Vicente Romero

Cafés con el diablo


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con cinco torturadores especializados en cada uno. No solía operar fuera de la capital.

      • La Policía Activa (Hoat Vu), unidad autónoma de la Policía Especial, encargada de las detenciones masivas. Sus 800 agentes fijos y 200 eventuales, distribuidos entre ocho oficinas en Saigón, recibían órdenes directas del Departamento de Inteligencia del Ejército sudvietnamita y de las denominadas «Fuerzas Especiales» del US Army.

      • La Policía Secreta (Mat Vu) actuaba de modo clandestino, al margen de los servicios oficiales, bajo la autoridad exclusiva del presidente Thieu. Gozaba de impunidad absoluta para eliminar prisioneros.

      • La Seguridad Militar (An Ninh Ouan Doi), también conocida con el nombre francés de Deuxième Bureau, dependía del Estado Mayor del Ejército. Su función primordial consistía en vigilar y detener a civiles radicados cerca de instalaciones militares y frentes de combate. También recurría a mutilaciones.

      A estas cinco entidades se sumaban dos poderosos grupos parapoliciales, entrenados y financiados por el Ministerio del Interior: la Milicia Popular (Tioi Bao Ga) y la Guardia Civil (Oan Ve). La primera, compuesta por muchachos entre doce y dieciséis años fuertemente armados, era el mayor azote de los movimientos estudian­tiles. La Guardia Civil se dedicaba a extender el terror en zonas rurales, mediante voluntarios que empleaban armamento ligero y granadas de mano. Para compensar su bajo sueldo, se les permitía el pillaje. Podía hacer detenidos y torturarlos, con la única limitación de acabar entregándolos a la Policía Nacional.

      Aun así, del propio seno del régimen surgieron testimonios esclarecedores: el senador Ngo Cong Duc cifró en más de un millón los detenidos durante los años más duros de la guerra, cantidad que parece desmesurada pero fue confirmada por un deslenguado hijo de Thieu, que se jactaba del récord mundial de 40.000 arrestos efectuados en un plazo de sesenta días. Las cuentas estatales también resultaban reveladoras, como el presupuesto del Senado para 1973, que preveía la alimentación de 400.000 presos, tras haber contado el año anterior con una ayuda estadounidense de 627.000 dólares para tal finalidad.

      Políticamente invisibles, los centuriones norteamericanos se mantuvieron siempre en la trastienda de la represión política en Vietnam del Sur. Cuando se consumó la retirada total de sus tropas, Washington mantuvo un nutrido cuerpo de consejeros destinados a garantizar el funcionamiento de los centros de poder político y militar claves para la supervivencia del régimen aliado que se había visto obligado a abandonar. El Pentágono siguió manejando secretamente los hilos de las «Fuerzas Especiales» (Lu Luang Dac Biet), conocidas como «los boinas verdes vietnamitas». Y también la CIA, aunque cubriera las apariencias con un hombre de paja, el coronel Nguyen Khac Binh, que cumplía fielmente sus órdenes y cargaba con la responsabilidad oficial de todos los crímenes.

      Muchos oficiales del ejército estadounidense fueron reenviados a Saigón sin haber llegado siquiera a pisar el suelo patrio, para actuar como técnicos especializados en el mantenimiento del orden público. Al mismo tiempo, otros se convertían en asesores militares en la sombra, que trabajaban vestidos de civiles y con las persianas bajadas. Además, se dio la orden de cerrar los ojos ante la presencia de numerosos excombatientes yanquis que, incapaces de readaptarse a la vida civil, regresaban al Sudeste asiático como mercenarios, recibiendo generosas remuneraciones con cargo a los fondos de la ayuda económica estadounidense. Se calcula que entre unos y otros superaron el número de quince mil.

      Matar ante las cámaras

      Hay dos tipos básicos de verdugo: uno, que es capaz de cualquier cosa en una sala de torturas pero jamás haría daño a nadie en público, y otro, que se deja llevar por sus impulsos y no vacila en mutilar o matar a alguien frente a una cámara. El primero teme a la fama y se oculta entre las tinieblas, seguro en la intimidad de las mazmorras. El segundo alardea de su poder y se siente estimulado por la presencia de testigos que contribuyan a su prestigio. Los periodistas tenemos que tener especial cuidado con estos últimos. Porque las imágenes sirven como denuncia, pero nuestra presencia también puede incitar a abusos o asesinatos en momentos de tensión. La cobardía del anonimato y la soberbia del exhibicionismo se contraponen, como características que diferencian a dos clases de sicarios estatales.

      El general Nguyen Ngoc Loan, jefe de la policía de Saigón, es un caso paradigmático de esa segunda categoría de profesionales espontáneos. Lo demostró rotundamente en una calle del barrio chino de Saigón, cuando acercó su revólver Smith & Wesson a la sien de un detenido y le descerrajó un tiro. Lo hizo fríamente el 1 de febrero de 1968, ante las cámaras de dos medios tan poderosos como Associated Press y NBC. Era el segundo día de la gran ofensiva comunista del Têt, lanzada por sorpresa en plena tregua por la celebración del Año Nuevo vietnamita. Se combatía duramente en todo el país y la atención internacional estaba puesta en Vietnam. Las imágenes del instante del disparo ocuparon las portadas de la prensa y abrieron los informativos de televisión en todo el mundo, convirtiéndose inmediatamente en uno de los iconos de la guerra.

      Sin embargo, Nguyen Ngoc Loan resultaba el hombre perfecto para el puesto que ocupaba. Tenía todo lo necesario para hacer carrera en una dictadura o una guerra: era frío, astuto, inflexible, ambicioso, obediente… Y también disponía de amigos poderosos. Por eso alcanzó el generalato con sólo 35 años, cuando Nguyen Cao Ky, su antiguo comandante de Aviación, fue nombrado primer ministro en 1965. Nada más verse al frente de la policía, emprendió una reforma estructural para acabar con su pésima fama de corrupta, ineficaz y nada escrupulosa con los derechos de los ciudadanos. Y concitaba el respeto de los suyos con el temor de sus enemigos.