Vicente Romero

Cafés con el diablo


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Pese a la abundancia de pruebas y testigos en su contra, el jurado necesitó trece días de deliberaciones antes de pronunciarse. La sentencia de cadena perpetua por veintidós asesinatos de civiles suponía una condena benévola, ya que el número de víctimas mortales en My Lai se calculaba por encima del medio millar. Ningún otro de cuantos asesinos de uniforme apretaron el gatillo en My Lai fue castigado. Tampoco los altos mandos que, primero, planificaron el asesinato masivo y, después, ocultaron la verdad. El capitán Medina quedó absuelto. Y el coronel Henderson recibió un veredicto exculpatorio del cargo de encubrimiento.

      Aun así, la sentencia provocó una oleada de «indignación patriótica» en la derecha estadounidense. El propio Ejército –que insistía en exculparse, presentó la masacre como un «caso aislado» y descalificó a Calley como «alguien sin capacidad para el mando»– se vio sorprendido por la inesperada reacción de una sociedad enferma. La Casa Blanca recibió más de 300.000 cartas pidiendo un indulto presidencial para el teniente condenado, en cuya celda desembocó un caudaloso río de misivas y regalos solidarios. Gobernadores, congresistas, alcaldes y otros cargos representativos le manifestaron apoyo «porque no hay otra forma de librar una guerra», un lema que se hizo canción con el título de The battle hymn of Lt. Calley y vendió más de un millón de discos. Hasta el demócrata Jimmy Carter, que tanto hablaba de derechos humanos, afirmó que Calley «había honrado a la bandera». La protesta creció hasta que Richard Nixon sacó al militar de la cárcel y lo puso bajo arresto domiciliario mientras se examinaban sus apelaciones. La Justicia también mostró sensibilidad ante la inquietud presidencial y redujo dos veces la condena, primero a veinte años y después a diez. El popular reo sólo llegó a cumplir tres y medio, la mayor parte en su propia casa.

      Con frecuencia se ha señalado el abuso de alcohol y drogas como causa principal de los casos de descontrol y salvajismo militar. Es cierto que, desde la simple marihuana y las anfetaminas hasta la heroína de gran pureza, pasando por el opio tradicional en la zona y algunas drogas de moda como el LSD, las tropas estadounidenses en Vietnam tenían a su alcance cantidad y variedad de sustancias prohibidas, capaces de sumirlos en una alienación profunda. Sin embargo, el Pentágono nunca adoptó medidas eficaces para acabar con aquel tráfico, acaso por contemplarlo como una forma de «consuelo» o «estímulo» para unos combatientes necesitados de alguna clase de medicación radical contra la ansiedad, el miedo, la fatiga o la depresión. El número de reclutas adictos a las drogas se multiplicó, mientras los máximos responsables castrenses cerraban los ojos.

      Diablos jubilados de vacaciones

      Hace tiempo que las grandes agencias de turismo aprendieron a explotar comercialmente la nostalgia enferma de los veteranos de guerra. Desde muchos años atrás, miles de norteamericanos, que ensuciaron su juventud en la barbarie castrense del Sudeste asiático, sueñan con volver a Vietnam. Los antiguos soldados regresan, acompañados por sus esposas, hijos e incluso nietos, a los escenarios donde combatieron, pasaron miedo y se envilecieron. Es un retorno casi terapéutico a su propio pasado, que tal vez les permita comprenderse y acabar de perdonarse los excesos que cometieron durante la ya lejana época en que vistieron el uniforme militar.

      Para satisfacer esa constante demanda, el sector turístico vietnamita ofrece un catálogo de actividades que comprende rutas por los lugares donde se libraron duras batallas, visitas a mercados de souvenirs bélicos y al museo estatal que resume los horrores de la época, o recorridos por algunas de las cárceles donde miles de prisioneros fueron torturados y asesinados. Incluso se han creado bares y restaurantes cuya atmósfera trata de recrear el pasado con la fría visión de Hollywood.

      Desde su primer paseo por las calles de Saigón, rebautizada con el nombre de Ho Chi Minh City, los estadounidenses se preguntan quién ganó realmente aquella guerra que ellos perdieron, asombrados de que Vietnam sea hoy más parecido al capitalismo que pretendía imponer Washington que a los ideales comunistas defendidos por Hanoi y el Vietcong. Porque las hoces y los martillos aún abundan decorando plazas y avenidas, como símbolos anacrónicos rodeados de anuncios de las firmas emblemáticas del consumo occidental. La ciudad ha desarrollado su tradicional vocación mercantilista sobre los dogmas políticos y, sin perder su atractivo aire colonial, se ha llenado de rascacielos de cristal –como la apabullante Torre Bitexco, de 68 pisos– y modernos edificios que albergan sedes de corporaciones multinacionales, bancos y tiendas de primeras marcas. ¿De qué sirvieron la sangre derramada, el tormento y la destrucción de aquel enfrentamiento que duró diez mil días? Vietnam salió triunfador, pero con sus infraestructuras devastadas y una sociedad lastrada por el dolor y la fatiga, y permaneció diez años estancado sin que la colectivización de tierras y fábricas diera los frutos esperados por los vencedores. Hasta que emprendió en 1986 una política de reformas denominada Doi Moi, siguiendo la senda de la perestroika rusa. Después, al perder su principal apoyo cuando se desplomó la Unión Soviética, profundizó su aproximación al mundo del libre mercado con una fórmula parecida a la de China: una peculiar economía mixta denominada «sistema socialista de mercado» que asume una alta inflación crónica, con salarios bajos y falta de libertades. Se efectuó una vertiginosa privatización de empresas estatales, se dio entrada al capital extranjero y se culminó el proceso con el ingreso de Vietnam en la Organización Internacional del Comercio en 2007. Desengañada de utopías y gestionada por funcionarios que actúan como camaradas empresarios, la ciudad de Saigón es el mejor ejemplo del éxito logrado, con un crecimiento que dobla los índices del resto del país.