Люси Мод Монтгомери

100 Clásicos de la Literatura


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que mi silencio les inquietaba y recordaba perfectamente las palabras de mi padre: «Sé que mientras estés contento contigo mismo, pensarás en nosotros con cariño, y sabremos de ti regularmente. Y debes perdonarme si considero cualquier interrupción en tu correspondencia como una prueba de que también estás descuidando el resto de tus obligaciones.» Así que sabía perfectamente cuáles serían sus sentimientos; pero no podía apartar mi mente del trabajo, odioso en sí mismo, pero que se había apoderado irresistiblemente de mi imaginación. Era como si deseara apartar de mí todo lo relacionado con mis sentimientos o mis afectos, hasta que alcanzara el gran objetivo que había anulado toda mi vida anterior.

      En aquel momento pensé que mi padre sería injusto si achacara mi silencio a una conducta viciosa o a una falta de consideración por mi parte; pero ahora estoy convencido de que no se equivocaba en absoluto cuando pensaba que probablemente yo no estaba libre de toda culpa. Un ser humano que desea ser perfecto siempre debe mantener la calma y la mente serena, y nunca debe permitir que la pasión o un deseo pasajero enturbie su tranquilidad. No creo que la búsqueda del conocimiento sea una excepción a esta regla. Si el estudio al cual uno se entrega tiene una tendencia a debilitar los afectos y a destruir el gusto que se tiene por esos sencillos placeres en los cuales nada debe interferir, entonces esa disciplina es con toda seguridad perjudicial, es decir, impropia de la mente humana. Si esta regla se observara siempre —si ningún hombre permitiera que nada en absoluto interfiriera en su tranquilidad y en sus afectos familiares—, Grecia jamás se habría visto esclavizada, César habría conservado su patria, América habría sido descubierta más gradualmente y los imperios de México y Perú no habrían sido destruidos.

      Pero me he descuidado y estoy moralizando en la parte más interesante de mi relato; y sus miradas me recuerdan que debo continuar.

      Mi padre no me hacía ningún reproche en sus cartas, y solo hizo referencia a mi silencio preguntándome con más insistencia que antes por mis ocupaciones. Pasó el invierno, la primavera y el verano mientras yo permanecía ocupado en mis trabajos, pero yo no vi cómo florecían los árboles ni cómo se llenaban de hojas —y estos eran espectáculos que antes siempre me habían proporcionado un enorme deleite. Tan ocupado estaba en mi trabajo. Las hojas de aquel año se marchitaron antes de que mi trabajo se hubiera acercado a su final. Y cada día me mostraba claramente que lo estaba consiguiendo. Pero mi ansiedad amargaba mi entusiasmo y, más que un artista ocupado en su entretenimiento favorito, parecía un esclavo condenado a la esclavitud encadenada en las minas o a cumplir con cualquier otro trabajo infame. Todas las noches tenía un poco de fiebre y me convertí en una persona nerviosa, hasta extremos dolorosos… era un sufrimiento que lamentaba tanto más cuanto que hasta entonces yo había gozado siempre de una excelente salud y siempre había presumido de estabilidad emocional. Pero yo creía que el aire libre y las diversiones eliminarían pronto aquellos síntomas, y me prometí disfrutar de esos entretenimientos cuando finalizara mi creación.

      CAPÍTULO 7

      Una lluviosa noche de noviembre conseguí por fin terminar mi hombre; con una ansiedad casi cercana a la angustia, coloqué a mi alrededor la maquinaria para la vida con la que iba a poder insuflar una chispa de existencia en aquella cosa exánime que estaba tendida a mis pies. Era ya la una de la madrugada, la lluvia tintineaba tristemente sobre los cristales de la ventana, y la vela casi se había consumido cuando, al resplandor mortecino de la luz, pude ver cómo se abrían los ojos amarillentos y turbios de la criatura. Respiró pesadamente y sus miembros se agitaron en una convulsión.

      ¿Cómo puedo explicar mi tristeza ante aquel desastre…? ¿O cómo describir aquel engendro al que con tantos sufrimientos y dedicación había conseguido dar forma? Sus miembros eran proporcionados, y había seleccionado unos rasgos hermosos… ¡Hermosos! ¡Dios mío! Aquella piel amarilla apenas cubría el entramado de músculos y arterias que había debajo; tenía el pelo negro, largo y grasiento; y sus dientes, de una blancura perlada; pero esos detalles hermosos solo formaban un contraste más tétrico con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las blanquecinas órbitas en las que se hundían, con el rostro apergaminado y aquellos labios negros y agrietados.

      Los diferentes aspectos de la vida no son tan variables como los sentimientos de la naturaleza humana. Yo había trabajado sin descanso durante casi dos años con el único propósito de infundir vida en un cuerpo inerte. Y en ello había empeñado mi tranquilidad y mi salud. Lo había deseado con un fervor que iba mucho más allá de la moderación; pero, ahora que había triunfado, aquellos sueños se desvanecieron y el horror y el asco me embargaron el corazón y me dejaron sin aliento. Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí atropelladamente de la sala y durante largo tiempo estuve yendo de un lado a otro en mi habitación, incapaz de tranquilizar mi mente para poder dormir. Al final, una suerte de lasitud triunfó sobre el tormento que había sufrido, y me derrumbé vestido en la cama, tratando de encontrar unos instantes de olvido. Pero fue en vano; en realidad, sí dormí, pero me vi acosado por horrorosas pesadillas. Veía a Elizabeth, tan hermosa y joven, caminando por las calles de Ingolstadt; encantado y sorprendido, yo la abrazaba; pero cuando le daba el primer beso, sus labios palidecían con el color de la muerte; sus rasgos parecían cambiar, y pensaba que estaba sosteniendo en brazos el cadáver de mi madre muerta; una mortaja envolvía su cuerpo, y veía cómo los gusanos de la tumba se retorcían en los pliegues del lienzo. Me desperté sobresaltado y horrorizado: un sudor frío cubría mi frente, los dientes me castañeaban y tenía convulsiones en los brazos y las piernas, y entonces, a la pálida y amarillenta luz de la luna, que se abría paso entre los postigos de la ventana, descubrí al engendro… aquel monstruo miserable que yo había creado. Apartó las cortinas de mi cama y sus ojos… si es que pueden llamarse ojos, se clavaron en mí. Abrió la mandíbula y susurró algunos sonidos incomprensibles al tiempo que una mueca arrugó sus mejillas. Puede que dijera algo, pero yo no lo oí… alargó una mano para detenerme, pero yo conseguí escapar y corrí escaleras abajo. Me refugié en un patio que pertenecía a la casa en la que vivía, y allí me quedé durante el resto de la noche, paseando de un lado a otro, sumido en la más profunda inquietud, escuchando atentamente, captando y temiendo cada sonido como si fuera el anuncio de la llegada de aquel demoníaco cadáver al que yo desgraciadamente le había dado vida.

      ¡Oh…! ¡Ningún ser humano podría soportar el horror de aquel rostro! Una momia a la que se le devolviera el movimiento no sería seguramente tan espantosa como… Él. Yo lo había observado cuando aún no estaba terminado; ya era repulsivo entonces. Pero cuando aquellos músculos y articulaciones adquirieron movilidad, se convirtió en una cosa que ni siquiera Dante podría haber concebido.

      Pasé una noche espantosa… a veces el pulso me latía tan rápido y tan fuerte que sentía las palpitaciones en cada arteria; en otras ocasiones, estaba a punto de derrumbarme en el suelo debido al sueño y la extrema debilidad; y mezclada con ese horror, sentí la amargura de la decepción. Las ilusiones, que habían sido mi sustento y mi descanso durante tanto tiempo, se habían convertido ahora en un infierno para mí. Y ese cambio había sido tan rápido, y la derrota tan absoluta…

      Al fin llegó el alba, grisácea y lluviosa, e iluminó, ante mis doloridos y soñolientos ojos, la iglesia de Ingolstadt, con su aguja blanca y el reloj, que marcaba las seis de la mañana. El portero abrió las puertas del patio que durante toda la noche había sido mi refugio, y salí a las calles, y caminé por ellas a paso rápido, como si quisiera huir del monstruo al que temía ver aparecer ante mí al doblar cualquier calle. No me atrevía a volver al apartamento donde vivía, sino que me sentía impelido a continuar caminando, aunque estaba empapado por la lluvia que se derramaba a raudales desde un cielo negro y aterrador.

      Continué caminando así durante algún tiempo, intentando mitigar, mediante un ejercicio físico violento, la pesada carga que oprimía mi espíritu. Crucé las calles sin saber claramente adónde me dirigía o qué estaba haciendo. Mi corazón palpitaba enfermo de miedo; y me apresuré con pasos inseguros, sin atreverme a mirar atrás,

      como aquel que, en un sendero solitario,

      hace su camino con temor y miedo,

      y habiéndose girado una vez, continúa andando

      y no gira más la cabeza,

      porque