya el cuerpo para no desmoronarse en momentos aciagos. Coloqué la copa sobre la mesa, sin probar de la bebida, pero Lara hizo un movimiento desaprobatorio y la volví a tomar rápidamente, decidida a probar mi primer sorbo de vino al mismo tiempo que los demás. Y a partir de ese momento tuve muy en cuenta aquella indicación, pues me tocaría brindar muchas veces más, en diferentes copas, con vinos fermentados en otras regiones. Mi garganta burbujearía con la embriaguez del andar, del trasegar, por el mundo alemán. Mi hijo brindó con su primera copa de vino, pues al mes siguiente cumpliría los diecisiete años de edad. Como para nunca olvidar su primer sorbo púrpura, porque lo tomó en circunstancias poco usuales.

      ***

      Me desperté completamente a oscuras al día siguiente. El celular marcaba las siete de la mañana. Me erguí rápidamente para alcanzar a despedirme de mi hija, quien se disponía a irse a esa hora. Después de cepillar mis dientes, salí atolondrada del baño. La Doc me miró seria, peinándome el cabello con sus dedos; era su ademán