Люси Мод Монтгомери

100 Clásicos de la Literatura


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      —Nunca había visto a tantas celebridades —exclamó Daisy—. Era simpático ese hombre… ¿Cómo se llama? El de la nariz como azul.

      Gatsby le dijo quién era y añadió que se trataba de un pequeño productor.

      —Bueno, pues me cae simpático de todas formas.

      —Casi preferiría no ser el jugador de polo —dijo Tom, contento—. Me gustaría ver a toda esa gente famosa… de incógnito.

      Daisy y Gatsby bailaron. Recuerdo que me sorprendió la manera graciosa, conservadora, con que Gatsby bailaba el fox-trot: nunca lo había visto bailar. Y luego fueron dando un paseo hasta mi casa y pasaron media hora sentados en los escalones, mientras que, por deseo de Daisy, yo vigilaba en el jardín. «Por si hay un incendio o una inundación», me explicó, «o en caso de fuerza mayor».

      Tom salió de su incógnito cuando los tres nos sentábamos a cenar.

      —¿Os importa que cene con aquella gente de allí? —dijo—. Un tipo está contando cosas muy divertidas.

      —Adelante, ve —respondió Daisy, feliz—, y si quieres apuntar alguna dirección, aquí tienes mi lápiz de oro.

      Un momento después se volvió a mirar y me dijo que la chica era «vulgar pero bonita», y me di cuenta de que, aparte de la media hora a solas con Gatsby, no lo estaba pasando bien.

      Compartíamos mesa con un grupo especialmente borracho. La culpa era mía. A Gatsby lo habían llamado por teléfono, y yo lo había pasado bien con aquella gente hacía sólo dos semanas. Pero lo que entonces me había divertido, ahora se envenenaba en el aire.

      —¿Cómo está, miss Baedeker?

      La chica a la que le hablaban intentaba sin éxito recostarse en mi hombro. Al oír la pregunta, se puso derecha y abrió los ojos.

      —¿Cómo?

      Una mujer imponente y letárgica, que le había estado pidiendo a Daisy que jugara al golf con ella al día siguiente en el club local, asumió la defensa de miss Baedeker.

      —Ya está perfectamente. En cuanto se toma cinco o seis cócteles se pone siempre a gritar de esa forma. Le he dicho que debería dejarlo.

      —Lo he dejado —afirmó la acusada con voz cavernosa.

      —La hemos oído gritar, así que le dije al doctor Civet, aquí presente: «Hay alguien que necesita su ayuda, doctor».

      —Y ella le está muy agradecida, estoy segura —dijo otra de las amigas, sin la menor gratitud—, pero usted le ha mojado todo el vestido cuando le ha metido la cabeza en el estanque.

      —Si hay algo que no soporto es meter la cabeza en un estanque —musitó miss Baedeker—. Estuvieron a punto de ahogarme en Nueva Jersey.

      —Ya ve que debería dejarlo —replicó el doctor Civet.

      —¡Mira quién habla! —gritó con violencia miss Baedeker—. ¡Le tiemblan las manos! ¡Nunca dejaría que usted me operara!

      Así estaba la cosa. Casi lo último que recuerdo es que fui con Daisy a mirar al director de cine y a su estrella. Seguían bajo el ciruelo blanco y entre sus caras, que se rozaban, sólo había un rayo de luna pálido y delgadísimo. Se me ocurrió que el director se había ido inclinando muy despacio sobre la estrella toda la noche hasta alcanzar esta proximidad, y entonces, mientras los miraba, vi que descendía un último grado y la besaba en la mejilla.

      —Me gusta —dijo Daisy—. Me parece preciosa.

      Pero todo lo demás la ofendía, y sin discusión, porque no se trataba de una pose, sino de un sentimiento. Le repugnaba West Egg, esa «sucursal» sin precedentes que Broadway había engendrado en una aldea de pescadores de Long Island: le repugnaba su vigor obsceno, que pujaba impaciente bajo los viejos eufemismos, y le repugnaba el destino desvergonzado que había reunido a sus habitantes en aquel atajo entre la nada y la nada. Veía algo terrible en aquella simplicidad que no podía entender.

      Me senté en los escalones de la entrada mientras esperaban el coche. Estábamos a oscuras: sólo la puerta iluminada proyectaba unos metros cuadrados de luz sobre el amanecer tenebroso y suave. A veces una sombra se movía detrás de la persiana de uno de los vestidores de arriba, dejaba paso a otra sombra, a una incierta procesión de sombras, que se pintaban los labios y se empolvaban ante un espejo invisible.

      —Pero ¿ese Gatsby quién es? —soltó Tom de repente—. ¿Un traficante de licores a lo grande?

      —¿Dónde has oído eso? —pregunté.

      —No lo he oído. Me lo he imaginado. Casi todos estos nuevos ricos son traficantes a lo grande, ya sabes.

      —Gatsby no —respondí escuetamente.

      Tom guardó silencio un instante. La grava del camino crujía bajo sus pies.

      —Bueno, debe de haberle costado lo suyo montar este zoológico.

      La brisa agitó la neblina gris del cuello de piel de Daisy.

      —Por lo menos son más interesantes que la gente que conocemos —dijo con esfuerzo.

      —Tú no demostrabas demasiado interés —respondió Tom.

      —Pues lo tenía.

      Tom se rio y se volvió hacia mí.

      —¿Te diste cuenta de la cara de Daisy cuando esa chica le pidió que la duchara con agua fría?

      Daisy empezó a cantar, a acompañar la música con un susurro rítmico y ronco, y de cada palabra extraía un significado que nunca había tenido y que jamás volvería a tener. Cuando la melodía subió unos tonos, la voz se le quebró suavemente al seguirla, como suele ocurrirles a las voces de contralto, y cada cambio derramaba en el aire un poco de su magia humana y cálida.

      —Viene mucha gente que no ha sido invitada —dijo de pronto—. Esa chica no estaba invitada. Se cuelan, y él es demasiado educado para protestar.

      —Me gustaría saber quién es y qué hace —insistió Tom—. Y creo que me voy a preocupar de descubrirlo.

      —Te lo digo yo ahora mismo —contestó Daisy—. Es dueño de varios drugstores, de muchos drugstores. Los ha montado él.

      La limusina tan esperada subía ya por el camino.

      —Buenas noches, Nick —dijo Daisy.

      Su mirada me abandonó para buscar lo más alto de la escalinata iluminada, donde Las tres de la mañana, un vals triste, estupendo e insignificante de aquel año salía por la puerta abierta. Después de todo, el azar de las fiestas de Gatsby entrañaba posibilidades románticas totalmente desconocidas en su mundo. ¿Qué había en aquella canción que parecía llamarla, pedirle que volviera a entrar en la casa? ¿Qué pasaría ahora, en las horas turbias e imprevisibles? Quizá se presentara algún invitado increíble, una persona infinitamente rara ante la que maravillarse, alguna chica radiante de verdad, que con una sola mirada a Gatsby, en un encuentro mágico e instantáneo, aniquilaría aquellos cinco años de devoción inquebrantable.

      Aquella noche me quedé hasta muy tarde. Gatsby me pidió que esperara a que lo dejaran libre, y vagabundeé por el jardín hasta que el inevitable grupo de bañistas, helado y exaltado, llegó corriendo de la playa a oscuras, hasta que en la planta de arriba se apagaron las luces de las habitaciones para invitados. Cuando Gatsby bajó por fin las escaleras, tenía la piel bronceada más tensa que nunca, y los ojos brillantes y cansados.

      —No le ha gustado nada —dijo inmediatamente.

      —Claro que le ha gustado.

      —No le ha gustado nada —insistió—. No se lo ha pasado bien.

      Calló, y me imaginé su desaliento indecible.

      —Me siento muy lejos de ella —dijo—. Es difícil hacérselo entender.

      —¿Te