corriente y, en consecuencia, que me encontraría con un estuario, o un río, que me sirviera de puerto para desembarcar con mi cargamento.
Tal como había imaginado, apareció ante mí una pequeña apertura en la tierra y una fuerte corriente que me impulsaba hacia ella. Traté de controlar la balsa lo mejor que pude para mantenerme en el medio del cauce, pero estuve a punto de sufrir un segundo naufragio, que me habría destrozado el corazón. Como no conocía la costa, uno de los extremos de mi balsa se encalló en un banco y, poco faltó, para que la carga se deslizara hacia ese lado y cayera al agua. Traté con todas mis fuerzas de sostener los arcones con la espalda, a fin de mantenerlos en su sitio, pero no era capaz de desencallar la balsa ni de cambiar de postura. Me mantuve en esa posición durante casi media hora, hasta que la marea subió lo suficiente para nivelar y desencallar la balsa. Entonces la impulsé con el remo hacia el canal y seguí subiendo hasta llegar a la desembocadura de un pequeño río, entre dos orillas, con una buena corriente que impulsaba la balsa hacia la tierra. Miré hacia ambos lados para buscar un lugar adecuado donde desembarcar y evitar que el río me subiera demasiado, pues tenía la esperanza de ver algún barco en el mar y, por esto, quería mantenerme tan cerca de la costa como pudiese.
A lo lejos, advertí una pequeña rada en la orilla derecha del río, hacia la cual, con mucho trabajo y dificultad, dirigí la balsa hasta acercarme tanto que, apoyando el remo en el fondo, podía impulsarme hasta la tierra. Mas, nuevamente, corría el riesgo de que mi cargamento cayera al agua porque la orilla era muy escarpada, es decir, tenía una pendiente muy pronunciada, y no hallaba por dónde desembarcar, sin que uno de los extremos de la balsa, encajándose en la tierra, la desnivelara y pusiera mi cargamento en peligro como antes. Lo único que podía hacer era esperar a que la marea subiera del todo, sujetando la balsa con el remo, a modo de ancla, para mantenerla paralela a una parte plana de la orilla que, según mis cálculos, quedaría cubierta por el agua; y así ocurrió. Tan pronto hubo agua suficiente, pues mi balsa tenía un calado de casi un pie, la impulsé hacia esa parte plana de la orilla y ahí la sujeté, enterrando mis dos remos rotos en el fondo; uno en uno de los extremos de la balsa, y el otro, en el extremo diametralmente opuesto. Así estuve hasta que el agua se retiró y mi balsa, con todo su cargamento, quedaron sanos y salvos en tierra.
Mi siguiente tarea era explorar el lugar y buscar un sitio adecuado para instalarme y almacenar mis bienes, a fin de que estuvieran seguros ante cualquier eventualidad. No sabía aún dónde estaba; ni si era un continente o una isla, si estaba poblado o desierto, ni si había peligro de animales salvajes. Una colina se erguía, alta y empinada, a menos de una milla de donde me hallaba, y parecía elevarse por encima de otras colinas, que formaban una cordillera en dirección al norte. Tomé una de las escopetas de caza, una de las pistolas y un cuerno de pólvora y, armado de esta sazón, me dispuse a llegar hasta la cima de aquella colina, a la que llegué con mucho trabajo y dificultad para descubrir mi penosa suerte; es decir, que me encontraba en una isla rodeada por el mar, sin más tierra a la vista que unas rocas que se hallaban a gran distancia y dos islas, aún más pequeñas, que estaban como a tres leguas hacia el oeste.
Descubrí también que la isla en la que me hallaba era estéril y tenía buenas razones para suponer que estaba deshabitada, excepto por bestias salvajes, de las cuales aún no había visto ninguna. Vi una gran cantidad de aves pero no sabía a qué especie pertenecían ni cuáles serían comestibles, en caso de que pudiera matar alguna. A mi regreso, le disparé a un pájaro enorme que estaba posado sobre un árbol, al lado de un bosque frondoso y no dudo que fuera la primera vez que allí se disparaba un arma desde la creación del mundo, pues, tan pronto como sonó el disparo, de todas partes del bosque se alzaron en vuelo innumerables aves de varios tipos, creando una confusa gritería con sus diversos graznidos; mas, no podía reconocer ninguna especie. En cuanto al pájaro que había matado, tenía el picó y el color de un águila pero sus garras no eran distintas a las de las aves comunes y su carne era una carroña, absolutamente incomestible.
Complacido con este descubrimiento, regresé a mi balsa y me puse a llevar mi cargamento a la orilla, lo cual me tomó el resto del día. Cuando llegó la noche, no sabía qué hacer ni dónde descansar, pues tenía miedo de acostarme en la tierra y que viniera algún animal salvaje a devorarme aunque, según descubrí más tarde, eso era algo por lo que no tenía que preocuparme.
No obstante, me atrincheré como mejor pude, con los arcones y las tablas que había traído a la orilla, e hice una especie de cobertizo para albergarme durante la noche. En cuanto a la comida, no sabía cómo conseguirla; había visto sólo dos o tres animales, parecidos a las liebres, que habían salido del bosque cuando le disparé al pájaro.
Comencé a pensar que aún podía rescatar muchas cosas útiles del barco, en especial, aparejos, velas, y cosas por el estilo, y traerlas a tierra. Así, pues, resolví regresar al barco, si podía. Sabiendo que la primera tormenta que lo azotara, lo rompería en pedazos, decidí dejar de lado todo lo demás, hasta que hubiese rescatado del barco todo lo que pudiera. Entonces llamé a consejo, es decir, en mi propia mente, para decidir si debía volver a utilizar la balsa; mas no me pareció una idea factible. Volvería, como había hecho antes, cuando bajara la marea, y así lo hice, solo que esta vez me desnudé antes de salir del cobertizo y me quedé solamente con una camisa a cuadros, unos pantalones de lino y un par de escarpines.
Subí al barco, del mismo modo que la vez anterior, y preparé una segunda balsa. Mas, como ya tenía experiencia, no la hice tan difícil de manejar, ni la cargué tanto como la primera, sino que me llevé las cosas que me parecieron más útiles. En el camarote del carpintero, encontré dos o tres bolsas llenas de clavos y pasadores, un gran destornillador, una o dos docenas de hachas y, sobre todo, un artefacto muy útil que se llama yunque. Lo amarré todo, junto con otras cosas que pertenecían al artillero, tales como dos o tres arpones de hierro, dos barriles de balas de mosquete, siete mosquetes, otra escopeta para cazar, un poco más de pólvora, una bolsa grande de balas pequeñas y un gran rollo de lámina de plomo. Pero esto último era tan pesado, que no pude levantarlo para sacarlo por la borda.
Aparte de estas cosas, cogí toda la ropa de los hombres que pude encontrar, una vela de proa de repuesto, una hamaca y ropa de cama. De este modo, cargué mi segunda balsa y, para mi gran satisfacción, pude llevarlo todo a tierra sano y salvo.
Durante mi ausencia, temía que mis provisiones pudieran ser devoradas en la orilla pero cuando regresé, no encontré huellas de ningún visitante. Solo un animal, que parecía un gato salvaje, estaba sentado sobre uno de los arcones y cuando me acerqué, corrió hasta un lugar no muy distante y allí se quedó quieto. Estaba sentado con mucha compostura y despreocupación y me miraba fijamente a la cara, como si quisiera conocerme. Le apunté con mi pistola pero no entendió lo que hacía pues no dio muestras de preocupación ni tampoco hizo ademán de huir. Entonces le tiré un pedazo de galleta, de las que, por cierto, no tenía demasiadas, pues mis provisiones eran bastante escasas; como decía, le arrojé un pedazo y se acercó, lo olfateó, se lo comió, y se quedó mirando, como agradecido y esperando a que le diera más. Le di a entender cortésmente que no podía darle más y se marchó.
Después de desembarcar mi segundo cargamento, aunque me vi obligado a abrir los barriles de pólvora y trasladarla poco a poco, pues estaba en unos cubos muy grandes, que pesaban demasiado, me di a la tarea de construir una pequeña tienda, con la vela y algunos palos que había cortado para ese propósito. Dentro de la tienda, coloqué todo lo que se podía estropear con la lluvia o el sol y apilé los arcones y barriles vacíos en círculo alrededor de la tienda para defenderla de cualquier ataque repentino de hombre o de animal.
Cuando terminé de hacer esto, bloqueé la puerta de la tienda por dentro con unos tablones y por fuera con un arcón vació. Extendí uno de los colchones en el suelo y, con dos pistolas a la altura de mi cabeza y una escopeta al alcance de mi brazo, me metí en cama por primera vez. Dormí tranquilamente toda la noche, pues me sentía pesado y extenuado de haber dormido poco la noche anterior y trajinado arduamente todo el día, sacando las cosas del barco y trayéndolas hasta la orilla.
Tenía el mayor almacén que un solo hombre hubiese podido reunir jamás, pero no me sentía a gusto, pues pensaba que, mientras el barco permaneciera erguido, debía rescatar de él todo lo que