Daniel Defoe

Robinson Crusoe


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de sitio me encontraba y qué debía hacer. Muy pronto, la sensación de alivio se desvaneció y comprendí que me había salvado para mi mal, pues estaba empapado y no tenía ropas para cambiarme, no tenía nada que comer o beber para reponerme, ni tenía alternativa que no fuese morir de hambre o devorado por las bestias salvajes. Peor aún, tampoco tenía ningún arma para cazar o matar algún animal para mi sustento, ni para defenderme de cualquier criatura que quisiera matarme para el suyo. En suma, no tenía nada más que un cuchillo, una pipa y un poco de tabaco en una caja. Estas eran mis únicas provisiones y, al comprobarlo, sentí tal tribulación, que durante un rato no hice otra cosa que correr de un lado a otro como un loco. Al acercarse la noche, empecé a angustiarme por lo que sería de mí si en esa tierra había bestias hambrientas, sabiendo que durante la noche suelen salir en busca de presas.

      La única solución que se me ocurrió fue subirme a un árbol frondoso, parecido a un abeto pero con espinas, que se erguía cerca de mí y donde decidí pasar la noche, pensando en el tipo de muerte que me aguardaba al día siguiente, ya que no veía cómo iba a poder sobrevivir allí. Caminé como un octavo de milla, buscando agua fresca para beber y, finalmente, la conseguí, lo cual me causó una inmensa alegría. Después de beber, me eché un poco de tabaco a la boca, para quitarme el hambre y regresé al árbol. Mientras me encaramaba, busqué un lugar de donde no me cayera si me quedaba dormido. Corté un palo corto, a modo de porra, para defenderme, me subí a mi alojamiento y, de puro agotamiento, me quedé dormido. Esa noche dormí tan cómodamente como, según creo, pocos hubieran podido hacerlo en semejantes condiciones y logré descansar como nunca en mi vida.

      Capítulo 4 LA ISLA DESIERTA

      Cuando desperté era pleno día, el tiempo estaba claro y, una vez aplacada la tormenta, el mar no estaba tan alto ni embravecido como antes. Sin embargo, lo que me sorprendió más fue descubrir que, al subir la marea, el barco se había desencallado y había ido a parar a la roca que mencioné al principio, contra la que me había golpeado al estrellarme. Estaba a menos de una milla de la orilla donde me encontraba y, como me pareció que estaba bien erguido, me entraron unos fuertes deseos de llegarme hasta él, al menos para rescatar algunas cosas que pudieran servirme.

      Cuando bajé de mi alojamiento en el árbol, miré nuevamente a mi alrededor y lo primero que vi fue el bote tendido en la arena, donde el mar y el viento lo habían arrastrado, como a dos millas a la derecha de donde me hallaba. Caminé por la orilla lo que pude para llegar a él, pero me encontré con una cala o una franja de mar, de casi media milla de ancho, que se interponía entre el bote y yo. Decidí entonces regresar a donde estaba, pues mi intención era llegar al barco, donde esperaba encontrar algo para subsistir.

      Poco después del mediodía, el mar se había calmado y la marea había bajado tanto, que pude llegar a un cuarto de milla del barco. Entonces, volví a sentirme abatido por la pena, pues me di cuenta de que si hubiésemos permanecido en el barco, nos habríamos salvado todos y yo no me habría visto en una situación tan desgraciada, tan solo y desvalido como me hallaba. Esto me hizo saltar las lágrimas nuevamente, mas, como de nada me servía llorar, decidí llegar hasta el barco si podía. Así, pues, me quité las ropas, porque hacía mucho calor, y me metí al agua. Cuando llegué al barco, me encontré con la dificultad de no saber cómo subir, pues estaba encallado y casi totalmente fuera del agua, y no tenía nada de qué agarrarme. Dos veces le di la vuelta a nado y, en la segunda, advertí un pequeño pedazo de cuerda, que me asombró no haber visto antes, que colgaba de las cadenas de proa. Estaba tan baja que, si bien con mucha dificultad, pude agarrarla y subir por ella al castillo de proa. Allí me di cuenta de que el barco estaba desfondado y tenía mucha agua en la bodega, pero estaba tan encallado en el banco de arena dura, más bien de tierra, que la popa se alzaba por encima del banco y la proa bajaba casi hasta el agua. De ese modo, toda la parte posterior estaba en buen estado y lo que había allí estaba seco porque, podéis estar seguros, lo primero que hice fue inspeccionar qué se había estropeado y qué permanecía en buen estado. Lo primero que vi fue que todas las provisiones del barco estaban secas e intactas y, como estaba en buena disposición para comer, entré en el depósito de pan y me llené los bolsillos de galletas, que fui comiendo, mientras hacía otras cosas, pues no tenía tiempo que perder. También encontré un poco de ron en el camarote principal, del que bebí un buen trago, pues, ciertamente me hacía falta, para afrontar lo que me esperaba. Lo único que necesitaba era un bote para llevarme todas las cosas que, según preveía, iba a necesitar.

      Era inútil sentarse sin hacer nada y desear lo que no podía llevarme y esta situación extrema avivó mi ingenio. Teníamos varias vergas, dos o tres palos y uno o dos mástiles de repuesto en el barco. Decidí empezar por ellos y lancé por la borda los que pude, pues eran muy pesados, amarrándolos con una cuerda para que no se los llevara la corriente. Hecho esto, me fui al costado del barco y, tirando de ellos hacia mí, amarré cuatro de ellos por ambos extremos, tan bien como pude, a modo de balsa. Les coloqué encima dos o tres tablas cortas atravesadas y vi que podía caminar fácilmente sobre ellas, aunque no podría llevar demasiado peso, pues eran muy delgadas. Así, pues, puse manos a la obra nuevamente y, con una sierra de carpintero, corté un mástil de repuesto en tres pedazos que los añadí a mi balsa. Pasé muchos trabajos y dificultades, pero la esperanza de conseguir lo que me era necesario, me dio el estímulo para hacer más de lo que habría hecho en otras circunstancias.

      La balsa ya era lo suficientemente resistente como para soportar un peso razonable. Lo siguiente era decidir con qué cargarla y cómo proteger del agua lo que pusiera sobre ella, lo cual no me tomó mucho tiempo resolver. En primer lugar, puse todas las tablas que pude encontrar. Después de reflexionar sobre lo que necesitaba más, agarré tres arcones de marinero, los abrí y vacié, y los bajé hasta mi balsa; el primero lo llené de alimentos, es decir, pan, arroz, tres quesos holandeses, cinco pedazos de carne seca de cabra, de la cual nos habíamos alimentado durante mucho tiempo, y un sobrante de grano europeo, que habíamos reservado para unas aves que traíamos a bordo y que ya se habían matado. Había también algo de cebada y trigo pero, para mi gran decepción, las ratas se lo habían comido o estropeado casi en su totalidad. Encontré varias botellas de alcohol, que pertenecían al capitán, entre las que había un poco de licor y como cinco o seis galones de raque, todo lo cual, coloqué sin más en la balsa, pues no había necesidad de meterlo en los arcones, ni espacio para hacerlo. Mientras hacía esto, noté que la marea comenzaba a subir, aunque el mar estaba en calma y me mortificó ver que mi chaqueta, la camisa y el chaleco que había dejado en la arena, se alejaban flotando; en cuanto a los pantalones, que eran de lino y abiertos en las rodillas, me los había dejado puestos cuando me lancé a nadar hacia el barco y, asimismo, los calcetines. No obstante, esto me obligó a buscar ropa, que encontré en abundancia, aunque solo cogí la que iba a usar inmediatamente, pues había otras cosas que me interesaban más, como, por ejemplo, las herramientas. Después de mucho buscar, encontré el arcón del carpintero que, ciertamente, era un botín de gran utilidad y mucho más valioso, en esas circunstancias, que todo un buque cargado de oro. Lo puse en la balsa, tal y como lo había encontrado, sin perder tiempo en ver lo que contenía, ya que, más o menos, lo sabía.

      Luego procuré abastecerme de municiones y armas. Había dos pistolas y dos escopetas de caza muy buenas en el camarote principal. Las cogí inmediatamente, así como algunos cuernos de pólvora, una pequeña bolsa de balas y dos viejas espadas mohosas. Sabía que había tres barriles de pólvora en el barco pero no sabía dónde los había guardado el artillero. Sin embargo, después de mucho buscar, los encontré; dos de ellos estaban secos y en buen estado y el otro estaba húmedo. Llevé los dos primeros a la balsa, junto con las armas, y, viéndome bien abastecido, comencé a pensar cómo llegar a la orilla sin velas, remos ni timón, sabiendo que la menor ráfaga de viento lo echaría todo a perder.

      Tenía tres cosas a mi favor:

      l. el mar estaba en calma,

      2. la marea estaba subiendo y me impulsaría hacia la orilla,

      3. el poco viento que soplaba me empujaría hacia tierra.

      Así, pues, habiendo encontrado dos o tres remos rotos que pertenecían al barco, dos serruchos, un hacha y un martillo, aparte de lo que