mujer tan desgraciada como yo! Casi me alivia de la mitad de mis penas; y siento como si pudiera morir en paz, ahora que usted, querida señorita, y su primo, han reconocido mi inocencia.
Así intentaba consolarse a sí misma y a los demás aquella pobre desgraciada. Es más, incluso pudo alcanzar la resignación que anhelaba; pero yo, el verdadero asesino, sentía que estaba viva en mi pecho la carcoma eterna que no permite ni la esperanza ni el consuelo. Elizabeth también lloraba y era desgraciada; pero la suya era también la tristeza de la inocencia, la cual, como una nube que pasa sobre la pálida luna, durante un instante la oculta, pero no puede matar su brillo. La angustia y la desesperación había penetrado hasta lo más profundo de mi corazón… Albergaba un infierno en mi interior que nada podía apagar.
Permanecimos varias horas con Justine, y solo con gran dificultad Elizabeth reunió valor para apartarse de ella.
—¡Ojalá muriera yo contigo! —gritó llorando—. ¡No soporto vivir en este mundo de dolor!
Justine adoptó un aire de alegría, aunque apenas podía contener sus amargas lágrimas.
—Adiós, querida señorita, mi queridísima Elizabeth; que el Cielo en su infinita bondad la bendiga y la proteja. Que sea esta la última desgracia que tenga usted que sufrir; viva y sea feliz para hacer felices a los demás.
Cuando regresábamos, Elizabeth me dijo:
—No sabes, mi querido Víctor, cuánto me ha tranquilizado saber que puedo estar segura de la inocencia de esa desafortunada muchacha. Jamás podría volver a vivir en paz si mi confianza en ella se hubiera visto defraudada. En esos momentos en que lo creí, sentí una angustia que no hubiera podido soportar durante mucho tiempo. Ahora mi corazón se siente aliviado. La inocente sufre, pero aquella a quien yo consideraba amable y buena no es una malvada, y eso me consuela.
¡Mi dulce prima! Tales eran tus pensamientos, puros y dulces como tus queridos ojos y tu voz. Pero yo… yo era un monstruo, y nadie jamás podría concebir la amargura que sufrí entonces.
CAPÍTULO 14
Cuando la mente ha estado intensamente ocupada en una rápida sucesión de acontecimientos, nada es más doloroso que la mortal calma de apatía y certidumbre que surge a continuación y que impide que el alma sienta ni esperanza ni temor. Justine murió. Descansó. Y yo estaba vivo. La sangre corría libremente por mis venas, pero un peso de desesperación y remordimiento me aplastaba el corazón y nada podía aliviar ese dolor. El sueño huía de mis ojos. Vagaba como un alma en pena, porque había cometido actos malvados y horribles que ni siquiera se pueden describir, y (estaba convencido) aún cometería más, muchos más. Sin embargo, mi corazón rebosaba de cariño y bondad. Mi vida había comenzado con buenas intenciones y había deseado que llegara el momento en que pudiera ponerlas en práctica y convertirme en una persona útil para mis semejantes. Ahora todo se había derrumbado. En vez de tener la conciencia tranquila, que me permitiera revisar mis actos con autocomplacencia y, a partir de ese punto, albergar promesas de nuevas esperanzas, estaba abrumado por los remordimientos y la culpa, y me entregaba a un infierno de torturas infinitas que ni siquiera pueden describirse.
Este estado de ánimo minó mi salud, que se había restablecido por completo desde el primer ataque que había sufrido. No soportaba la presencia de nadie; cualquier gesto de alegría o satisfacción era una tortura para mí. La soledad era mi único consuelo… una soledad profunda, negra, como la muerte. Mi padre observó con dolor el perceptible cambio que había tenido lugar en mi conducta y mis costumbres, e intentó razonar conmigo sobre la locura que suponía entregarse a un dolor desmesurado.
—¿Crees que yo no sufro, Victor? —dijo—. Nadie puede querer a un muchacho más de lo que yo quería a tu hermano —y las lágrimas anegaron sus ojos cuando dijo aquello—; pero… ¿no es nuestro deber para con los que siguen vivos intentar refrenarnos y no aumentar su tristeza mostrando un dolor exagerado? Y también es un deber para contigo mismo; porque la pena excesiva impide mejorar y sentirse alegre, e incluso impide realizar las tareas cotidianas sin las cuales ningún hombre puede vivir en sociedad.
Aquel consejo, aunque era bueno, era de todo punto inaplicable en mi caso; yo debería haber sido el primero en ocultar mi dolor y consolar a mis seres queridos… si los remordimientos no hubieran mezclado su amargura con el resto de mis emociones. En aquel momento solo podía responder a mi padre con una mirada de desesperación e intentar apartarme de su vista. Por aquel entonces nos fuimos a vivir a nuestra casa de Belrive. Este cambio me resultó especialmente agradable. El cierre de las puertas de la ciudad, habitualmente a las diez en punto, y la imposibilidad de permanecer en el lago después de esa hora convertían nuestra permanencia dentro de los muros de Ginebra en una obligación muy desagradable para mí. Ahora era libre. A menudo, después de que el resto de la familia se hubiera retirado a dormir, yo cogía el bote y pasaba la noche sobre las aguas: algunas veces, con las velas desplegadas, me dejaba arrastrar por el viento; y en otras ocasiones, después de remar hasta el centro del lago, dejaba que el bote siguiera su propio curso y me entregaba a mis dolorosas reflexiones. Muchas veces estuve tentado… cuando todo era paz a mi alrededor y yo era lo único que vagaba desasosegado y sin descanso en una escena tan maravillosa y celestial, si exceptúo a algún murciélago solitario o las ranas, cuyo croar áspero y rítmico se oía solo cuando me aproximaba a las orillas… Muchas veces, digo, estuve tentado de arrojarme al lago callado y en calma, para que las aguas me engulleran a mí y a mis calamidades para siempre. Pero me detenía cuando pensaba en la heroica y abnegada Elizabeth, a quien tanto quería, y cuya existencia estaba íntimamente ligada a la mía. Y también pensaba en mi padre y en el hermano que me quedaba; ¿acaso mi miserable deserción no los dejaría abandonados y desprotegidos, a merced de la maldad del monstruo que había arrojado entre ellos? En esos momentos me entregaba al llanto amargamente, y deseaba que la paz volviera a mi mente solo porque así podría intentar consolarlos y procurarles felicidad… pero no pudo ser: los remordimientos frustraban cualquier esperanza. Yo había sido el responsable de un mal irremediable y vivía con el constante temor de que el monstruo que yo había creado pudiera perpetrar algún nuevo crimen. Tenía el oscuro presentimiento de que aquello no había acabado y de que aún cometería algún crimen señalado, el cual, por su enormidad, casi borraría el recuerdo de sus maldades pasadas. En tanto quedara vivo alguien a quien yo pudiera amar, siempre tendría razones para tener miedo. La repugnancia que sentía hacia aquel maldito demonio apenas se puede concebir. Cuando pensaba en él, me rechinaban los dientes, mis ojos se inyectaban en sangre, y deseaba ardientemente destruir aquella vida que tan inconscientemente había creado. Cuando pensaba en sus crímenes y en su perversidad, el odio y la venganza se desataban en mi pecho y superaban todos los límites de lo racional. Habría ido en peregrinación al pico más alto de los Andes si hubiera sabido que podría arrojarlo al vacío desde allí; no deseaba otra cosa sino volver a verlo: así podría descargar todo mi inmenso odio sobre su cabeza y vengar las muertes de William y Justine.
Nuestra casa era la casa de la tristeza. La salud de mi padre se vio profundamente afectada por el horror de los recientes acontecimientos. Elizabeth estaba triste y abatida; ya no encontraba ningún placer en sus actividades cotidianas; y cualquier alegría le resultaba sacrílega para con los muertos; pensaba que la pena eterna y las lágrimas eran el justo homenaje que tenía que rendir por la inocencia que se había destruido y aniquilado de aquel modo. Ya no era la criatura feliz que en su primera juventud había vagado conmigo por las orillas del lago y hablaba con alegría de nuestras perspectivas futuras. Ahora se había convertido en una mujer seria y a menudo hablaba de la volubilidad de la fortuna y de la inestabilidad de la vida humana.
—Mi querido primo —me decía—, cuando pienso en la miserable muerte de Justine Moritz, me resulta imposible ver este mundo y todo lo que hay en él del mismo modo que antes. Antes consideraba las historias sobre el vicio y la injusticia que leía en los libros o que escuchaba a otros como cuentos de viejas o de demonios imaginarios; al menos, me parecían muy lejanos y más relacionados con la razón que con la imaginación; pero ahora la calamidad ha llegado a nuestra casa y todos los hombres me parecen monstruos sedientos de sangre de los demás. Pero estoy siendo ciertamente injusta. Todo el mundo creía que esa pobre muchacha era culpable; y si ella pudiera haber cometido el crimen