Delcy Escorcia

Bitácora de viaje


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poco más de quinientos mil habitantes, disfruté de la compañía incansable de los miembros de mi equipo de viajeros. De nuestros labios se escaparon palabras de admiración, de igual manera nos dejamos seducir por el paisaje de otro parque proverbial, en medio del cual se puede tocar la hierba fría, mirar los patos, escuchar graznar a los gansos antes de zambullirse en el agua, retozar en los bancos del parque. Degustamos de una cena con vino y cerveza, y sonreímos muchas veces en medio de una amena conversación. Tantas emociones juntas antes de irme a la cama me llevaron a un sueño de altares con sacerdotes de piel morena que habitaban claustros sin ventanas, iglesias católicas que visitaban los protestantes, los budistas e hindúes al mismo tiempo. Las pitonisas ya no leían el futuro, pues el futuro estaba presente, en medio de caminos circulares, enroscado en el cuerpo de las ciudades. Las ciudades convertidas en pueblos grandes sin fronteras, unidas por puentes colgantes. Los niños jugaban en los jardines, las urbes eran grandes jardines a ras de tierra y en terrazas flotantes. En ese estado onírico, los jóvenes, peculiarmente inteligentes, ignoraban las malformaciones sociales extintas, eran libres. La conciencia social de unidad y cooperación coexistía, lejos del miedo a la injusticia, relegado al pasado, relegado a los libros de historia.

      Allí la ignorancia era comparada con la mezquindad y el egoísmo de los hombres opresores que un día existieran.

      Las nuevas generaciones habían volcado sus ojos al sol, sus padres hacia el viento, y los viejos hacia el tiempo.

      Estaba llegando el veinticuatro de diciembre. Mi hija tenía programado salir de vacaciones laborales de fin de año, a partir del veintisiete de diciembre. Faltaban unos pocos días para la fecha. Y mientras ella seguía trabajando, nosotros pasábamos de lo lindo recorriendo el país donde había nacido el hombre que luego se convertiría en su amante esposo.

      Sostengo en mi mano un vaso sobre el cual hay una descripción que dice Gottinger Weihnachtsmarkt. ¿Podrá creerse? Es una palabra compuesta de quince letras y solo hay cuatro bocales. ¡Admirable!

      No importa si se trata de Fulda, Gotinga o Dresde, pero intentamos entender el carácter de los habitantes de un determinado pueblo sin hablar su idioma o entender su escritura, recorriendo su localidad; pues esta lleva impresa el sello de sus habitantes y de quienes por fuerza o por flaqueza la han gobernado. Por ello las ciudades muy organizadas arrastran, permean y deslumbran. Pero ellas, a su vez, cuando sienten a un individuo inadaptado a su propia peculiaridad, a su propia sangre, como una transfusión de otro tipo, tratan de expulsarlo con un estornudo estentóreo. Ellas mismas suman y sustraen, modelan y subyugan. Pero solo la posee quien logra esculpirse a su propia forma.

      CAPÍTULO CUATRO

      HEARTFORT

      Con sus residencias tradicionales de techos altos y rojos, con sus ventanales igual de característicos, de dos y tres pisos, sus bonitas plazas donde se alojan las fuentes de piedra talladas con medusas y hadas semidesnudas que sostienen búcaros desde los cuales se derrama el agua... Recuerdo la parte superior de una de estas fuentes, una estatua con la forma de un niño semidesnudo desafiando la gravedad sobre una concha marina. Alrededor de estas fuentes crecen los arbustos, los cuales se llenan de flores en primavera. Sobre los almacenes con grandes vitrinas, en las calles adyacentes, penden los cables eléctricos de los tranvías. En el verano, suelen encontrarse comensales al frente de los restaurantes departiendo tranquilamente, rodeados de arquitectura con fachadas de donde sobresalen los balcones a manera de púlpitos eclesiásticos.

      En otras edificaciones, en su parte delantera, las estatuas gigantescas parecen sostener todo el peso de la estructura frontal.

      En Erfurt se edificaron también iglesias más contemporáneas, perfectas en su forma, de líneas simples y con pocos ventanales. En los alrededores no todo es opulento, pues para sentir a plenitud la sensación de belleza y equilibrio se necesitan los contrastes y para ello basta una casa convencional en medio de una plaza, de paredes lisas, con una puerta, dos ventanas, cuatro columnas cilíndricas repartidas en paralelo para sostener la cornisa, sobre la cual se desliza un bonito alerón de tejas rojas. Pequeños detalles nos informan también de la depuración en las formas, tanto como la exquisitez de la fantástica arquitectura mostrada en las fuentes rodeadas de hierbas secas, de un tono amarillo trigo tras declinar su esplendor natural de verano. Las iglesias son reliquias a las que todavía se las pule y maquilla, con sus agujas rasgando el cielo entre interludios de épocas. Son lugares fotográficos donde mi hija ha posado tanto en invierno como en verano, cuando su cielo se expande como un telón azul y su temperatura llega a ser tibia.

      Los vitrales gigantescos de las iglesias son una explosión de colores dentro de sus techos abovedados de tres pisos. Verdaderas joyas todo el tiempo abiertas al paso del turista.

      ***

      COLONIA

      Es la cuarta ciudad más antigua y multicultural de Alemania, con una catedral de más de seiscientos años de antigüedad. El agua de Colonia fluye por su río como un borboteo idílico y perfumado, muy cerca a las edificaciones de madera que también desafían la gravedad. Coexisten, a pocos pasos del comercio y las tiendas modernas, un funicular actual que discurre por encima del Rin y sus terrazas, también cercanas a la gran torre del reloj. Existen edificaciones con aquel tono gris que le aportan al lugar ese toque intrascendente a una ciudad testimonio de guerras pasadas.

      Atrajo mi atención una escultura situada en un pequeño parque detrás de una iglesia. Se trata del niño de la espada, erguido sobre su caballo. En el suelo, junto a él, se encuentra otro niño esquelético, quien le mira implorante sobre el suelo. Desde ese ángulo divisamos a lo lejos el puente ferroviario más moderno, construido entre 1907 y 1911. Se extiende más allá, rodeado de largos bulevares, cerca de la estación del tren (uno de los más rápidos del mundo).

      Por dentro de la gran catedral de Colonia se puede apreciar gran riqueza de detalles. Los clavicordios bronceados o plateados, de cajas rectangulares enormes situadas sobre lo más alto de las paredes, parecían emanar cantos eclesiásticos. Hileras de columnas se alzan imponentes sosteniendo las cúpulas de la pesada y monumental estructura; estas se encuentran talladas y pintadas en su parte inferior.

      En una esquina, en el ala izquierda, cerca del púlpito oratorio, hallábase para mí la escultura más bella del lugar. Se trata de José cargando sobre sus hombros a Jesús niño. El padre, con su tez sonrosada, su abundante y larga barba rizada, y su piel tostada, semejaba a un caminante que llega al final del camino. Arte puro fluía por todas partes, hasta en el piso, con sus detalles en retales de baldosín formando imágenes en tamaño natural. Las pinturas de los santos en los vitrales sobresalían con sus colores deslumbrantes; el rojo tan vivamente rojo, tanto como el morado, el azul, el verde. El asombro al mirar aquella explosión de matices puede llegar hasta el éxtasis, porque el arte que se aprecia en sus fastuosas dimensiones es tan sublime como palpar la textura de una delicada flor, como una caricia, como un beso.

      Vista del otro lado del río, de noche, la silueta de la iglesia principal donde se afirma con gran convicción que se guardan los restos de los tres Reyes Magos, era como una alucinación de formas apuntando hacia el arco oscuro del cielo.

      En Colonia, la Navidad es roja al igual que en nuestro país. Me refiero a los mercados navideños tradicionales. Se percibe el aroma de la cocina colonesa en las galletas recién horneadas, decoradas con chocolate blanco o negro y demás sabores y expuestas al público en las vitrinas. De las vineras fluía también el licor de uva tibio saborizado con especias para acompañar los bocaditos tradicionales.

      Después de haber visto tanto, regresamos temprano a casa porque era Nochebuena y la cena nos esperaba adobándose para ser introducida en el horno. Ya el jabalí debía de estar impregnado de ese sabor a cerveza negra, a pimienta, a cúrcuma, a laurel y a azafrán. Las exóticas frutas encurtidas aguardaban sobre la mesa; con ellas combinadas con los vegetales y la vinagreta, se haría la mezcla. Las flores rojas, parecidas en su forma a la flor del café, seguían sumergidas en el florero de cristal, en medio de la mesa. Habían sido compradas hacía un mes y aún mantenían la frescura y el color.

      La pareja había preparado todo con antelación, nada considerado importante faltaría aquella noche de celebración.