hecho, tenía muy pocos conocimientos de religión y pensaba que todo lo que me había sucedido respondía al azar o, como decimos por ahí, a la voluntad de Dios, sin indagar en las intenciones de la Providencia en estas cosas o en su poder para gobernar los asuntos del mundo. Mas cuando vi crecer aquel grano, en un clima que sabía inadecuado para los cereales y, sobre todo, sin saber cómo había llegado hasta allí, me sentí extrañamente sobrecogido y comencé a creer que Dios había hecho que este grano creciera milagrosamente, sin que nadie lo hubiese sembrado, únicamente para mi sustento en ese miserable lugar.
Esto me llegó al corazón y me hizo llorar y regocijarme porque semejante prodigio de la naturaleza se hubiera obrado en mi beneficio; y más asombroso aún fue ver que cerca de la cebada, a todo lo largo de la roca, brotaban desordenadamente otros tallos, que eran de arroz pues lo reconocí por haberlos visto en las costas de África.
No solo pensé que todo esto era obra de la Providencia, que me estaba ayudando, sino que no dudé que encontraría más en otro sitio y recorrí toda la parte de la isla en la que había estado antes, escudriñando todos los rincones y debajo de todas las rocas, en busca de más, pero no pude encontrarlo. Al final, recordé que había sacudido la bolsa de comida para los pollos en ese lugar y el asombro comenzó a disiparse. Debo confesar también que mi piadoso agradecimiento a la Providencia divina disminuyó cuando comprendí que todo aquello no era más que un acontecimiento natural. No obstante, debía estar agradecido por tan extraña e imprevista providencia, como si de un milagro se tratase, pues, en efecto, fue obra de la Providencia que esos diez o doce granos no se hubiesen estropeado (cuando las ratas habían destruido el resto) como si hubiesen caído del cielo. Además, los había tirado precisamente en ese lugar donde, bajo la sombra de una gran roca, pudieron brotar inmediatamente, mientras que si los hubiese tirado en cualquier otro lugar, en esa época del año se habrían quemado o destruido.
Con mucho cuidado recogí las espigas en la estación adecuada, a finales de junio, conservé todo el grano y decidí cosecharlo otra vez con la esperanza de tener, con el tiempo, suficiente grano para hacer pan. Pero pasaron cuatro años antes de que pudiera comer algún grano y, aun así, escasamente, como relataré más tarde, pues perdí la primera cosecha por no esperar el tiempo adecuado y sembrar antes de la estación seca, de manera que el grano no llegó a crecer, al menos no como lo habría hecho si lo hubiese sembrado en el momento propicio.
Además de la cebada, había unos veinte o treinta tallos de arroz, que conservé con igual cuidado para los mismos fines, es decir, para hacer pan o, más bien, comida ya que encontré la forma de cocinarlo sin hornearlo aunque esto también lo hice más adelante. Más volvamos a mi diario. Trabajé arduamente durante estos tres o cuatro meses para levantar mi muro y el 14 de abril lo cerré, no con una puerta sino con una escalera que pasaba por encima del muro para que no se vieran rastros de mi vivienda desde el exterior.
16 de abril. Terminé la escalera de manera que podía subir por ella hasta arriba y bajarla tras de mí hasta el interior. Esto me proveía una protección completa, pues por dentro tenía suficiente espacio pero nada podía entrar desde fuera, a no ser que escalara el muro.
Al día siguiente, después de terminar todo esto, estuve a punto de perder el fruto de todo mi trabajo y mi propia vida de la siguiente manera: el caso fue el siguiente, mientras trabajaba en el interior, detrás de mi tienda y justo en la entrada de mi cueva, algo verdaderamente aterrador me dejó espantado y fue que, de repente, comenzó a desprenderse sobre mi cabeza la tierra del techo de mi cueva y del borde de la roca y dos de los postes que había colocado crujieron tremebundamente. Sentí verdadero pánico porque no tenía idea de qué podía estar ocurriendo, tan solo pensaba que el techo de mi cueva se caía, como lo había hecho antes.
Temiendo quedar sepultado dentro, corrí hacia mi escalera pero como tampoco me sentía seguro haciendo esto, escalé el muro por miedo a que los trozos que se desprendían de la roca me cayeran encima. No bien había pisado tierra firme cuando vi claramente que se trataba de un terrible terremoto porque el suelo sobre el que pisaba se movió tres veces en menos de ocho minutos, con tres sacudidas que habrían derribado el edificio más resistente que se hubiese construido sobre la faz de la tierra. Un gran trozo de la roca más próxima al mar, que se encontraba como a una milla de donde yo estaba, cayó con un estrépito como nunca había escuchado en mi vida. Me di cuenta también de que el mar se agitó violentamente y creo que las sacudidas eran más fuertes debajo del agua que en la tierra.
Como nunca había experimentado algo así, ni había hablado con nadie que lo hubiese hecho, estaba como muerto o pasmado y el movimiento de la tierra me afectaba el estómago como a quien han arrojado al mar. Mas el ruido de la roca al caer, me despertó, por así decirlo, y, sacándome del estupor en el que me encontraba me infundió terror y ya no podía pensar en otra cosa que en la colina que caía sobre mi tienda y sobre todas mis provisiones domésticas, cubriéndolas totalmente, lo cual me sumió en una profunda tristeza.
Después de la tercera sacudida no volví a sentir más y comencé a armarme de valor aunque aún no tenía las fuerzas para trepar por mi muro, pues temía ser sepultado vivo. Así pues, me quedé sentado en el suelo, abatido y desconsolado, sin saber qué hacer. En todo este tiempo, no tuve el menor pensamiento religioso, nada que no fuese la habitual súplica: Señor, ten piedad de mí. Más cuando todo terminó, lo olvidé también.
Mientras estaba sentado de este modo, me percaté de que el cielo se oscurecía y nublaba como si fuera a llover. Al poco tiempo, el viento se fue levantando hasta que, en me nos de media hora, comenzó a soplar un huracán espantoso. De repente, el mar se cubrió de espuma, las olas anegaron la playa y algunos árboles cayeron de raíz; tan terrible fue la tormenta; y esto duró casi tres horas hasta que empezó a amainar y, al cabo de dos horas, todo se quedó en calma y comenzó a llover copiosamente.
Todo este tiempo permanecí sentado sobre la tierra, aterrorizado y afligido, hasta que se me ocurrió pensar que los vientos y la lluvia eran las consecuencias del terremoto y, por lo tanto, el terremoto había pasado y podía intentar regresar a mi cueva. Esta idea me reanimó el espíritu y la lluvia terminó de persuadirme; así, pues, fui y me senté en mi tienda pero la lluvia era tan fuerte que mi tienda estaba a punto de desplomarse por lo que tuve que meterme en mi cueva, no sin el temor y la angustia de que me cayera encima.
Esta violenta lluvia me forzó a realizar un nuevo trabajo: abrir un agujero a través de mi nueva fortificación, a modo de sumidero para que las aguas pudieran correr, pues, de lo contrario, habrían inundado la cueva. Después de un rato, y viendo que no había más temblores de tierra, empecé a sentirme más tranquilo y para reanimarme, que mucha falta me hacía, me llegué hasta mi pequeña bodega y me tomé un trago de ron, cosa que hice en ese momento y siempre con mucha prudencia porque sabía que, cuando se terminara, ya no habría más.
Siguió lloviendo toda esa noche y buena parte del día siguiente, por lo que no pude salir; pero como estaba más sosegado, comencé a pensar en lo mejor que podía hacer y llegué a la conclusión de que si la isla estaba sujeta a estos terremotos, no podría vivir en una cueva sino que debía considerar hacerme una pequeña choza en un espacio abierto que pudiera rodear con un muro como el que había construido para protegerme de las bestias salvajes y los hombres. Deduje que si me quedaba donde estaba, con toda seguridad, sería sepultado vivo tarde o temprano.
Con estos pensamientos, decidí sacar mi tienda de donde la había puesto, que era justo debajo del peñasco colgante de la colina, el cual le caería encima si la tierra volvía a temblar. Pasé los dos días siguientes, que eran el 19 y el 20 de abril, calculando dónde y cómo trasladar mi vivienda.
El miedo a quedar enterrado vivo no me dejó volver a dormir tranquilo pero el miedo a dormir fuera, sin ninguna protección, era casi igual. Cuando miraba a mi alrededor y lo veía todo tan ordenado, tan cómodo y tan seguro de cualquier peligro, sentía muy pocas ganas de mudarme. Mientras tanto, pensé que me tomaría mucho tiempo hacer esto y que debía correr el riesgo de quedarme donde estaba hasta que hubiese hecho un campamento seguro para trasladarme. Con esta resolución me tranquilicé por un tiempo y resolví ponerme a trabajar a toda prisa en la construcción de un muro con pilotes y cables, como el que había hecho antes, formando un círculo, dentro del cual montaría mi