Люси Мод Монтгомери

100 Clásicos de la Literatura


Скачать книгу

secreto humano al observador ocasional de las calles oscuras, algo que también era yo, mirando y maravillándome. Yo estaba dentro y fuera, a la vez encantado y repelido por la inagotable variedad de la vida.

      Myrtle acercó su silla, y de repente su aliento cálido derramó sobre mí la historia del primer encuentro con Tom.

      —Fue en esos dos asientos pequeños, uno frente a otro, que siempre son los últimos que quedan libres en el tren. Iba a Nueva York a ver a mi hermana y a pasar la noche. Tom iba vestido de etiqueta, con zapatos de charol, y yo no podía quitarle los ojos de encima, pero, si él me miraba, fingía leer el anuncio que había más arriba de su cabeza. Cuando llegamos a la estación, lo sentí cerca, y la pechera blanca de su camisa me oprimía el brazo, así que le dije que iba a llamar a un policía, pero él sabía que no era verdad. Yo estaba tan excitada cuando me subí con él al taxi que apenas si me di cuenta de que no tomaba el metro. Lo único que pensaba, una y otra vez, era: «No vas a vivir eternamente; no vas a vivir eternamente».

      Se volvió hacia mistress McKee y resonó en la habitación su risa artificial.

      —Tesoro —exclamó—, te regalaré el vestido en cuanto me lo quite. Mañana pienso comprarme otro. Voy a hacer una lista de todas las cosas que necesito. Un masaje y una permanente, un collar para el perro, uno de esos ceniceros tan lindos con un dispositivo para tragarse la ceniza, y una corona con lazo de seda negro para la tumba de mi madre, que dure todo el verano. Voy a hacer una lista con todas las cosas que tengo pendientes para que no se me olviden.

      Eran las nueve, y casi inmediatamente miré el reloj y vi que eran las diez. Mister McKee se había quedado dormido en su silla, con los puños cerrados sobre el regazo. Parecía la foto de un hombre de acción. Cogí el pañuelo y le limpié de la mejilla la espuma de afeitar seca que me había inquietado toda la tarde.

      El perrillo miraba desde encima de la mesa, cegado por el humo, y de vez en cuando gemía débilmente. La gente desaparecía, reaparecía, hacía planes para ir a algún sitio, y entonces se perdía, se buscaba, se encontraba a un metro de distancia. En torno a la medianoche Tom Buchanan y mistress Wilson, de pie, cara a cara, discutieron apasionadamente si mistress Wilson tenía derecho a pronunciar el nombre de Daisy.

      —¡Daisy! ¡Daisy! ¡Daisy! ¡Dai..! —gritó mistress Wilson—. ¡Lo diré todas las veces que me dé la gana!

      Con un movimiento seco y expeditivo, Tom Buchanan le rompió la nariz con la mano abierta.

      Entonces hubo en el suelo del cuarto de baño toallas empapadas de sangre, y voces indignadas de mujeres, y, por encima de la confusión, un quejido de dolor inacabable y entrecortado. Mister McKee se despertó y buscó aturdido la puerta. No había terminado de salir cuando se volvió y vio la escena: Catherine y su mujer, que gritaban y protestaban e intentaban ofrecer algún consuelo mientras, con cosas del botiquín en la mano, tropezaban en todos los muebles que atestaban la habitación, y la desesperada figura del sofá, que no dejaba de sangrar e intentaba proteger con las páginas del Town Tattle la tapicería y sus escenas de Versalles. Entonces mister McKee dio media vuelta y reemprendió el camino hacia la puerta. Cogí mi sombrero del candelabro donde lo había dejado, y lo seguí.

      —Venga a comer un día —sugirió, mientras bajaba y gemía el ascensor.

      —¿Adónde?

      —A cualquier sitio.

      —No toque la palanca —se quejó el ascensorista.

      —Perdone —dijo mister McKee muy digno—. No me he dado cuenta.

      —Estupendo —dije yo—. Será un placer.

      … Y luego yo estaba de pie, junto a la cama, y mister McKee, entre las sábanas y en ropa interior, sentado, tenía en las manos una carpeta grande.

      —La bella y la bestia… Soledad… El caballo de la vieja tienda de ultramarinos… El puente de Brooklyn…

      Después me vi derrumbado, medio dormido, en el andén más hondo y frío de la Pennsylvania Station, con la mirada fija en la primera edición del Tribune y esperando el tren de las cuatro de la mañana.

      3

      Llegaba música de la casa de mi vecino en las noches de verano. En sus jardines azules hombres y chicas iban y venían como mariposas nocturnas entre los murmullos, el champagne y las estrellas. Cuando por las tardes subía la marea, yo miraba a los invitados, que se tiraban desde el trampolín de la balsa de Gatsby, o tomaban el sol en la arena caliente de su playa privada mientras dos lanchas motoras surcaban las aguas del estrecho y remolcaban a esquiadores acuáticos sobre cataratas de espuma. Los fines de semana el Rolls-Royce de Gatsby se convertía en autobús y, desde las nueve de la mañana hasta la madrugada, traía y llevaba a grupos de la ciudad, mientras una furgoneta volaba como un bicho amarillo a esperar a todos los trenes. Y los lunes ocho criados, incluyendo un jardinero extra, se pasaban el día limpiando, fregando, dando martillazos, podando y arreglando el jardín, remediando los estragos de la noche anterior.

      Una frutería de Nueva York mandaba todos los viernes cinco cajas de limones y naranjas, y todos los lunes esos mismos limones y naranjas salían por la puerta trasera en una pirámide de cáscaras sin pulpa. En la cocina había una máquina que podía exprimir doscientas naranjas en media hora si el pulgar del mayordomo apretaba doscientas veces un botón.

      Al menos una vez cada quince días un ejército de proveedores se presentaba con más de cien metros de lona y suficientes luces de colores como para convertir el enorme jardín de Gatsby en un árbol de Navidad. En las mesas del buffet, adornadas con entremeses deslumbrantes, jamones cocidos con especias se apretaban contra ensaladas arlequinadas, pastelillos de carne de cerdo y pavos color de oro viejo, como encantados. En el vestíbulo principal ponían un bar, con una auténtica barra de metal donde apoyar el pie, y provisto de ginebras, bebidas alcohólicas y licores olvidados desde hacía tanto tiempo que la mayoría de las invitadas eran demasiado jóvenes para distinguir unos de otros.

      A las siete ha llegado la orquesta, nada de un simple quinteto, sino toda una banda de oboes y saxofones y trombones y violas y cornetas y flautines y bombos y tambores. Los últimos nadadores acaban de volver de la playa y se están vistiendo en la planta de arriba; los coches de Nueva York aparcan en quíntuple fila en el camino de entrada, y los vestíbulos, los salones y las galerías ya atraen las miradas con sus colores básicos y los cortes de pelo raros y a la última moda, y chales que superan los sueños de la antigua Castilla. El bar bulle de animación, y las incesantes rondas de cócteles atraviesan flotando el jardín, y lo impregnan, y hasta el aire se vivifica con las conversaciones y las risas, y las insinuaciones sin importancia y las presentaciones olvidadas al instante, y los encuentros entusiastas entre mujeres que jamás han sabido el nombre de la otra.

      Las luces se hacen más intensas a medida que la Tierra se aleja del sol dando bandazos, y la orquesta toca música de cóctel, y la ópera de las voces sube un tono. Cada vez la risa es más fácil, se prodiga más, se derrama ante cualquier palabra alegre. Los grupos cambian con más rapidez, crecen con los recién llegados, se disuelven y se forman en el mismo suspiro; ya se ven, vagabundeando, chicas seguras de sí mismas que serpentean entre invitados más sólidos y más estables, se convierten por un momento fugaz y feliz en el centro de un grupo, y, con la emoción del triunfo, desaparecen silenciosamente entre la marea de caras y voces y colores bajo la luz que cambia sin cesar.

      De repente una de esas gitanas, vibrante en su vestido de ópalo, coge al vuelo un cóctel, se lo bebe valientemente de un trago y, moviendo las manos como Frisco, baila sola en la pista de lona. Momentáneo silencio: el director de la orquesta se ve obligado a acoplarse al ritmo de la chica, y las habladurías se disparan mientras corre la falsa noticia de que es la suplente de Gilda Gray en el Follies. Ha empezado la fiesta.

      Creo que la primera noche que estuve en casa de Gatsby fui uno de los pocos que habían sido invitados de verdad. La gente no estaba invitada: iba. Se subían en coches que los llevaban a Long Island, y, no sé cómo, acababan en la puerta de Gatsby. Una vez allí, alguien que conocía a Gatsby los presentaba y, a partir de ese momento, se comportaban según las normas de conducta propias