Delcy Escorcia

Bitácora de viaje


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el proceso natural siga su curso en medio del paisaje urbano.

      Fulda seguía afincada sobre tierra firme. Nos adentramos en sus laberintos empedrados parecidos a los de Bogotá, en La Candelaria. Las tiendas de artesanos exponían toda una rica gama de productos, desde platos y vasos, a vajillas de múltiples tamaños y formas con grabados de líneas y flores en colores. Trabajadores artesanales pedaleaban sus máquinas, y este movimiento hacia girar los rodillos con el fin de pulir y dejar lustrosa y brillante la superficie de la porcelana. El color, pintado a mano, era de tal precisión que parecían producidos en fábricas, pero originales y poco secuenciales. Pagaban por aquellas vasijas artesanales precios exorbitantes, algunas costaban más de cincuenta euros. Más adelante nos acercamos a otro local comercial, dentro de una casona; vendían juegos de manteles con sus individuales bordados en hilo de seda o de algodón y cubrelechos para obsequiar o para el uso personal. En otro inmueble de vieja guardia, más arriba, la materia prima de los barcos: pipas, paneras, portavasos; todo era a base de maderas nobles veteadas, muy bien pulidas, con brillo de mármol negro. Pero todo aquel conjunto de objetos en diferentes materiales comprendía un mismo eje temático, la decoración. Sus restaurantes eran igual de agradables, ornamentados con velas blancas, lámparas a media luz, grandes poltronas con cómodos y altos espaldares; con ese toque hogar. Gran cantidad de copas de diferentes tamaños y grosores sobresalían de las barras y mesas, listas para verter el licor o el vino de diversa índole de las regiones vinícolas alemanas o de cualquier parte de Europa. Colgando en los percheros, abrigos pertenecientes a los comensales de cuellos altos, de modales mesurados, de narices perfiladas, de cabello rubio natural o artificial.

      De modo semejante a como lo hicimos en otras ciudades, allí anduvimos en la noche a pesar de la necesidad de regresar a casa el mismo día. A las cinco de la tarde —parecía habitual en Navidad—, el centro también se encontraba encendido. Las calles, antes solitarias, abandonadas y frías, entraban en calor.

      Los mercadillos navideños eran los puntos centrales donde los transeúntes convergían en pos de sofocar el frío con un vaso de vino caliente antes o después de deambular por los pasillos. Los quioscos exhibían una rica gama de productos comestibles de la región, como variedad de embutidos; ropa y de accesorios de invierno, desde el gorro más elemental hasta el más exótico, y objetos de decoración de la época de fin de año, hacían gala debajo de ahuecadas carpas blancas.

      Alguna pequeña falta idiomática en el vocabulario castellano de Dominic (es su tercera o cuarta lengua, no lo tengo muy claro), podía dar rienda suelta a la hilaridad, a la alegría. Aquella noche Dominic recordó la existencia de la escultura más pesada de toda Alemania, la cual se encontraba en ese lugar. Buscamos entonces a la señalada, pero cuál sería nuestro desconcierto al encontrarnos frente a frente con una escultura de una mujer con un niño en brazos de medianas proporciones. Era una escultura más bien pequeña si se la comparaba con las demás vistas. Entonces, lógicamente, el resto del grupo compuesto por Lara, Hugo y yo quedamos desconcertados, mirando sin comprender. Le preguntamos:

      —¿Esa es la escultura más pesada?

      Él reaccionó sorprendido al repetir:

      —Sí, la más pesada. —Y se besó la yema de los dedos.

      —¡Ah! —dijo Lara haciendo un mohín con la sonrisa—. ¡Querrás decir «la más besada», amor!

      —Sí, la más besada —repitió el alemán con esfuerzo. Y todos comenzamos a reír, repitiendo «¡La más besada!», ahora sí.

      Pero tampoco encajaban palabra e imagen.

      —Entonces, cuenta —dije buscando poner la palabra en contexto—: ¿cómo llegó esta cándida estatua de piedra a ser la más besada de Fulda?

      —Existe una tradición: la besan quienes alcanzan el título de doctor. Rinden culto a la estatua el mismo día de la graduación, estampando un beso sobre su rostro, costumbre por la cual llegó a convertirse en una especie de símbolo de sabiduría.

      Otra Atenea, a la alemana. A Atenea se le rendía culto en la antigua Grecia, en la maravillosa Grecia bañada por el Mediterráneo. La deidad tuvo gran influencia en la conducta popular, y muy especialmente en la cultura y en las artes. Aquella diosa, con la caída y olvido de la cultura antigua, dejaría de influenciar el sentir de un pueblo, pero seguiría inspirando a los artistas, escultores, cuentistas y novelistas de épocas futuras.

      La noche seguía impregnada de ese ambiente literario maravilloso desencadenado por una sola palabra. «¡Besada!».

      Era una palabra sensual que predisponía al placer, a la aventura, a la poesía, a atrapar el instante por el instante mismo. De las carpas escapaban las esencias del vino rojo espumeante, del chocolate almibarado, del café y té. Y contrastando con esos aromas, el tóxico olor a salchicha, tan alemán.

      —Mami, ¿quieres llevarte esos vasos grabados con la imagen de la ciudad de Fulda, para el recuerdo?

      —Gracias, hija, agradezco tu ofrecimiento, pero prefiero andar con paso ligero. Otro día será. Y nos fuimos de la ciudad con las manos vacías, pero con el corazón pletórico de haber compartido aquellos inolvidables momentos.

      ***

      Quince años atrás quise planear viajes con mucha antelación para llevarlos a cabo cada dos años. En ese lapso de tiempo se habría hecho posible conocer gran parte del territorio colombiano. Se hace necesario conciliar con nuestras diferentes culturas, aprender a interactuar con ellas, disfrutarlas. En la aventura de recorrer el país habitado, se posibilita un mejor reconocimiento y comprensión del territorio diverso y especial donde nacimos.

      Por ello consideré necesario escaparme con mis hijos a vivir la aventura y con ello sofocar mi espíritu, obligarlo a reinventar el mundo conocido y experimentar cosas como colocarse un sinnúmero de accesorios como vestuario (primero un par de pantimedias, sobre ellas un par de medias térmicas hasta la rodilla; encima, el pantalón de tela gruesa; en la parte superior del cuerpo, la primera prenda estética que por igual sirve para resguardar los pezones. Sobre esta una blusa base, luego otra capa más, hasta llegar a la manga larga, buzo y abrigo. La bufanda se emplea por igual como una prenda importante; la encargada de cubrir de la intemperie el cuello. Por último, el gorro y los guantes).

      El otro equipamiento ya se encontraba debidamente empacado para salir hacia Dresde.

      Aquella era una ciudad muy bella, restaurada casi en su totalidad. Cuando se conoce el pasado de una ciudad, se aprende a mirarla desde un punto de vista más objetivo. El pasado de Dresde es escalofriante porque allí fueron quemados vivos miles y miles de alemanes, así como sus monumentos, iglesias y edificios más significativos, estructuras construidas por los monarcas sajones y renacentistas clásicos. Al terminar el Holocausto en todas sus formas más crueles, fue erigida piedra sobre piedra por los sobrevivientes zombis, quienes quedaron deambulando en medio de la ciudad humeante y carbonizada. Simboliza ahora la capacidad de los seres humanos de sobrevivir a sus peores tragedias y destrucciones. Es la certidumbre después de haber extraviado la razón, hallada debajo de las ruinas de sus iglesias, de sus propias casas, de los palacios de los reyes.

      Verla tan cierta después de aquello es de fantasía; con sus esculturas empotradas en las columnas de los arcos de grandes proporciones y altura. Esculturas engarzadas como piedras preciosas en las paredes de las iglesias, en los muros de las catedrales y edificios antiguos en el centro de la ciudad, habitan en cada templo renacentista o no, reconstruidos en años de esfuerzo y dedicación. Bellísimas en su monumentalidad, tanto como los castillos proverbiales en cada una de sus ciudades, junto a sus canales que discurren por su centro; es la naturaleza coexistiendo en medio de lo materializado, es la transparencia cierta al paso de lo deshecho y contrahecho por las manos de los señores de la guerra, quienes la llevaron a la destrucción cuando imperaba el suicidio de la razón. Como heroínas, las mujeres fueron quienes reconstruyeron, piedra sobre piedra, sobre de las cenizas del fuego producido por las fuerzas aliadas por el orgullo y el desenfreno de la maquinaria bélica armada por los hombres. Es la ciudad donde ahora habitan los germanos del presente, a quienes enorgullece lo logrado sin provocar el derramamiento de una sola gota de sangre de sus propios hermanos. O de ningún otro