almirante Elmo Zumwalt ordenó regar Vietnam con agente naranja, cuyos efectos aún afectan a la población local y a las tropas norteamericanas.
—En las zonas donde se vertió más herbicida, el porcentaje de niños con taras y malformaciones llega al 4 por 100. Muchas campesinas abandonan a los recién nacidos en el hospital, sabiendo que nunca serán capaces de valerse por sí mismos y que ellas no podrían sacarlos adelante.
Aquel colosal atentado ecológico apenas fue denunciado ni discutido, mientras el mundo se escandalizaba por el uso del napalm y los bombardeos masivos con que los Estados Unidos causaron la muerte de tres millones de habitantes del pequeño país asiático.
—¿Tampoco sospechó usted que aquel producto químico tan eficaz pudiera afectar de alguna forma a las personas?
—No. Pensé en que nuestro mayor problema era la continua infiltración de hombres y armas, principalmente a través de la frontera con Camboya. Para impedirlo, tuvimos que atacar fuerte y rápido, moviendo un millón de pequeñas embarcaciones militares a lo largo de los ríos y los numerosos canales de las zonas fronterizas. Pero el enemigo se ocultaba en la espesura de la vegetación y resultaba muy difícil detectarlo. A menudo, las vías fluviales eran muy estrechas y los patrulleros podían ser alcanzados desde las orillas. La jungla facilitaba las emboscadas, y necesitábamos encontrar una solución para reducir el alto número de bajas que sufríamos, en torno al 6 por 100 mensual, lo que daba a nuestros soldados más de un 70 por 100 de posibilidades de resultar muertos o heridos durante su tiempo de servicio. Por eso decidimos recurrir a defoliantes, para destruir la vegetación a ambos lados de los ríos y canales, y alejar mil yardas de sus orillas a los guerrilleros del Vietcong. Calculamos que así lograríamos limitar las pérdidas de nuestras tropas a menos del 1 por 100 mensual. Se hizo para salvar vidas. Y estoy seguro de que sirvió para evitar que muriesen miles de norteamericanos que hoy continúan viviendo.
La obsesión por salvar «vidas norteamericanas», motivada por el miedo a una opinión pública encrespada en la lejana retaguardia de Estados Unidos, provocó la intoxicación de los combatientes que se pretendía salvaguardar. Más de 215.000 tuvieron que ser examinados en hospitales militares y, aunque el Pentágono se negó a financiar un estudio científico completo, se sabe que unos 74.000 hijos de veteranos de Vietnam sufren discapacidades de distinto grado[2].
—Sin embargo, almirante, al cabo del tiempo muchos de sus soldados morirían de cáncer u otras enfermedades causadas por el contacto con el agente naranja, e incluso sus graves consecuencias alcanzarían a sus hijos.
—Sí, es cierto. Pero le garantizo que he hecho y seguiré haciendo cuanto esté en mi mano para reparar en todo lo posible tales efectos.
Zumwalt se limitó a darme una respuesta firme, tajante. No podía hablar de un trabajo que personalmente le enorgulleciera, pero tenía la consideración de secreto: el «informe clasificado» que elaboró en 1990 para el Departamento de Asuntos de Veteranos, en el que revelaba que el agente naranja se había utilizado con concentraciones entre seis y veinticinco veces mayores que la recomendada, y que su riego masivo había alcanzado a 4.200.000 soldados norteamericanos, cifra que doblaba las estimaciones oficiales. El escrito atribuía 28 efectos «potencialmente mortales» al herbicida, como cáncer, sarcomas o enfermedades neurológicas, respiratorias y gastrointestinales.
Lo más grave de aquel informe era que recogía esta afirmación del científico castrense James Clary, diseñador del equipo de pulverización del tóxico: «Conocíamos su potencial dañino y también sabíamos que la fórmula militar tenía una concentración más elevada, en virtud de conseguir menor costo y mayor velocidad de producción. Pero nadie se preocupó, ya que iba a ser lanzada contra el enemigo». Además, Zumwalt denunció que varios integrantes de la Junta de Revisión Médica dependiente del Gobierno mantenían vínculos personales con las compañías fabricantes del agente naranja.
Ante el hermetismo del marino y su resistencia a profundizar en las causas de fondo que influyeron en la determinación del Pentágono de iniciar un episodio de guerra química sin medir sus consecuencias, le repetí lo que pocos días atrás me había dicho Todd Ensign, abogado de la asociación Citizen’s Soldier en su oficina de Nueva York:
—Cuando los Estados Unidos se implicaron en Vietnam, las grandes empresas químicas suministradoras del Pentágono se reunieron en secreto para discutir los problemas de la contaminación por dioxina. Ellos ya sabían todo sobre el peligroso herbicida y, aun así, continuaron produciéndolo y vendiéndolo hasta 1973. Gracias a eso las corporaciones Dawn Chemical, Monsanto, Uniroyal y Taps and Heavour ganaron millones de dólares.
—Eso es algo ajeno a las funciones del mando que yo ejercía –comentó secamente Zumwalt–. No tuvo nada que ver con las decisiones militares que debía tomar y tomé.
—Aun así, en 1990 elaboró un durísimo informe confidencial sobre las circunstancias en que se empleó el agente naranja.
—Sí. Porque creí y aún creo necesario estudiar ese tema y actuar en consecuencia. Pero le repito que volvería a ordenar su uso para reducir el número de bajas propias, aun sabiendo todo lo que hoy sé. Hice lo correcto, aunque estar seguro de ello no alivia el dolor que siento por la muerte de mi hijo, ni la angustia que me produce la discapacidad de mi nieto. Es lo primero que pienso cuando me despierto por la mañana y lo último que recuerdo cada noche antes de dormirme.
Para subrayar sus palabras señaló con la mirada una carta manuscrita, enmarcada y colgada en una de las paredes del despacho, que Evaristo Canete se apresuró a filmar cuando finalizó la entrevista. En ella se leía: «Papá, puedo imaginar las lágrimas en tus ojos cuando leas estas líneas. Hicimos dos guerras juntos: una en Vietnam y otra contra mi enfermedad. Perdimos las dos. Pero estoy orgulloso de haber combatido a tu lado».
Seguramente las pesadillas del almirante fueran más allá de su ámbito familiar. Porque durante mucho tiempo las quejas y reivindicaciones de las organizaciones de soldados afectados por el defoliante –avaladas por dictámenes científicos[3]– continuaron presentes en todos los medios de comunicación. En la sede en Brooklyn de una de las más activas, Black Veterans for Social Justice, habíamos recogido varios testimonios sólo 48 horas antes. Dos veces herido y recompensado con el famoso «corazón púrpura» al valor en combate, el marine Ramón Díez padecía una incapacidad del sesenta por ciento. «Pero lo peor –nos dijo– es que mi hijo heredó una enfermedad que le destruyó los huesos de las piernas cuando tenía siete años.» Su compañero Lawrence Smith, que fue a Vietnam como voluntario, sufría serios problemas circulatorios y su esposa había perdido dos hijos en las últimas semanas de gestación.
—Aunque nosotros no fuésemos rociados directamente –recordó–, aquello se nos metía en el cuerpo cuando nos sumergíamos en el agua, cuando nos tirábamos al suelo y nos arrastrábamos entre matorrales, o cuando comíamos frutas de la zona.
—Los daños causados por el agente naranja en las filas norteamericanas resultan evidentes, almirante –insistí–. Pero, además, se calcula en medio millón los muertos y en 650.000 los enfermos crónicos vietnamitas. Son cifras que ensucian aún más la actuación de Estados Unidos en una guerra que dejó grandes secuelas morales en su sociedad. ¿Valió la pena?
—Creo que nuestros esfuerzos en Vietnam fueron algo peor que inútiles. Habríamos hecho mejor si nunca nos hubiésemos metido en ese conflicto. Y comprenderá usted que lo ocurrido en mi propia familia ha intensificado en mí ese sentimiento de frustración.
Era inútil plantear el resto de las cuestiones apuntadas en mi libreta. Y nos despedimos con la misma fría corrección con que había transcurrido la conversación.
(Elmo Zumwalt falleció a la edad de noventa y nueve años, en enero de 2020. Jamás fue juzgado ni condenado a reparación alguna. Junto a su brillante carrera militar, las necrológicas señalaron las numerosas actividades civiles con que trató de acallar su mala conciencia a lo largo de los años: colaboró con la Fundación Marrow, dedicada a las donaciones de médula ósea; trabajó como directivo de las entidades benéficas Fondo Phelps-Stokes y Presidential Classroom for Young Americans;