la riqueza! En una sola hectárea de tierra había más lujo que en toda Latinoamérica; pues claro, era el hogar de los acumuladores del botín, de la monarquía imperante allí y en toda Europa.
Recorriendo uno de esos castillos, me sorprendió ver pasar mi imagen frente a un espejo como si estuviera en otra dimensión, y me devolví para atraparla; me miraba desde el otro lado, en el mismo lugar donde lo hiciera un monarca venerándose así mismo. ¿Qué diría aquel dios terreno, omnipresente y omnipotente, si pudiera verme atrapada en su invisible imagen? Seguramente lo odiaría tanto o más de lo que yo estaba odiando su palacio. Quizás optaría por arrojarme con la servidumbre.
Y entonces le pregunté a mi propia imagen:
—¿Quién eres y qué haces aquí? Date cuenta, no solo un maldito monarca podría arrojarte de sus dominios, lo podría intentar cualquier ser común y corriente en desacuerdo con la diversidad.
Entonces quise salir corriendo, alejarme con prontitud del lugar. Pero opté por quedarme y retar a mi propia imagen, la obligué a levantar la frente, la miré a los ojos con serenidad y le sonreí. Le dije «Sigamos». Habían pagado para que yo pudiera, en ese preciso instante de la historia, ¡encontrarme allí!
El boleto de entrada no fue un tributo del pueblo a un rey; era el dinero ganado con sudor de un ciudadano, que se iba a revertir hacia el mismo pueblo; pues aquel castillo inhabitado, donde se pudieron fraguar cosas horrendas, que condujo de manera indirecta a Alemania por los destinos inciertos de épocas pasadas, constituía un viejo inmueble ahora patrimonio de la ciudad.
Optaba por seguir la rutina de caminatas trazada, así sintiera el gorgoteo de mi estómago hambriento o la necesidad de descansar en el primer quicio cercano, porque el grupo, mi grupo de acompañantes, eran jóvenes incansables que nunca se quejaban de hambre, frío, o cansancio. Y yo, la mayorcita, debía de estar a la altura de la generación dominante.
Andar en las ciudades es descubrir y tratar de descifrar su idioma junto a su cosmovisión. Atendía este monólogo de las ciudades alemanas aunque doliera verlas tan bien paradas sobre su centro gravitatorio. Cada aldea urbana del gran país era un dardo impregnado de destellos atravesando mi entendimiento después de padecer de una ceguera cognitiva de nacimiento.
Y volvía a rebobinar el audio escuchado: «Existen cinco empresas en el sector creativo por cada mil habitantes».
El peso de las palabras dolía al incrustarse en el cerebro, como un dardo, hasta el momento último, cuando la pareja decidió ir en busca del restaurante. Significaba, primero que todo, descanso; y luego calorcito, un plato a la alemana, a la francesa, o a la italiana, pero a base de pescado, por supuesto, por encontrarnos en Hamburgo. Disfrutaríamos un rato agradable con bebida burbujeante, llámese cerveza, vino de la casa o de la región en cuestión. Comiera lo que comiera, caería bien en mi estómago hambriento. Comíamos a deshoras, mi hija sabía muy bien lo que hacía: el exceso de alimento podía acarrear problemas, pues andábamos vagabundeando; impedimento real para solventar de manera rápida y conveniente las necesidades físicas. Mucho después lo comprendí así, pero en ese momento mi agudeza estaba obtusa en principios conocidos por el andariego profesional o por el mochilero de oficio. Me olvidé del «sector creativo» y los habitantes eran simples comensales, iguales a nosotros.
En la noche del mismo día comenzó a nevar, y corrimos a guarecernos en un centro comercial mientras Dominic iba en busca del auto. Partimos de la ciudad en medio de una tormenta de nieve que no cesó a lo largo del recorrido; la avenida estaba peligrosamente ocupada por una costra blanca y cristalina, muy resbaladiza, que obligaba a moderar la velocidad y seguir, con rigurosa meticulosidad, las medidas de tránsito emitidas por la radio. Primero sentí pavor, pero luego me acurruqué en mi asiento y dormí un poco, en el momento que quise despertar ya estábamos a medio camino, el vehículo se desplazaba con más prisa. La oscuridad reinante en la autopista era casi total, medio iluminada por las luces de los autos que igualmente iban de manera rápida de una ciudad a otra. La carretera se encontraba libre de buses intermunicipales o tractomulas que hicieran temblar el piso. Mucha menos congestión vehicular a pesar de que apenas se adentraba la noche. Y Dominic seguía con tranquilidad, pero atento, con los ojos fijos en la carretera.
Los días previos a la siguiente jugada de mi benefactora pasaron tranquilos en términos generales; se acercaba paulatinamente el veinticuatro de diciembre. De noche se seguían ultimando los lineamientos antes trazados. Se pulían los detalles al calor de una buena taza de té. También veíamos películas. Me acostaba temprano, a las nueve, porque en invierno la noche cae a las cuatro y media de la tarde. Debido a ese fenómeno, los días se me hacían muy cortos y el tiempo pasaba sin ver casi el sol. Hubo una noche en que mi hijo se acostó a esa misma hora porque al día siguiente andaríamos por una nueva zona urbana, buscando lo bueno y especial. De la calefacción emanaba un calorcito agradable. Antes de dormirme, pensé en el hogar lejano, al otro lado del océano. Añoré a mi marido. ¿Estaría en su turno de trabajo? ¿O en sus días de descanso? Por primera vez en treinta y seis años le había dejado solo en Navidad, convencida de que se las arreglaría muy bien en mi ausencia. De repente me invadió el morbo, el deseo de sentirlo añorar mi presencia. Pero ese estado de la conciencia llamado romanticismo no lo experimentaba mi marido.
«¿Pero qué es, en suma, el amor? —pensé luego—. ¿Era únicamente esa cosa avasalladora, perturbadora, que nos arrastra a perder nuestra independencia? ¿O la fuerza interior que se deposita con el tiempo en cada célula, que nos insta a seguir conviviendo con alguien que puede ser el opuesto de uno mismo? Ese ser quien nunca seremos, la contraparte de la balanza. Somos más que la suma de una carne urgida de otra carne. Somos dos seres humanos, quienes un día se unen en el camino por obra y gracia del destino; pero quienes deciden asumir el riesgo de vivir la misma vida, de ser padres de los mismos hijos, de dormir sobre el mismo lecho, de confiar en cosas impredecibles».
Existen mil maneras de amar, pero sensibiliza el alma saber que somos dos en la contienda.
Ya casi dormida, escuché que se abría la puerta; alguien entró sigilosamente a la habitación, caminó hasta la cama y se quedó parada en silencio. Sentía su respiración pausada, una de sus manos tocó mi frente y se deslizó hacia mis cabellos. Tal vez nos observaba como a los personajes de la obra en tercera dimensión que estaba realizando. Luego de un par de minutos, salió con el mismo sigilo y cerró la puerta. No la veía partir hacia el hospital porque me encontraba perdida en el tiempo, pues a las siete de la mañana estaba muy oscuro. Como norma general me levanto en la madrugada todos los días, pero debido a las mismas circunstancias de la noche, la mañana también se me hacía tarde, diferente.
***
FULDA
Es unas de las ciudades más bonitas que tuve tiempo de conocer en territorio alemán. Sin la opulencia de Hamburgo, sin sus miles de puentes. Su atractivo era en un grado diferente; una ciudad sin rascacielos, torres de apartamentos o barrios paralelos. Parecía anclada en el tiempo, pequeña y cultural. Dentro de sí mantenía un importante acopio de la red ferroviaria, y al igual que en las demás ciudades conocidas, podía sentirse la seguridad, motivo por el cual se andaba con un aire de libertad a veces inquietante, pues nada es perfecto. Todavía cargaba con la paranoia de sentirme perseguida por un alguien que podría salir de la nada, en cualquier esquina solitaria; uno de esos hombres que ignoran la manera de ganar el pan con el sudor de la frente y a quienes se les haría difícil imaginar el mundo de estabilidad social donde en ese momento me encontraba.
Los canales interiores de la ciudad estaban bordeados por hermosas casas con pequeños muelles sobre el agua. Imaginé a sus moradores sentados sobre sus balcones flotantes, charlando no sé de qué cosa, pero envueltos en sensaciones y sonidos de fondos naturales. Pudieron pagar miles de euros para acceder a ese entorno. Seducidos por las corrientes, navegando sobre una balsa, con los ojos cerrados. ¿¡Cómo serían las noches tras cada día!? Un evento absolutamente irresistible, vecinos del agua y más cerca de las estrellas.
«Arrobados por la límpida transparencia…» —frase de antaño y literal de algún poeta del barroco—, no tanto por su sensual belleza, que conocemos muy bien en nuestro país, sino porque el agua, no el aire, se encuentra libre de contaminación, y patos