Люси Мод Монтгомери

100 Clásicos de la Literatura


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mujer? —repetí sin comprender.

      Miss Baker asintió.

      —Podría tener la decencia de no llamarlo a la hora de la cena. ¿No cree?

      Casi antes de que captara el sentido de sus palabras, nos llegó el frufrú de un vestido y el crujir de unas botas de cuero, y Tom y Daisy estaban de vuelta a la mesa.

      —¡Era inevitable! —exclamó Daisy con una alegría forzada.

      Se sentó, miró escrutadoramente a miss Baker y luego a mí, y continuó:

      —Me he asomado un momento al jardín. ¡Qué romántico! Hay un pájaro en el césped que debe de ser un ruiseñor llegado en un transatlántico de la compañía Cunard o de la White Star Line. Está cantando… —y su voz cantó—. ¿No te parece romántico, Tom?

      —Muy romántico —respondió Tom antes de dirigirse a mí con tono abatido—. Si todavía hay luz después de la cena, me gustaría llevarte a las cuadras.

      El teléfono sonó dentro de la casa como una alarma y, mientras Daisy negaba rotundamente con la cabeza mirando a Tom, la idea de las cuadras, y todas las ideas, se desvanecieron en el aire. Entre los fragmentos rotos de los últimos cinco minutos en la mesa, recuerdo que habían vuelto a encender las velas, quién sabe para qué, y que tenía conciencia de querer mirar a fondo a todos, y que, sin embargo, evitaba mirar a nadie. Era incapaz de adivinar lo que pensaban Daisy y Tom, pero tampoco estaba seguro de que miss Baker, que parecía en posesión de un escepticismo inquebrantable, pudiera obviar la perentoriedad estridente y metálica de la quinta comensal. Para ciertos temperamentos la situación quizá resultara sugestiva. Mi instinto me pedía llamar inmediatamente a la policía.

      Nadie, es innecesario decirlo, volvió a mencionar los caballos. Tom y miss Baker, separados por un metro de crepúsculo, se dirigieron a la biblioteca, como a velar un cadáver perfectamente tangible, mientras, intentando parecer gratamente interesado y un poco sordo, yo seguía a Daisy a través de una serie de galerías que partían del porche. Nos sentamos en la penumbra, en un sofá de mimbre.

      Daisy puso la cara entre las manos como para sentir sus rasgos perfectos, y su mirada se perdió poco a poco en la oscuridad de terciopelo. Me di cuenta de que la dominaba la fuerza de sus emociones y, pensando que así la tranquilizaría, le pregunté por la niña.

      —Tú y yo no nos conocemos demasiado, Nick —dijo de pronto—. Aunque seamos primos. No fuiste a mi boda.

      —No había vuelto de la guerra.

      —Es verdad —dudó—. Bueno, lo he pasado mal, Nick, y me he vuelto una cínica.

      Tenía, evidentemente, razones para serlo. Esperé, pero no dijo nada más, y al cabo de un momento volví sin demasiada convicción al tema de su hija.

      —Supongo que habla y… come, y esas cosas.

      —Ah, sí —me miró, ausente—. Oye, Nick: deja que te cuente lo que dije cuando nació. ¿Quieres saberlo?

      —Por supuesto.

      —Eso te demostrará lo que he llegado a sentir acerca de… todo. Bueno, la niña tenía menos de una hora y Tom estaba Dios sabe dónde. Me desperté de la anestesia con una sensación de profundo abandono, y le pregunté a la enfermera si era niño o niña. Me dijo que era una niña, y volví la cabeza y me eché a llorar. «Estupendo», dije, «me alegra que sea una niña. Y espero que sea tonta. Es lo mejor que en este mundo puede ser una chica: una tontita preciosa». Ya ves, creo que la vida es terrible —continuó, muy convencida—. Todo el mundo lo piensa, las personas de ideas más avanzadas. Y yo lo sé. He estado en todas partes, he visto todo y he hecho todo —lanzó una mirada desafiante a su alrededor, a la manera de Tom, y se echó a reír con impresionante desprecio—. Sofisticada… Dios mío, ¡qué sofisticada soy!

      En cuanto la voz se apagó y dejó de exigirme atención y confianza, tuve conciencia de la insinceridad básica de todo lo que había dicho. Y me sentí incómodo, como si toda la velada hubiera sido una trampa para extraer de mí una contribución sentimental. Esperé y, en efecto, al momento me miró con una espléndida sonrisa de satisfacción, como si me hubiera confesado su pertenencia a una distinguida sociedad secreta a la que tanto ella como Tom estaban afiliados.

      Dentro de la casa, el salón carmesí florecía de luz. Tom y miss Baker se sentaban en los extremos del amplio sofá, y miss Baker leía en voz alta un artículo del Saturday Evening Post: las palabras, en un susurro, sin inflexiones, se fundían en una melodía de efectos sedantes. La luz de la lámpara resplandecía en las botas de montar, perdía brillo en el pelo amarillo otoñal de miss Baker, y destellaba en el papel cada vez que pasaba la página y palpitaba la delicada musculatura de sus brazos.

      Cuando entramos, nos obligó, alzando una mano, a mantener silencio unos segundos.

      —Continuará —dijo, y arrojó la revista sobre la mesa— en nuestro próximo número.

      El cuerpo impuso su poder con un movimiento impaciente de las rodillas, y miss Baker se puso de pie.

      —Las diez —señaló, como si comprobara la hora en el techo—. Es hora de que esta niña buena se acueste.

      —Jordan participa mañana en el torneo de Westchester —explicó Daisy.

      —Ah, ¡eres Jordan Baker!

      Ahora sabía por qué su cara me resultaba familiar: aquella expresión agradable y desdeñosa me había mirado desde muchas fotografías en huecograbado en las páginas de noticias sobre la vida deportiva en Asheville, Hot Springs y Palm Beach. También me habían llegado chismes sobre ella, una historia negativa y desagradable, de la que me había olvidado hacía tiempo.

      —Buenas noches —dijo en voz baja—. ¿Te importaría despertarme a las ocho?

      —Si piensas levantarte.

      —Pienso levantarme. Buenas noches, mister Carraway. Nos veremos pronto.

      —Claro que os veréis pronto —confirmó Daisy—. E incluso pienso organizar una boda. Ven a menudo, Nick, y ya veré yo…, ay, cómo juntaros. Ya sabes… Encerraros sin querer en un armario, o lanzaros al mar en un bote, cosas así…

      —Buenas noches —dijo miss Baker desde la escalera—. No he oído ni una palabra.

      —Es una chica estupenda —dijo Tom al cabo del rato—. No deberían dejarla viajar así por el país.

      —¿Quién no debería? —preguntó Daisy, fría.

      —Su familia.

      —Su familia es una tía que debe de tener mil años. Además, Nick la va a cuidar, ¿verdad, Nick? Jordan va a pasar con nosotros este verano bastantes fines de semana. Creo que tener un hogar le hará mucho bien.

      Daisy y Tom se miraron un momento en silencio.

      —¿Es de Nueva York? —pregunté inmediatamente.

      —De Louisville. Allí pasamos juntas la adolescencia inmaculada. La adolescencia inmaculada y maravillosa…

      —¿Le has estado contando secretos a Nick en la terraza? —preguntó Tom de repente.

      —¿Te he contado secretos? —me miró Daisy—. No me acuerdo, pero creo que hemos hablado de la raza nórdica. Sí, estoy segura. Casi sin darnos cuenta, ya sabes, lo primero que…

      —No te creas todo lo que te cuenten, Nick —me aconsejó Tom.

      Dije despreocupadamente que no me habían contado nada, y pocos minutos después me levanté para irme a casa. Me acampanaron a la puerta y se detuvieron, juntos, en un radiante cuadrado de luz. Cuando arrancaba el coche, Daisy gritó perentoriamente: «¡Espera!»

      —Se me ha olvidado preguntarte algo importante. Nos han llegado noticias de que te has prometido con una chica del Oeste.

      —Es verdad —corroboró Tom con calor—. Nos han dicho que te habías