Daniel Defoe

Robinson Crusoe


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los cabos finos y las sogas que hallé, un trozo de lona, previsto para remendar las velas cuando fuera necesario, y el barril de pólvora que se había mojado. En pocas palabras, me traje todas las velas, desde la primera hasta la última, cortadas en trozos, para transportar tantas como me fuera posible en un solo viaje, puesto que ya no servían como velas sino simplemente como tela.

      Me sentí más satisfecho aún, cuando, al cabo de cinco o seis viajes, como los que he descrito, convencido de que ya no había en el barco nada más que valiese la pena rescatar, encontré un tonel de pan, tres barriles de ron y licor, una caja de azúcar y un barril de harina. Este hallazgo me sorprendió mucho, pues no esperaba encontrar más provisiones, excepto las que se habían estropeado con el agua. Vacié el tonel de pan, envolví los trozos, uno por uno, con los pedazos de tela que había cortado de las velas y lo llevé todo a tierra sano y salvo.

      Al día siguiente hice otro viaje y como ya había saqueado el barco de todo lo que podía transportar, seguí con los cables. Corté los más gruesos en trozos, de un tamaño proporcional a mis fuerzas y, así, llevé dos cables y un cabo a la orilla, junto con todos los herrajes que pude encontrar. Corté, además el palo de trinquete y todo lo que me sirviera para construir una balsa grande, que cargué con todos esos objetos pesados y me, marché. Mas, mi buena suerte comenzaba a abandonarme, pues, la balsa era tan difícil de manejar y estaba tan sobrecargada, que, cuando entré en la pequeña rada en la que había desembarcado las demás provisiones, no pude gobernarla tan fácilmente como la otra y se volcó, arrojándome al agua con todo mi cargamento. A mí no me pasó casi nada, pues estaba cerca de la orilla, pero la mayor parte de mi cargamento cayó al agua, especialmente el hierro, que según había pensado, me sería de gran utilidad. No obstante, cuando bajó la marea, pude rescatar la mayoría de los cables y parte del hierro, haciendo un esfuerzo infinito, pues tenía que sumergirme para sacarlos del agua y esta actividad me causaba mucha fatiga. Después de esto, volví todos los días al barco y fui trayendo todo lo que pude.

      Hacía trece días que estaba en tierra y había ido once veces al barco. En este tiempo, traje todo lo que un solo par de manos era capaz de transportar, aunque no dudo que, de haber continuado el buen tiempo, habría traído el barco entero a pedazos. Mientras me preparaba para el duodécimo viaje, me di cuenta de que el viento comenzaba a soplar con más fuerza. No obstante, cuando bajó la marea, volví hasta el barco. Cuando creía haber saqueado tan a fondo el camarote, que ya no hallaría nada más de valor, aún descubrí un casillero con cajones, en uno de los cuales había dos o tres navajas, un par de tijeras grandes y diez o doce tenedores y cuchillos buenos. En otro de los cajones, encontré cerca de treinta y seis libras en monedas europeas y brasileñas y en piezas de a ocho, y un poco de oro y de plata.

      Cuando vi el dinero sonreí y exclamé:

      -¡Oh, droga!, ¿para qué me sirves? No vales nada para mí; ni siquiera el esfuerzo de recogerte del suelo. Cualquiera de estos cuchillos vale más que este montón de dinero. No tengo forma de utilizarte, así que, quédate donde estás y húndete como una criatura cuya vida no vale la pena salvar. Sin embargo, cuando recapacité, lo cogí y lo envolví en un pedazo de lona. Pensaba construir otra balsa pero cuando me dispuse a hacerlo, advertí que el cielo se había cubierto y el viento se había levantado. En un cuarto de hora comenzó a soplar un vendaval desde la tierra y pensé que sería inútil pretender hacer una balsa, si el viento venía de la tierra. Lo mejor que podía hacer era marcharme antes de que subiera la marea pues, de lo contrario, no iba a poder llegar a la orilla. Por lo tanto, me arrojé al agua y crucé a nado el canal que se extendía entre el barco y la arena, con mucha dificultad, en parte, por el peso de las cosas que llevaba conmigo y, en parte, por la violencia del agua, agitada por el viento, que cobraba fuerza tan rápidamente, que, antes de que subiera la marea, se había convertido en tormenta.

      No obstante, pude llegar a salvo a mi tienda, donde me puse a resguardo, rodeado de todos mis bienes. El viento sopló con fuerza toda la noche y, en la mañana, cuando salí a mirar, el barco había desaparecido. Al principio sentí cierta turbación pero luego me consolé pensando que no había perdido tiempo ni escatimado esfuerzos para rescatar del barco todo lo que pudiera servirme; en realidad, era muy poco lo que había quedado, que habría podido sacar, si hubiese tenido más tiempo.

      Por tanto, dejé de pensar en el barco o en cualquier cosa que hubiese en él, a excepción de aquello que llegase a la orilla, como ocurrió con algunas de sus partes, que no me sirvieron de mucho.

      Mi única preocupación era protegerme de los salvajes, si llegaban a aparecer, y de las bestias, si es que había alguna en la isla. Pensé mucho en la mejor forma de hacerlo y, en especial, el tipo de morada que debía construir, ya fuera excavando una cueva en la tierra o levantando una tienda. En poco tiempo decidí que haría ambas y no me parece impropio describir detalladamente cómo las hice.

      Me di cuenta en seguida de que el sitio donde me encontraba no era el mejor para instalarme, pues estaba sobre un terreno pantanoso y bajo, muy próximo al mar, que no me parecía adecuado, entre otras cosas, porque no había agua fresca en los alrededores. Así, pues, decidí que me buscaría un lugar más saludable y conveniente.

      Procuré que el lugar cumpliera con ciertas condiciones indispensables: en primer lugar, sanidad y agua fresca, como acabo de mencionar; en segundo lugar, resguardo del calor del sol; en tercer lugar, protección contra criaturas hambrientas, fueran hombres o animales; y, en cuarto lugar, vista al mar, a fin de que, si Dios enviaba algún barco, no perdiera la oportunidad de salvarme, pues aún no había renunciado a la esperanza de que esto ocurriera.

      Mientras buscaba un sitio propicio, encontré una pequeña planicie en la ladera de una colina. Una de sus caras descendía tan abruptamente sobre la planicie, que parecía el muro de una casa, de modo que nada podría caerme encima desde arriba. En la otra cara, había un hueco que se abría como la entrada o puerta de una cueva, aunque allí no hubiese, en realidad, cueva alguna ni entrada a la roca.

      Decidí montar mi tienda en la parte plana de la hierba, justo antes de la cavidad. Esta planicie no tenía más de cien yardas de ancho y casi el doble de largo y se extendía como un prado desde mi puerta, descendiendo irregularmente hasta la orilla del mar. Estaba en el lado nor-noroeste de la colina, de modo que me protegía del calor durante todo el día, hasta que el sol se colocaba al sudoeste, lo cual, en estas tierras, significa que está próximo a ponerse.

      Antes de montar mi tienda, tracé un semicírculo delante de la cavidad, de un radio aproximado de diez yardas hasta la roca y un diámetro de veinte yardas de un extremo al otro.

      En este semicírculo, enterré dos filas de estacas fuertes, hundiéndolas por un extremo en la tierra hasta que estuvieran firmes como pilares, de manera que, sus puntas afiladas sobresalieran cinco pies y medio desde el suelo. Entre ambas filas no había más de seis pulgadas.

      Entonces tomé los trozos de cable que había cortado en el barco y los coloqué, uno sobre otro, dentro del círculo, entre las dos filas de estacas hasta llegar a la punta. Sobre estos, apoyé otros palos, de casi dos pies y medio de altura, a modo de soporte. De este modo, construí una verja tan fuerte, que no habría hombre ni bestia capaz de saltarla o derribarla. Esto me tomó mucho tiempo y esfuerzo, en particular, cortar las estacas en el bosque y clavarlas en la tierra.

      Para entrar a este lugar, no hice una puerta, sino una pequeña escalera para pasar por encima de la empalizada. Cuando estaba dentro, la levantaba tras de mí y me quedaba completamente encerrado y a salvo de todo el mundo, por lo que podía dormir tranquilo toda la noche, cosa que, de lo contrario, no habría podido hacer, aunque, según comprobé después, no tenía necesidad de tomar tantas precauciones contra los enemigos a los que tanto temía.

      Con mucho trabajo, metí dentro de esta verja o fortaleza todas mis provisiones, municiones y propiedades de las que he hecho mención anteriormente y me hice una gran tienda doble para protegerme de las lluvias, que en determinadas épocas del año son muy fuertes. En otras palabras, hice una tienda más pequeña dentro de una más grande y esta última la cubrí con el alquitrán que había rescatado con las velas.

      Ya no dormía en la cama que había rescatado, sino en una hamaca muy buena, que había pertenecido