Люси Мод Монтгомери

100 Clásicos de la Literatura


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llevamos a casa, y la angustia visible en mi rostro le reveló el secreto a Elizabeth. Solo quería ver el cadáver. Al principio intenté evitárselo, pero ella insistió y, entrando en la habitación en la que yacía, apresuradamente examinó el cuello de la víctima, y retorciéndose las manos, exclamó: «¡Oh, Dios mío! ¡He matado a mi querido niño…!»

      Se desmayó y solo con mucha dificultad conseguimos reanimarla; cuando volvió en sí, no hizo más que llorar y suspirar. Me dijo que aquella misma tarde William le había estado dando guerra para que le permitiera llevar una miniatura muy valiosa que tu madre le había regalado. Este retrato ha desaparecido y, sin duda, fue el motivo por el cual el asesino cometió el crimen. Hasta el momento no hay ni rastro de él, aunque no hemos cesado en nuestras indagaciones para descubrirlo; pero eso no nos devolverá a mi querido William.

      Vuelve, querido Victor: solo tú puedes consolar a Elizabeth. Llora constantemente y se acusa a sí misma, injustamente, de ser la causa de la muerte del niño… sus palabras me parten el corazón. Todos estamos muy abatidos; pero ¿no será ese un motivo más, hijo mío, para que regreses y seas nuestro consuelo? ¡Tu querida madre…! ¡Ay, Victor! ¡Te aseguro que doy gracias a Dios porque no vive para ver la muerte cruel y miserable de su pequeño!

      Vuelve, Victor, pero no regreses albergando ideas de venganza contra el asesino, sino con sentimientos de paz y cariño que puedan curar las heridas de nuestro espíritu, en vez de abrirlas. Entra en esta casa de luto, hijo querido, pero con dulzura y afecto para aquellos que te aman, y no con odio hacia tus enemigos.

      Tu desdichado padre, que te quiere,

      ALPHONSE FRANKENSTEIN.

      Clerval, que había estado observando mi rostro mientras leía la carta, se sorprendió al observar la desesperación que sucedía a la alegría que mostré al recibir noticias de mis seres queridos. Tiré la carta en la mesa y me cubrí el rostro con las manos.

      —Mi querido Frankenstein —exclamó Henry cuando me vio llorar con amargura—, ¿es que siempre tienes que estar triste? Amigo mío, ¿qué ha ocurrido?

      Le indiqué que cogiera la carta y la leyera, mientras yo iba de un lado a otro de la habitación, nervioso hasta la desesperación. Los ojos de Clerval también derramaron lágrimas cuando leyó el relato de mi desgracia.

      —No puedo consolarte de ningún modo, amigo mío —dijo—. Tu tragedia es irreparable. ¿Qué piensas hacer?

      —Ir inmediatamente a Ginebra; ven conmigo, Clerval, para pedir unos caballos.

      Por el camino, Henry intentó animarme. No lo hizo con los tópicos habituales, sino mostrando una verdadera comprensión.

      —Pobre William —dijo—, pobre chiquillo; ahora descansa junto a su angelical madre. Sus seres queridos están de luto y lo lloran, pero él ya descansa: ya no siente las garras del asesino; la hierba cubre su precioso cuerpo, y ya no sufre. Ya no podemos tener lástima por él; los que han quedado vivos son los que más sufren y, para ellos, el tiempo será el único consuelo. Aquellas máximas de los estoicos, según los cuales la muerte no se podía considerar un mal y que la mente del hombre debería estar por encima de la desesperación que produce la ausencia eterna del ser amado, no deberían ni siquiera tenerse en consideración… incluso Catón lloró sobre el cadáver de su hermano.

      Clerval decía estas cosas mientras caminábamos aprisa por las calles; las palabras se grabaron en mi mente y las recordé después, cuando estuve en soledad. Pero en aquel momento, en cuanto llegaron los caballos, salté al cabriolé y le dije adiós a mi amigo.

      El viaje fue muy triste. Al principio solo quería ir deprisa, porque deseaba consolar y confortar a mis seres queridos, tan apenados; pero a medida que me fui acercando a mi ciudad natal, fui también acortando el paso. Apenas podía soportar la avalancha de sentimientos que se agolpaban en mi mente. Pasé por paisajes que conocía bien desde mi juventud y que no había visto desde hacía casi cinco años. ¿Cómo habría cambiado todo durante todo ese tiempo? Un cambio enorme, repentino y desolador había tenido lugar; pero mil pequeñas circunstancias podrían haber producido otras alteraciones poco a poco, y aunque se hubieran producido más pausadamente, no serían menos decisivas. El temor me invadió; me daba miedo avanzar, aterrorizado ante mil peligros ocultos que me hacían temblar, aunque era incapaz de describirlos.

      Me quedé en Lausana dos días, incapaz de seguir adelante. Contemplé el lago: las aguas parecían tranquilas; todo en derredor estaba en calma; y las montañas nevadas, los «Palacios de la Naturaleza», no habían cambiado. Poco a poco aquella calma y aquel paisaje celestial me reanimó, y continué mi viaje hacia Ginebra. El camino discurría junto a la orilla del lago, y se hacía cada vez más estrecho a medida que me acercaba a mi ciudad natal. Distinguí muy claramente las negras laderas del Jura y la brillante cumbre del Mont Blanc. Y lloré como un niño. «¡Queridas montañas…! ¡Mi precioso lago! ¿Cómo recibiréis a vuestro hijo pródigo? Vuestras cumbres son blancas, el cielo y el lago son azules… ¿Es esto un presagio de felicidad o una burla de mis desgracias?»

      Me temo, amigo mío, que le resultaré tedioso si sigo entreteniéndome en estos prolegómenos; pero aquellos fueron días de relativa felicidad, y los recuerdo con placer. ¡Mi tierra, mi amada tierra! ¿Quién, sino uno de tus hijos, puede comprender el placer que sentí al ver de nuevo tus arroyos, tus montañas y, sobre todo, tu precioso lago?

      Sin embargo, a medida que me acercaba a casa, la tristeza y el temor me invadieron. La noche se cerró a mi alrededor, y cuando apenas podía ver las oscuras montañas, mis sentimientos se tornaron más sombríos. Imaginé todos los peligros posibles y me convencí de que estaba destinado a convertirme en el más desdichado de todos los seres humanos. ¡Dios mío! ¡Cuánta razón tenía en mis presagios! Y solo me equivoqué en una única circunstancia: que, en todas las desgracias que imaginé y temí, no pude ni siquiera sospechar ni la centésima parte de la angustia que el destino me obligaría a soportar.

      CAPÍTULO 11

      Ya era noche cerrada cuando llegué; las puertas de Ginebra ya estaban cerradas; y decidí pernoctar en Secheron, una aldea que se halla a media legua al este de la ciudad. El cielo estaba sereno; y como me era imposible descansar, decidí ir a ver el lugar en el que mi pobre William había sido asesinado; mientras caminaba, vi que una tormenta se estaba formando al otro lado del lago. Vi cómo los rayos trazaban bellísimas figuras y subí a una colina desde la que podía ver cómo centelleaban. La tormenta avanzó hacia donde yo me encontraba, y pronto pude sentir cómo poco a poco iba cayendo la lluvia, al principio con gruesas gotas, aunque enseguida se desató con furiosa violencia.

      Me levanté y caminé, aunque la oscuridad y la tormenta se hacían más intensas a cada instante, y los truenos estallaban con un terrorífico estrépito. Se oían los ecos en la Salêve, en el Jura y en los Alpes de Saboya; violentos destellos de rayos me cegaban los ojos, e iluminaban el lago; entonces, durante un instante, todo parecía quedar sumido en la oscuridad, hasta que el ojo se recobraba del destello anterior. La tormenta, como sucede a menudo en Suiza, apareció en varios lugares del cielo a un tiempo. La parte más violenta se encontraba exactamente al norte de la ciudad, sobre la parte del lago que se extiende entre el promontorio de Belrive y el pueblo de Copêt. Otra tormenta iluminaba el Jura con débiles destellos; y otra oscurecía y a veces descubría la Mole, una montaña escarpada situada al este del lago.

      Mientras iba observando la tormenta —tan hermosa y, sin embargo, tan aterradora—, continué caminando con paso apresurado. Aquella noble batalla en los cielos elevaba mi espíritu; cerré los puños y exclamé a gritos: «¡William, mi querido ángel…! ¡Este es tu funeral, esta es tu elegía!» Cuando pronuncié esas palabras, entreví en la oscuridad una figura que se ocultó tras un grupo de árboles que había cerca. Permanecí observando fijamente, intentando divisar algo; seguro que no me había equivocado; el fulgor de un rayo iluminó aquello y me descubrió su gigantesca figura; y la deformidad de su aspecto, más espantosa que cualquier cosa humana, me confirmaron quién era. Era el engendro, el repulsivo demonio al que yo había dado vida. ¿Qué hacía allí? ¿Podría ser él el asesino de mi hermano? La simple idea me estremecía. Apenas