Chris Colfer

Un cuento de magia


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en vano, pues lo único que oyó fue el eco de su voz.

      El rey avanzó con cautela por el castillo en busca de alguien, pero únicamente encontró más y más oscuridad en cada rincón. Aquello le parecía increíblemente perturbador: residía allí desde que era niño, y nunca lo había visto tan desposeído de vida. Miró por cada una de las ventanas junto a las que pasaba, pero la lluvia y la niebla le impedían ver el exterior.

      Por fin, cuando dobló la esquina de un pasillo largo, el rey vio una luz parpadeante en su despacho. La puerta estaba abierta y alguien parecía estar disfrutando del calor de la chimenea. Le habría parecido una imagen muy tentadora, de no ser por las circunstancias tan inquietantes en las que se encontraba. Con cada paso que daba, el corazón le latía con mayor rapidez. Cuando se asomó por la puerta para ver quién o qué lo estaba esperando, el nerviosismo ya se había apoderado de él.

      —¡Ah, mirad! ¡El rey se ha despertado!

      —Al fin.

      —Bueno, bueno, niñas. Debemos mostrarnos respetuosas con Su Majestad.

      Dos niñas y una mujer muy guapa estaban sentadas en el sofá de su estudio. Cuando Campeón XIV entró, se pusieron en pie y le hicieron una reverencia.

      —Su Majestad, es un honor conocerlo —dijo la mujer.

      Llevaba un vestido violeta muy elegante que combinaba con sus inmensos ojos brillantes, y era curioso pero solo llevaba un guante, en el brazo izquierdo. Por detrás de la cabeza, el pelo, oscuro, estaba recogido en un tocado elaborado con todo tipo de flores y plumas, y, por delante, un velo corto le cubría el rostro. Las niñas no parecían tener más de diez años y llevaban unas túnicas blancas y lisas, y un turbante en la cabeza.

      —¿Quién demonios son ustedes? —preguntó el rey.

      —Sí, discúlpeme —dijo la mujer—. Yo soy madame Weatherberry, y ellas mis aprendices, la señorita Tangerina Turkin y la señorita Cielene Lavenders. Espero que no le importe que nos hayamos acomodado en su despacho. Venimos desde muy lejos y no hemos podido resistirnos a disfrutar de un agradable fuego mientras lo esperábamos.

      Madame Weatherberry parecía una mujer muy cercana y carismática. Y era la última persona a la que el rey esperaba ver en su castillo, ahora abandonado, así que, en muchos sentidos, aquella mujer y la situación le resultaron mucho más extrañas. Madame Weatherberry extendió el brazo derecho para estrecharle la mano a Campeón XIV, pero él rechazó el gesto amistoso. Se limitó a mirar de arriba abajo a sus inesperadas huéspedes y a dar un paso atrás.

      Las niñas rieron entre dientes y miraron a su vez a aquel rey paranoico, como si estuvieran viendo su alma y la encontraran graciosa.

      —¡Este es un aposento privado de la residencia real! —las reprendió Campeón—. ¡¿Cómo se atreven a entrar aquí sin permiso?! ¡Podría hacer que las azotaran por esto!

      —Por favor, disculpe nuestra intromisión —dijo madame Weatherberry—. No es algo que solamos hacer, entrar sin permiso en casa de alguien, pero me temo que no hemos tenido otra opción. Verá, llevo mucho tiempo escribiéndole a su secretario, el señor Fellows. Esperaba poder concertar una audiencia con usted, pero, por desgracia, el señor Fellows nunca respondió ninguna de mis cartas; es bastante ineficaz, si me permite decírselo. Tal vez sea hora de sustituirlo, ¿no le parece? En todo caso, hay un asunto muy urgente que me gustaría tratar con usted, por eso estamos aquí.

      —¡¿Cómo ha entrado esta mujer en mi castillo?! —gritó el rey hacia el pasillo desierto—. ¡Maldita sea, ¿dónde demonios se ha metido todo el mundo?!

      —Me temo que sus súbditos no están disponibles en este momento —le informó madame Weatherberry.

      —¿Qué quiere decir con que no están disponibles? —preguntó Campeón XIV con voz ronca.

      —Ah, nada, no se preocupe. Solo se trata de un pequeño hechizo para garantizar nuestra seguridad. Le prometo que todos sus sirvientes y soldados regresarán una vez que terminemos de hablar. Siempre he pensado que las cuestiones diplomáticas son mucho más sencillas de resolver sin distracciones, ¿no cree?

      Madame Weatherberry se dirigía al rey en un tono tranquilo, pero hubo una palabra en particular que hizo que el soberano abriera todavía más los ojos y que le empezara a subir la tensión.

      —¿Hechizo? —El rey cogió aire antes de continuar—: Usted es..., es... ¡una bruja!

      Campeón XIV señaló a madame Weatherberry presa del pá­nico y tan aterrorizado que cada músculo de su hombro derecho se puso rígido. Gruñó mientras hacía fuerza con el brazo y las visitantes rieron disimuladamente ante aquella escena tan teatral.

      —No, Su Majestad, no soy una bruja —dijo.

      —¡No me mienta, mujer! —gritó el rey—. ¡Solo las brujas lanzan hechizos!

      —No, Su Majestad, eso no es verdad.

      —¡Es una bruja y con su magia ha maldecido a todos los habitantes de este castillo! ¡Pagará por esto!

      —Ya veo que escuchar no es su mejor cualidad... —dijo madame Weatherberry—. A mí me sirve repetirme el mensaje tres veces para digerirlo bien. Me parece una herramienta muy útil para los principiantes. Así que allá vamos. No soy una bruja. No soy una bruja. No soy una...

      —Si no es una bruja, ¿qué es?

      No importaba cuán fuerte gritara o cuánto se enfadara el rey, madame Weatherberry no perdía la compostura.

      —En realidad, Su Majestad, ese es uno de los temas que me gustaría discutir con usted esta noche —dijo—. Ahora bien, no deseamos robarle más tiempo del necesario. ¿Le importaría sentarse para que empezáramos?

      Como si una mano invisible la hubiera empujado, la silla que se encontraba detrás del escritorio del rey se movió, y madame Weatherberry hizo un gesto al monarca para que se acomodara en ella. Como Campeón XIV no estaba seguro de tener otra opción, tomó asiento y miró con nerviosismo y de arriba abajo a sus visitas. Las niñas se sentaron en el sofá y, con delicadeza, juntaron las manos sobre el regazo. Madame Weatherberry se sentó entre sus aprendices y se apartó el velo para poder mirar al soberano directamente a los ojos.

      —En primer lugar, deje que le dé las gracias, Su Majestad —comenzó madame Weatherberry—. Usted ha sido el único gobernante de la historia que ha mostrado algo de piedad hacia la comunidad mágica. Aunque entiendo que para algunos el encarcelamiento de por vida con trabajos forzosos es peor que la muerte, no deja de ser un pequeño paso en la dirección correcta. Y confío en que podamos convertir estos pasos en zancadas si simplemente... Su Majestad, ¿va todo bien? Me da la sensación de que no me está prestando mucha atención.

      Un zumbido extraño, acompañado de unos ruidos sibilantes, había captado la atención del rey mientras ella hablaba. El monarca recorrió el despacho con la mirada, pero no fue capaz de encontrar el origen de esos sonidos inusuales.

      —Lo siento, me ha parecido oír algo —dijo el rey—. ¿Decía...?

      —Estaba expresándole mi gratitud por la piedad que ha mostrado hacia la comunidad mágica.

      El rey gruñó con disgusto.

      —Bueno, se equivoca si cree que siento la más mínima empatía por la comunidad mágica —refunfuñó—. Al contrario, para mí, la magia es algo tan asqueroso y antinatural como para el resto de los soberanos. Pero me preocupan quienes usan la magia para sacar provecho de la ley.

      —Y eso es admirable, señor —dijo madame Weatherberry—. Su devoción por la justicia es lo que lo diferencia del resto de los monarcas. Ahora bien, me gustaría aclararle algo sobre la perspectiva que tiene de la magia, para que pueda seguir haciendo de este reino un lugar más justo y seguro para toda su gente. Al fin y al cabo, la justicia no puede existir para uno si no existe para todos.

      La conversación