lo pasamos bien?
Fuera soplaba fuerte el viento y había, muy débiles, truenos en el estrecho. En West Egg ya estaban encendidas todas las luces; los trenes eléctricos, que llegaban de Nueva York cargados de gente, corrían a casa a través de la lluvia. Era la hora en que se produce un cambio profundo en la humanidad y la atmósfera genera tensión.
Hay una cosa segura, más segura que ninguna:
los ricos hacen dinero y los pobres hacen… niños.
En las horas muertas,
entre rato y rato.
Cuando fui a despedirme vi que la expresión de perplejidad había vuelto a la cara de Gatsby, como si acabara de sentir una duda levísima acerca de la calidad de su felicidad presente. ¡Casi cinco años! Incluso aquella tarde tuvo que haber algún momento en que Daisy no estuviera a la altura de sus sueños, no tanto por culpa de la propia Daisy, sino por la colosal vitalidad de su propia ilusión. Su ilusión iba más allá de Daisy, más allá de todo. Y a esa ilusión se había entregado Gatsby con una pasión creadora, aumentándola incesantemente, engalanándola con cualquier pluma que cogiera al vuelo. No hay fuego ni frío que pueda desafiar a lo que un hombre guarda entre los fantasmas de su corazón.
Mientras yo lo observaba, se recompuso perceptiblemente. Su mano cogió la de Daisy, ella le dijo algo al oído y, al sentir su voz, Gatsby se volvió a mirarla, emocionado. Creo que aquella voz era lo que más lo subyugaba, con su calidez febril y vibrante, porque no cabía en un sueño: aquella voz era una canción inmortal.
Se habían olvidado de mí, pero Daisy levantó la vista y me hizo una señal con la mano; Gatsby ya no tenía conciencia de quién era yo. Los miré una vez más y ellos me devolvieron la mirada, desde muy lejos, poseídos por la intensidad de la vida. Entonces salí de la habitación y bajé los escalones de mármol bajo la lluvia, dejándolos juntos.
6
Por aquel tiempo un periodista de Nueva York, joven y ambicioso, llegó una mañana a la puerta de Gatsby y le preguntó si tenía algo que decir.
—¿Algo que decir? ¿Sobre qué? —preguntó Gatsby, muy correcto.
—Bueno, alguna declaración que hacer.
Se supo al cabo de cinco minutos de confusión que aquel individuo había oído el nombre de Gatsby en el periódico en relación con algo que no quiso revelar o que no había entendido del todo. Era su día libre y había tomado inmediatamente la encomiable iniciativa de acercarse a «ver».
Disparaba al azar, pero su instinto periodístico era certero. La notoriedad de Gatsby, difundida por los cientos de personas que habían aceptado su hospitalidad para convertirse así en especialistas sobre su pasado, fue creciendo a lo largo del verano hasta el punto de que faltaba poco para que Jay Gatsby alcanzara la categoría de noticia. Leyendas contemporáneas, como la del «conducto subterráneo a Canadá», las relacionaban con él, y se decía con insistencia que no vivía en una casa, sino en un barco que parecía una casa y navegaba en secreto por la costa de Long Island. Por qué semejantes inventos eran una fuente de satisfacción para James Gatz, de Dakota del Norte, no es fácil de explicar.
James Gatz: ése era su verdadero nombre o, por lo menos, su nombre legal. Se lo cambió a la edad de diecisiete años en el momento exacto que fue testigo del comienzo de su carrera: cuando vio cómo el yate de Dan Cody echaba el ancla en el bajío más insidioso del lago Superior. Era James Gatz, el muchacho que haraganeaba por la playa aquella tarde con un jersey verde roto y unos pantalones de lona, pero ya era Jay Gatsby el que pidió prestado un bote de remos, se acercó al Tuolomee, e informó a Cody de que el viento podía sorprenderlo y destrozarlo en media hora.
Supongo que tenía preparado el nombre desde hacía mucho tiempo. Sus padres eran gente de campo, sin ambiciones ni fortuna: su imaginación jamás los aceptó como padres. La verdad era que Jay Gatsby, de West Egg, Long Island, surgió de la idea platónica de sí mismo. Era hijo de Dios —frase que, si significa algo, significa exactamente eso—, y debía ocuparse de los asuntos de su Padre, al servicio de una belleza inmensa, vulgar y mercenaria. Así que inventó el tipo de Jay Gatsby que un chico de diecisiete años podía inventarse, y fue fiel a esa idea hasta el final.
Durante un año recorrió la costa sur del lago Superior, cogiendo almejas y pescando salmones, o dedicándose a cualquier otra cosa a cambio de comida y cama. Su cuerpo, bronceado y cada día más fuerte, aprovechó instintivamente aquellos días vigorizantes de trabajo, entre la dureza y la indolencia. Muy pronto conoció mujeres y, como lo mimaban, acabaron resultándole despreciables: las jóvenes vírgenes porque no sabían nada; las otras porque se ponían histéricas con cosas que él, de una presunción aplastante, daba por sentadas.
Pero su corazón vivía en una revuelta turbulenta, constante. Las más grotescas y fantásticas ambiciones lo asaltaban de noche, en la cama. Un universo de extravagancias indecibles se desarrollaba en su cerebro mientras el reloj hacía tictac sobre el lavabo y la luna bañaba de luz húmeda la ropa, tirada de cualquier forma en el suelo. Cada noche aumentaba la trama de sus fantasías hasta que el sopor ponía fin a alguna escena especialmente viva con un abrazo de olvido. Durante cierto tiempo esas ensoñaciones fueron un desahogo para su imaginación: eran un indicio satisfactorio de la irrealidad de la realidad, una promesa de que la roca del mundo se fundaba firmemente sobre el ala de un hada.
El instinto de gloria futura lo había llevado meses antes a Saint Olaf, al pequeño Lutheran College, en el sur de Minnesota. Aguantó dos semanas, desmoralizado por la feroz indiferencia del lugar hacia los tambores de su destino, hacia el destino mismo, y aborreciendo el trabajo de conserje con que iba a pagarse la estancia. Volvió al lago Superior, y seguía a la busca de algo que hacer el día que el yate de Dan Cody echó el ancla en los bajíos de la costa.
Cody tenía cincuenta años entonces, y era un producto de los yacimientos de plata de Nevada, del Yukon y de todas las fiebres mineras desde 1875. Las operaciones con el cobre de Montana que lo hicieron mucho más que multimillonario lo encontraron todavía fuerte, físicamente hablando, pero próximo a la decrepitud intelectual, y, sospechándolo, un número infinito de mujeres intentó separarlo de su dinero. Los enredos de no demasiado buen gusto con los que la periodista Ella Kaye representó el papel de Madame de Maintenon a costa de la debilidad de Cody y lo empujó a hacerse a la mar en un yate eran habituales en el indigesto periodismo de 1902. Cody llevaba cinco años costeando orillas demasiado hospitalarias cuando, en Little Girl Bay, se convirtió en el destino de James Gatz.
Para el joven Gatz, que se apoyaba en los remos y miraba hacia cubierta, el yate representaba toda la belleza, todo el glamour del mundo. Supongo que le sonrió a Cody: probablemente había descubierto que cuando sonreía le caía bien a la gente. El caso es que Cody le hizo unas cuantas preguntas (de una de esas preguntas salió el nuevo nombre) y descubrió que era listo y ambicioso hasta la extravagancia. Pocos días después lo llevó a Duluth y le compró una chaqueta azul, seis pares de pantalones de dril blanco y una gorra de marino. Y cuando el Tuolomee zarpó hacia las Indias Occidentales y las costas de Berbería, Gatsby zarpó también.
Su función no era precisa: mientras permaneció con Cody fue sucesivamente camarero, segundo de a bordo, patrón de yate, secretario, e incluso carcelero, porque, sobrio, Dan Cody sabía a qué derroches era propenso borracho, y prevenía tales contingencias depositando cada día más confianza en Gatsby. El acuerdo duró cinco años, en los que el yate dio tres veces la vuelta al continente. Podría haber durado indefinidamente, pero Ella Kaye subió a bordo una noche en Boston y una semana después Dan Cody, de manera poco hospitalaria, se murió.
Recuerdo su retrato en el dormitorio de Gatsby, un hombre saludable, con el pelo gris y expresión dura, vacía: el pionero disipado que durante una fase de la vida de los Estados Unidos de América devolvió a la costa este la violencia salvaje de los burdeles y los tugurios de la frontera. A Cody se debía indirectamente que Gatsby apenas bebiera. Alguna vez, en las fiestas, las mujeres le echaban champagne en el pelo. Él tenía como costumbre no probar el alcohol.
Y de Cody heredó el dinero: veinticinco mil dólares que jamás recibió.