Jairo Humberto Agudelo Castañeda

Empatías urbanas y geosemiótica


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guión histórico articulador en el que todas ellas estaban ancladas. Para finalizar, también se acentúa la deconstrucción, un periodo iniciado en aquellos territorios en los que el paisaje se degrada y pierde consistencia y sus calidades otorgadas a nivel social, hasta desaparecer cuando otros grupos y otras actividades comienzan a colonizar o a recuperar el espacio perdido.

      Este proceso es, en esencia, destructivo y reviste un sentido traumático y afecta a la memoria del territorio; pero si se logra contener esta perniciosa inercia, la ciudad se modela como una suma de pasajes históricos, de cambios y permanencias materiales o funcionales. Alcanzará, entonces, la luminosa consideración de una ciudad con éxito, en palabras de Deyan Sudjic (2017), en El lenguaje de las ciudades: “una entidad que se está reconfigurando continuamente, cambiando su estructura y su sentido social, aunque sus contornos no parezcan muy distintos. Y cuando adopta nuevas formas dramáticas, la medida del éxito es el grado en el cual mantiene su esencia” (p. 252). En otros términos, es lo que denominamos su momento creador.

      Cada ciclo vital de una ciudad, o porción de ella, no depende de la recuperación del uso original, sino del acomodo justificado y creíble de nuevas actividades que aprovechen parte del patrimonio endógeno olvidado o que sepan convertir y hacer atractivo al territorio como patrimonio. En este caso, lo relevante no es el valor objetivo de cada componente del patrimonio —un monumento, una calle, unas costumbres—, sino la irrepetible suma de los elementos de menor valor aparente que forman, como en Chapinero, una combinación exclusiva y excepcional. Esto es lo que da valor a los territorios sin valor, es decir, a aquellas combinaciones de materia y actividad, cuya resultante geográfica, como articulación de una cadena de recursos, constituye su esencia y es coherente pese a su cambiante percepción social.

      Basilio Calderón Calderón

      Catedrático de Geografía Humana

      Universidad de Valladolid, España, otoño del 2019

       Introducción. De la semiología modélica a la emergencia semiótica

      Parque de los Hippies, Chapinero Central, Bogotá

      El espacio urbano, cualquiera que sea su cualidad funcional, estética o simbólica, es decodificado por sus habitantes a partir de expectativas instauradas en los imaginarios o códigos individuales y colectivos. Esta interpretación es diferente en las culturas, las regiones y las épocas. De esta manera, la ciudad propone realidades físico-espaciales que generan una idea de la vida. Como el campesino, el citadino también construye valores propios y un estilo de vida, producto de la correlación con su entorno cotidiano espacial y cultural.

      Entender cómo se producen las relaciones simbólicas con y en el paisaje urbano, cómo se lee la ciudad, mientras se desarrollan empatías y apatías, expresas en relatos urbanos simbólicos, en representaciones o en apropiaciones geográfico-semióticas, es el objetivo de esta investigación. Para lograrlo, se establecen tres dimensiones que la ciudad propone: (1) la espacial o topológica, (2) la objetual o plástica y (3) la social o del comportamiento humano. Todas son estructuras simbólicas y geográficas que se implican y se determinan de forma recíproca en un proceso de construcción de identidades sociales de los habitantes con sus espacios y, a partir de estas, con ellos mismos. El espacio, entonces, es mediador de lazos sociales que consolidan el paisaje y la realidad social urbana.

      Cuando Barthes (1993) afirma que “Lynch tiene de la ciudad una concepción que sigue siendo más gestáltica que estructural” (p. 259), se entiende que el panorama de los estudios modernos sobre la relación del habitante con el espacio urbano se influencia más de las teorías de la percepción, que hacían énfasis en la experiencia visual del espacio, y menos por su dimensión semiótica o sus efectos en las formas de apropiación social del espacio.

      La modernidad, al establecer en la arquitectura y en la ciudad modelos estéticos, funcionales y semióticos, no propició el estudio de fenómenos emergentes en ciudades o sectores de ciudad, debido a una evolución orgánica y a transformaciones físico-funcionales, estéticas y semióticas, que no fueron el producto de la reproducción de un modelo, sino de territorios que dieron lugar a realidades únicas y en donde la naturaleza de lo urbano se evidenció de manera original y compleja. Sin embargo, diversos autores trabajaron en la relación del habitante con el espacio y en el concepto de lugar, el cual, gracias a Aristóteles, fue determinante para definirlo de modo cultural o simbólico; a la par, este concepto se mantuvo vigente, aunque deteriorado e interpretado a conveniencia por las vanguardias del siglo XX.

      Los movimientos posmodernistas y posestructuralistas responden a los nuevos problemas sociales y ecológicos que propone el hábitat humano. En las últimas décadas, los discursos sobre el espacio y sus dimensiones sociales, culturales y simbólicas cobran protagonismo en el diseño de ciudades más habitables. La humanización de lo urbano, una reacción a la deshumanización que produjo el positivismo del siglo XX, es de interés en saberes como la sociología urbana, la geografía de la percepción y la geografía social o radical, cuando aportan reflexiones e investigaciones científicas sobre lo urbano.

      En torno a la idea de la producción del espacio, Henri Lefebvre (1974) afirma que “se pasa de la producción en el espacio a la producción del espacio” (p. 219). Como resultado de una profunda reflexión ideológica, política y económica, se evidencia la cualidad instrumental del espacio moderno: “Este espacio tiene varias propiedades bien definidas, especialmente la de ser el espacio de la propiedad. Estas propiedades —que le son particulares, en tanto que espacio— consisten en ser óptico y ser visual” (p. 223). En consecuencia, es un producto más, que se comercializa y se define a partir de su cualidad física o visual. Este espacio producto no considera su naturaleza social y cultural (Lefebvre, 1974).

      Lefebvre (2013) también elabora “una tríada conceptual compuesta por las prácticas espaciales, las representaciones del espacio y los espacios de representación. A cada una de estas dimensiones le corresponde, respectivamente un tipo de espacio; el espacio percibido, el espacio conceptual, el espacio vivido” (p. 15). Su cualidad moderna se reconoce en la primera y segunda categoría. Sin embargo, este autor propone una tercera, en la cual la vivencia y no la percepción del espacio es protagonista. Con este tercer espacio, se visibiliza a la gente, al usuario, al habitante, quien vive en y con el espacio; además, enfrenta a quienes producen el espacio, intelectuales académicos que lo conciben y lo diseñan desde lo abstracto.

      El espacio vivido de Lefebvre no solo es aquel experimentado de modo físico, sino que también garantiza una vivencia cultural y simbólica, a partir de la cual se entiende la manera de ser de una comunidad, su madurez y su riqueza cultural. La cualidad físico-funcional del espacio es solo un requisito con el cual se construye la otra dimensión, la trascendente de lo habitado dentro del relato. Este tipo de espacio tendrá la facultad de provocar sentido y exigirá que, además de su pertinencia física, ofrezca libertad simbólica.

      El tercer espacio, el de la representación, donde se construyen las vidas, es el “espacio de los signos, de los códigos de ordenación, fragmentación y restricción” (Lefebvre, 2013, p. 15). También es el de la gente del común, el que está a la escala de sus vidas y el que se forma con el tiempo y con la evolución natural de la ciudad o de sectores de la ciudad. Es el espacio de lo contenido, al cual se refiere Manuel Delgado (2013), cuando habla de la diferencia entre la ciudad como el contenedor, lo urbano como su contenido, además de la aparición del concepto de espacio público en la obra de Lefebvre (2013):

      En el contexto de una ciudad, la práctica espacial remite a lo que ocurre en las calles y en las plazas, los usos que estas reciben por parte de habitantes y viandantes. Por su parte, los espacios de representación son los espacios vividos, los que envuelven los espacios físicos y les sobreponen sistemas simbólicos complejos que los codifican y los convierten en albergue de imágenes e imaginarios. (p. 2)

      La comparación que hace Delgado (2013) entre la práctica espacial y los espacios de representación en Lefebvre (2013) es fundamental. Si se observa