y quedar estampillados sobre el barro. Muy por el contrario, la calle central era ancha y muy bien definida. Las ramas desnudas de los altos árboles, de espléndida y particular belleza, también respiraban vida. Nunca creí hacer tal afirmación, pues antes de verlos allí en formación correcta y como podados por el viento, un árbol sin hojas, para mí, se encontraba en estado moribundo, como un cuerpo a quien le han extirpado el cerebro; exceptuando a los árboles de ciruela, claro. Como en otros lugares antes vistos, en el suelo enraizaba otra clase de vegetación; y los pequeños arbusticos, unos verdes, otros ralos incluso, se mantenían florecidos.
Nos tomamos fotografías en varios monumentos. Delante de estatuas parecidas a ángeles o demonios, esculturas donde se representaba a extrañas criaturas escapadas de una imaginación surrealista. Diosas semidesnudas, las Goller Skulpturen de la Orangerie dejaban entrever su figura humana en sus más bellas dimensiones. La fastuosidad de lo creado por el hombre haciendo fila para ser observado con detenimiento, en medio de un paisaje casi idílico donde los cisnes se bañan en lagos artificiales, donde hay cabida para el reposo en el silencio, escuchando el sonido del viento, en la contemplación de uno mismo, de su interior. Accedemos a ese sitio inexplorado cuando lo creado y maravilloso se vuelca a nuestros pies; y tan solo con un movimiento de manos podemos acariciar, donde podemos entibiar la piel de los labios con nuestro aliento.
Dentro del parque había un museo de astronomía y física. En la segunda guerra mundial, Kassel fue destruida casi en su totalidad. Y la mayoría de las máquinas expuestas fueron fabricadas en la región.
Acosados por el hambre, regresamos al centro de la ciudad a conseguir una buena ración de comida en un restaurante africano. Pedimos un menú con nombre exótico. Pero cuál sería mi decepción al ver la carne del cordero desmenuzada en hilachas largas. En Colombia comúnmente la llamamos carne desmechada. La ensalada, muy escasa; pero el pan, auténtico, exótico: una tortilla redonda, delgada, colocada en forma de rollo; su textura parecida a la capa de uno de los libros del mondongo de la vaca, pero agradable al gusto. La carne, muy bien condimentada, me hizo perdonar la porción mezquina de ensalada. Reparo tanto en la generosidad y el sabor de los vegetales como en las demás porciones distribuidas en el plato. El buen sabor de la carne y la desventaja idiomática aplacaron mi descontento hacia la bella dependiente del lugar, una chica morena de rostro angular y ojos grandes de color del café tostado. La queja la daría a posteriori. Si el menú estipula «con ensalada de vegetales», no se limita a tres ingredientes bases. Ignoro el significado de ensaladas en África, pero intuyo que aquí y en la Patagonia se comprende de manera amplia el significado de este alimento tan popular cuyo costo es relativamente bajo, además de embellecer en gran medida el plato a degustar.
En Alemania existe, en el comercio, una gran variedad de vinagretas listas, pulpas de frutas ácidas, y se puede agregar además unas góticas de aceite de oliva a los vegetales frescos o cocidos. Pero claro que volveré a ese lugar ambientado de manera tan especial, con grutas y vegetación de fondo, donde imaginamos a animales salvajes tras el enrejado.
Luego volvimos a las afueras de la ciudad donde nos esperaba el ascenso hacia una elevada colina, en donde fuera erigido el monumento más representativo de la ciudad, llamado Hércules. Es una monumental escultura apoyada sobre una pirámide.
Había oscurecido y hacía un frío endiablado, parecía que el Bergpark Wilhelmshöhe (que traduce «parque en la montaña») estuviera congelado en el tiempo, con nieve perpetua. Nos resbalábamos por las escalinatas heladas, ascendiendo casi que en cuatro patas la empinada pendiente, para desde allí contemplar la ciudad encendida. Al llegar nos encontramos un telescopio. Alzamos nuestra mirada hacia el Hércules, a varios metros de altura, y lo vimos con detenimiento, esculcando cada parte de su cuerpo desnudo y escrutando sus rasgos firmes. Hacia él convergían los diferentes sentidos cardinales.
Descendimos en carro. Dominic deseaba llevarnos a otros lugares, pero nuestro deseo era permanecer dentro del vehículo cobijados por el calor de la calefacción. En otra estación del año, más acorde con nuestro clima, seguramente habríamos andado mucho más, en busca de apreciar lo que quedaba por ver, pero estábamos al borde, al límite, y el cuerpo se negaba a obedecer órdenes. Antes de emprender el viaje de regreso, visitamos una tienda africana donde ellos solían adquirir productos como plátanos, ñame, maíz, o pulpa seca de coco, inusuales en lugares como los supermercados locales. Salimos del sitio con una gran bolsa, felices de incorporar a nuestro desayuno los tubérculos acostumbrados y de poder agregar al menú alemán parte de la dieta colombiana.
Viajar de una ciudad a otra era lo más fascinante de todo, sobre todo porque se cuenta con un medio de transporte que lo facilita, con la disposición que se mantiene despierta en medio de las preocupaciones domésticas y laborales, y con los medios económicos para aquellos desprovistos de alma de mochileros. Faltaba una semana para la Navidad y la excitación se encontraba en su tope máximo. Comeríamos carne de jabalí en Nochebuena. En el hospital donde desempeñaba sus funciones de médico mi hija, trabajaba una enfermera cuyo marido cazaba jabalíes, los cuales estaban depredando el bosque. Esta acción, de cazar, era permitida por los guardabosques cuando se excedía la población de jabalíes. Y como no había probado la carne del animal en cuestión, estuve en completo acuerdo.
A pocos días, del veinticuatro de diciembre, Lara debía de concretar dos turnos.
Volvimos a viajar guiados por nuestro experto conductor, respetuoso de las normas del tránsito no sé si por mesura o por obligación, quien, con su GPS, podía llevarnos al fin del mundo si se lo pedía mi hija.
«¿Cómo son los ciudadanos de Kassel?», me preguntaba. En gran medida meticulosos y austeros, forrados hasta los dientes de negro. Los colores hermosos de la primavera y el verano se diluían con el ingreso del invierno, que dejaba a los ciudadanos envueltos en la oscuridad del negro perenne. Por las aceras nadie mira a nadie; me hubiera atrevido sin recelo a afirmar que llevan gríngolas de caballos a los costados, impuestas por ellos mismos. Pero, por otro lado, puedo ser más creativa e intentar exponer otros argumentos más acordes con la formación alemana. Son seres apropiados del conocimiento, saberes y disciplinas, maximizados a tal grado que les es engorroso aceptar la intromisión de otras culturas, temen que pueda ser alterado el orden. Hablando en términos de porcentajes, el tiempo es valioso para entretenerse en nimiedades durante los fríos días que discurren sin novedades dolorosas, como bien ocurre en mi país, donde cada día sucede algún tipo de violencia; como un asesinato, una mujer golpeada o martirizada por su propio marido, muertes en medio de una simple protesta. Esto nos ha llevado de alguna manera a temernos los unos a los otros. Insulso puede resultarles a los alemanes mirarse a sí mismos en los espejos en las vidrieras, porque cuando hay poder adquisitivo y los medios intelectuales para alcanzarlo, de alguna manera se diluye el deseo de la ostentación. Cuando en la casa de un niño nunca falta el alimento, puede mermar el deseo de comer; y lo contrario: en aquellas en donde escasea el sustento, se encuentran siempre hambrientos y deseosos de la abundancia. Así es como opera la mente humana.
La elocuencia tampoco es marcada en los alemanes, porque se aprecia el valor del silencio; del que se sabe que habla mejor de uno mismo, con más eficacia que las palabras. Es entonces, en los intervalos de silencio, cuando se puede escuchar la música que emana del interior; cuando se apaga el ruido de nuestro cerebro. Nadie te sonríe si eres desconocido. No solo vi esa conducta en las personas propiamente alemanas, sino también en los extranjeros residentes.
Un chico promedio alemán, antes de entrar a la secundaria, puede haber leído todos los cuentos de los hermanos Grimm, por lo menos así sucedía, o los volúmenes completos de Harry Potter. Se diferencian notablemente de los adultos promedio en nuestro país, quienes pueden haber leído un libro y medio al año; lo arrojan las estadísticas. El hábito no se alcanza porque tengamos una gran biblioteca en nuestras casas. Cursé la primaria y la secundaria carente de este recurso material. Había dos únicas existencias en casa, propiedad de mi padre ya fallecido; constituyeron casi por completo todo el arsenal literario de mi infancia. Los recuerdo tan bien y aún los conservo: Aura o las violetas y Flor de fango, de José María Vargas Vila.
Aura o las violetas. Fragmento del prefacio de la primera edición:
¡Cómo tiemblan los recuerdos en las páginas dolientes de este libro! Tristes