Люси Мод Монтгомери

100 Clásicos de la Literatura


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me detuve, no sabía por qué, pero permanecí algunos minutos con la mirada clavada en un carruaje que venía hacia mí desde el otro extremo de la calle. Cuando estuvo más cerca, observé que era una diligencia suiza; se detuvo justo donde yo me encontraba; y, cuando se abrieron las puertas, vi a Henry Clerval, que bajó rápidamente en cuanto me vio.

      —¡Mi querido Frankenstein! —exclamó—. ¡Cuánto me alegra verte! ¡Qué suerte que estuvieras aquí en el preciso momento de mi llegada…!

      Nada podía ser mejor que el placer de volver a ver a Clerval: su presencia me recordaba a mi padre, a Elizabeth, y todas aquellas escenas hogareñas tan gratas a mi memoria. Le di un fuerte apretón de manos y, al menos durante un momento, olvidé mi horror y mi desgracia. De repente sentí, y por primera vez en muchos meses, una alegría tranquila y serena. Así, le di la bienvenida a mi amigo del modo más cordial y juntos caminamos hacia la universidad. Durante algún tiempo Clerval estuvo hablándome de nuestros amigos comunes y de la suerte que había tenido porque le habían permitido venir a Ingolstadt.

      —Puedes creerme —dijo—: he tenido muchos problemas para convencer a mi padre de que no es absolutamente imprescindible que un comerciante lo ignore todo salvo la contabilidad; y, es más, creo que no conseguí convencerlo del todo, porque su única respuesta a mis súplicas era la misma que aquella que daba aquel maestro holandés en El vicario de Wakefield: «Gano diez mil florines al año sin necesidad de saber griego, y como maravillosamente sin el dichoso griego.» Pero el cariño que siente por mí al final ha vencido su aversión a los estudios, y me ha permitido emprender esta expedición al país de la sabiduría.

      —¿Y mi padre, y mis hermanos, y Elizabeth? —pregunté.

      —Muy bien, y muy felices —contestó—, solo un poco inquietos porque apenas han tenido noticias tuyas, y, por cierto, creo que tengo que regañarte en su nombre. Pero… mi querido Frankenstein —añadió, deteniéndose un poco y mirándome fijamente a la cara—, no me había fijado en el mal aspecto que tienes. Estás tan delgado y tan pálido… parece como si hubieras estado muchas noches en vela.

      —Estás en lo cierto —contesté—; últimamente he estado muy ocupado en un asunto que no me ha permitido descansar lo suficiente, como ves; pero espero, y lo espero de verdad, que todas esas preocupaciones hayan terminado… Ya estoy libre, espero.

      Yo estaba temblando mucho; era incapaz de pensar en los sucesos acontecidos la noche anterior, y desde luego ni siquiera podía hablar de ello. Así que caminaba con paso rápido y pronto llegamos a la universidad. Entonces pensé —y aquello me hizo estremecer— que la criatura que yo había abandonado en mis aposentos aún podía estar allí, viva y deambulando sin rumbo. Yo temía verlo, pero temía aún más que Henry pudiera descubrir al monstruo. Así que le rogué que permaneciera unos minutos al pie de la escalera, y subí corriendo a mi habitación. Antes de recobrarme del esfuerzo, ya tenía la mano en el picaporte, pero me detuve, y un escalofrío me estremeció. Abrí la puerta, de un golpe, como los niños que esperan encontrar a un fantasma aguardándolos al otro lado. Pero no había nadie. Avancé temerosamente… la sala estaba vacía, y mi dormitorio también estaba libre de aquel espantoso huésped. Apenas podía creer que hubiera tenido tanta suerte; pero cuando me aseguré de que mi enemigo realmente había huido, aplaudí de alegría y bajé corriendo para recoger a Henry.

      Subimos a mi habitación y luego el criado trajo el desayuno: pero yo no podía contenerme. No era solo alegría lo que me embargaba; sentía que mi piel hormigueaba con un exceso de sensibilidad, y mi pulso latía violentamente. Era incapaz de quedarme quieto; saltaba sobre las sillas, aplaudía, y me reía a carcajadas. Al principio, Clerval atribuyó mi inusual estado de ánimo a la alegría por su llegada; pero cuando me observó más atentamente, vio una locura en mis ojos en la que no había reparado; y mis carcajadas destempladas y desenfrenadas lo asustaron y sorprendieron.

      —Mi querido Frankenstein… —gritó—, por el amor de Dios, ¿qué ocurre? No te rías así. ¡Estás muy enfermo…! ¿Cuál es la causa de todo esto?

      —No me preguntes —grité, cubriéndome los ojos con las manos, pues pensé que había visto al espectro entrando en la habitación—. ¡Él te lo dirá! ¡Oh, sálvame! ¡Sálvame…!

      Imaginé que el monstruo me sujetaba; luché furiosamente y me derrumbé preso de un ataque de nervios.

      ¡Pobre Clerval! ¿Qué debió de pensar? El reencuentro, que él había esperado con tanta alegría, se tornaba de aquel modo tan extraño en amargura. Pero yo no fui testigo de su pena, porque estaba inconsciente y no recobré el conocimiento hasta mucho, mucho tiempo después.

      CAPÍTULO 8

      Aquello fue el comienzo de unas fiebres nerviosas que me tuvieron recluido en cama durante varios meses. Durante todo ese tiempo, solo Henry se ocupó de mí. Después averigüé que, sabiendo que mi padre era muy mayor y que no le sentaría bien un viaje tan largo, y lo mucho que mi dolencia afectaría a Elizabeth, Henry les había ahorrado ese sufrimiento ocultándoles la verdadera dimensión de mi enfermedad. Él sabía que nadie me cuidaría con más cariño y atención que él mismo; y, convencido de que me recuperaría, estaba seguro de que su actuación no había constituido en absoluto un perjuicio, sino lo mejor que podía hacer por ellos.

      Pero yo estaba realmente muy enfermo, y seguramente nada, salvo las constantes y continuas atenciones de mi amigo, podría haberme devuelto a la vida. Siempre tenía ante mí la figura del monstruo al que yo había insuflado vida, y aparecía en mis delirios constantemente. Sin duda, mis palabras sorprendieron a Henry: al principio pensó que eran divagaciones de mi imaginación desordenada; pero la insistencia con la cual constantemente recurría al mismo tema le convenció de que mi trastorno tenía su origen en algún suceso insólito y terrible.

      Muy poco a poco, y con frecuentes recaídas que asustaban e inquietaban a mi amigo, me fui recuperando. Recuerdo que la primera vez que fui capaz de observar las cosas de la calle con cierto placer, me di cuenta de que las hojas caídas habían desaparecido y que los tallos verdes comenzaban a brotar en los árboles. Fue una primavera maravillosa y la estación sin duda contribuyó en buena medida a mejorar mi salud durante mi convalecencia. También sentí que se reavivaban en mi pecho sentimientos de alegría y cariño, mi pesadumbre desaparecía, y muy pronto volví a estar tan alegre como antes de sufrir aquella fatal obsesión.

      —Queridísimo Clerval —dije—, qué bueno y qué amable has sido conmigo. Todo el invierno, en vez de emplearlo en el estudio, tal y como habías planeado, lo has malgastado en mi habitación de enfermo… ¿Cómo podré recompensártelo? Lamento muchísimo haber sido la causa de este desastre. Espero que me perdones…

      —Me lo recompensarás si no vuelves a enfermar —replicó Henry—, y ponte bueno cuanto antes. Y puesto que pareces de buen humor, quizá pueda hablarte de una cosa, ¿te importa?

      Temblé. ¡Una cosa…! ¿Qué podría ser? ¿Podría estarse refiriendo a una cosa en la cual ni siquiera me atrevía a pensar?

      —No te pongas nervioso —dijo Clerval, que se dio cuenta de que yo palidecía—. No diré nada si te inquieta. Pero tu padre y tu prima se alegrarían mucho si recibieran una carta tuya y de tu puño y letra. Ni siquiera sospechan lo enfermo que has estado y están preocupados por tu largo silencio.

      —¿Eso es todo? —dije sonriendo—. Mi querido Henry, ¿cómo puedes imaginar que mis primeros pensamientos no estarían dedicados a aquellos seres queridos a quienes tanto amo y que tanto merecen mi amor?

      —Dado que te veo tan animado —dijo Henry—, te encantará ver una carta que ha estado ahí desde hace algunos días; es de tu prima, creo.

      Entonces puso la siguiente carta en mis manos:

      PARA V. FRANKENSTEIN

      Ginebra, 18 de marzo de 17**

      Querido primo:

      No puedo describirte la inquietud que tenemos todos por tu salud. No podemos evitar imaginar que tu amigo Clerval nos está ocultando la verdadera gravedad de tu enfermedad, porque hace ya varios