el contexto la refuerza. Antes de que Cristo diera el gran paso de la kenōsis, ya existía como alguien que participaba de la forma de Dios, y era su igual en todos los sentidos.
No obstante, cuando acudimos a los Evangelios sinópticos, ¿no hallamos una imagen distinta? ¿No es cierto que vemos una teología desde abajo? ¡De ninguna manera! El punto de partida de Marcos es el mismo que el de Juan: «Principio del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios». Para ser justos, este pasaje se debate. La frase «Hijo de Dios» no figura en algunos manuscritos, y Westcott y Hort la omitieron de su edición del Nuevo Testamento (1885). De todos modos, los comentaristas recientes no han seguido su ejemplo. Vincent Tayler escribió: «Hay razones poderosas para aceptar la frase como original a la vista de su testimonio, su posible omisión por homoioteleuton y el uso del título en la cristología de Marcos».3 C. E. B. Cranfield adopta la misma postura: «Hay muchos motivos sólidos para aceptarla como original».4 Dennis Nineham está menos convencido: «Es complicado decidir si las palabras son originales», escribe; y añade: «Pero esta cuestión no reviste una gran importancia, dado que san Marcos creía ciertamente que Jesús era el Hijo de Dios, y esta creencia subyace en todo el Evangelio».5
Por consiguiente, existen pocos motivos crítico-textuales para omitir la expresión «el Hijo de Dios» del texto de Marcos. Éste declara su convencimiento (y su tesis) en el mismo principio de su Evangelio, y todo lo posterior es una confirmación y una ilustración de esta idea.
Sin embargo, no debemos aislar esta expresión. Como señala Nineham,6 el propósito de toda la sección introductoria (vv. 1-11) es el de establecer la identidad y las credenciales de Jesús. Una manera en que se consigue esto es describiendo la relación entre Jesús y Juan el Bautista. Juan, a pesar de su importancia, no fue más que el precursor de Cristo. En cierto sentido, la diferencia es meramente funcional: «Yo a la verdad os he bautizado con agua; pero Él os bautizará con Espíritu Santo» (Mr. 1:8). Pero la diferencia también es ontológica: «Viene tras mí el que es más poderoso que yo» (Mr. 1:7). Esta diferencia en estatus es incluso más evidente cuando reflexionamos sobre la importancia que tiene el hecho de que Marcos cite Malaquías 3:1. Dentro del contexto original, el propio Yahvé es el que viene, y la aplicación que hace Marcos del pasaje (y del título) a Jesús es un indicativo claro de la posición única que él atribuye a Jesús.
La identidad y las credenciales de Jesús se afirman con la misma claridad, pero de forma más dramática, en la historia de su bautismo. Entonces no sólo es ungido visiblemente con el Espíritu Santo, sino que la Voz celestial atestigua que es el Hijo de Dios (y su Siervo): «Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia» (Mr. 1:11). Es evidente que Marcos no permite que la deidad de Cristo vaya revelándose gradualmente a lo largo de su narrativa. Quiere asegurarse de que el lector, en su primer encuentro con Jesús, no tenga ninguna duda de que Aquel procede de lo alto. Por supuesto, también indica que el propio Jesús comenzó su obra poseyendo ya la garantía de que Dios era, en un sentido único, su Padre.
Las narrativas del nacimiento
Cuando llegamos a los Evangelios de Mateo y Lucas nos encontramos una «cristología de lo alto» bajo una forma muy especial: la historia de la concepción de la virgen. El nacimiento de Jesús fue totalmente normal. Las narrativas no indican que se conservó la virginidad en el nacimiento (por ejemplo, no se menciona la ausencia de los dolores habituales en el parto). Aún sugieren menos que María siguió siendo virgen toda la vida (semper virgo). Enseñan, sencillamente, que María quedó encinta sin que mediara relación sexual alguna. En el Evangelio de Mateo esto se expresa con las palabras «antes que se juntasen» (prin ē synelthein autous), es decir, antes de que se consumara el matrimonio. La reacción de José fue natural: decidió divorciarse de su esposa. Sin embargo, en un intento generoso de reducir la humillación de María, planeó hacerlo encubiertamente (Mt. 1:19). En este momento intervino el ángel del Señor para disuadirle: «no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es» (Mt. 1:20). La concepción virginal se afirma más tarde, en el versículo 25: «pero [José] no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito». Las palabras ouk eginōsken autēn («no tuvo unión con ella») indican claramente que no tuvo relaciones sexuales con su mujer antes del nacimiento de Jesús. Las palabras «hasta [heōs] que dio a luz» implican con la misma claridad que sí que las tuvo después. El versículo 25 también resulta interesante, dado que nos informa de que fue José quien «le puso por nombre Jesús». Tal y como señala Cranfield, nombrar al hijo suponía aceptarlo como suyo.7 Era un acto de adopción, que confería a Jesús todos los derechos de la filiación legítima.
Mateo entiende el nacimiento de Jesús como el cumplimiento de Isaías 7:14: «He aquí que la virgen [‘almâ] concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel». Según los lexicógrafos, la palabra hebrea ‘almâ no define estrictamente a una virgen, sino a una joven soltera.8 La idea es bastante académica, dado que se esperaba de las jóvenes solteras que fueran vírgenes. Si no lo eran, sus posibilidades de casarse se reducirían peligrosamente (Dt. 22:13 y ss.). Sin duda, los traductores de la Septuaginta entendían ‘almâ como «virgen» (en griego, parthenos). Lo cierto es que todas las versiones griegas y judías lo tradujeron como parthenos hasta Aquila (c. 130 d. C.), quien usó neanis («mujer joven»). Sin embargo, podemos estar seguros de que a Aquila lo movió el deseo de privar a los cristianos de un texto de comprobación.9
Podemos hacer algunos comentarios sobre el uso que hace Mateo de Isaías 7:14.
Primero, sean cuales sean los méritos de la exégesis de Mateo, su afirmación del nacimiento virginal es bastante independiente del otro texto. Isaías 7:14 puede resultar difícil de interpretar, pero Mateo 1:18, 25, no.
Segundo, no se puede acusar a Mateo de intentar acomodar la verdad a las expectativas de sus lectores. Los judíos nunca aplicaron Isaías 7:14 al Mesías, ni siquiera después de que la Septuaginta hubiera traducido ‘almâ como parthenos.
Tercero, resulta difícil entender por qué, si Mateo sólo pretendía inventar un nacimiento espectacular para el Señor, tuvo que buscar su inspiración en un pasaje tan oscuro y difícil como Isaías 7:14. En el Antiguo Testamento había otras fuentes más evidentes, como el nacimiento de Samuel (1 S. 1:1-20) o el de Isaac (Gn. 21:1-7; cfr. Ro. 4:18 y ss.). El tema de la esterilidad, prominente en ambas narrativas, aparece también en la historia de Juan el Bautista. Este tema se sacralizó por el hecho de que el pueblo judío debía su propia existencia a un milagro relacionado con esta misma aflicción, y si Mateo sólo hubiera querido una palanca apologética, ése era el tema que debía haber elegido.
Por último, mientras que Isaías 7:14 y ss. contiene bastantes problemas como para volver loco a cualquier exegeta, probablemente la referencia a un nacimiento milagroso es la única certidumbre del pasaje. El nacimiento iba a ser una señal (vv. 11, 14). Es difícil entender cómo el parto de una «mujer joven» (RSV) podría conseguir ese objetivo. Una señal requería alguna circunstancia inusual; y, ¿qué más inusual que el niño naciera de alguien que era una ‘almâ/parthenos según el sentido natural de estos términos?
El relato que hace Lucas del nacimiento de Cristo no es significativamente distinto del de Mateo. Incluso conserva su mismo regusto hebreo.
Se presta más atención a la respuesta y a la actitud de María, y hallamos un énfasis más firme sobre la gloria de su Hijo: es el Hijo del Altísimo y el Hijo de David (Lc. 1:32); el gobernador de un reino eterno (1:33), y el Hijo de Dios (1:35). Pero la esencia del mensaje sigue siendo la misma: cuando quedó embarazada, María no era la esposa de José, sólo su prometida y, además, era virgen (1:27). Su embarazo fue un acto de la gracia divina, explicable no en términos de inseminación humana (ni de un acto mítico de engendramiento divino), sino del poder creativo del Espíritu Santo.
Durante siglos, los cristianos aceptaron esta doctrina sin cuestionarla. Figuraba en lugar destacado en los primeros credos, y en el estándar doctrinal de las iglesias griega, romana y protestante. Sin embargo, en 1892, un pastor alemán