en parte alguna, porque es imposible que pueda hacerlas. Sólo le queda aceptar las leyes elaboradas por otro hombre, que, por eso mismo, se llama legislador. Adoptar las leyes hechas por otro hombre es obedecerle, y quien obedece no es soberano sino súbdito, puede que hasta un esclavo. Por último, cuando se pretende que la soberanía reside en el pueblo, en el sentido de que el pueblo delega su ejercicio nombrando a quienes han de cumplir las diversas funciones, resulta que el pueblo no nombra a nadie […] sino que cierto número de individuos, que decidieron autodenominarse «pueblo», nombran individualmente a quienes les parece bien, observando ciertas convenciones públicas o secretas […] Sin embargo, esas convenciones no son verdades; porque las convenciones humanas son contingentes (Bonald, 1843, I. p. 18).
Como se desprende del texto, la crítica de los contrarrevolucionarios a la democracia estaba vinculada al rechazo a la idea de un contrato original con su discurso adyacente de derechos naturales. Aquí, los contrarrevolucionarios recurrieron a lo que dijera Hume en su ensayo Del contrato original (Hume, 1994b; cfr. asimismo Bongie, 1965). Hume había objetado que la propuesta del «contrato original» no era realista, porque el ser humano primitivo, que existía en el supuesto estado «de naturaleza», debía haber sido incapaz del tipo de reflexión y decisión necesarios para celebrar un contrato. El contrato original, observaba Hume, «no fue escrito en pergamino, ni siquiera en hojas o troncos de árbol» (Hume, 1994b, p. 188).
Rehberg también criticó la teoría del contrato social por considerarla utópica, lamentando que hubiera dado lugar a una lectura equivocada tanto de la historia como de la naturaleza humana: los individuos nunca habían sido libres e iguales como suponían los defensores del contrato social (Droz, 1949, p. 363). Maistre calificó al contrato social de «teoría contrafactual» de la historia (Maistre, 1870, p. 47). «Nunca ha habido un estado de naturaleza en sentido rousseauniano porque nunca ha habido un momento en el que el arte humano no existiera» (Maistre, 1870, p. 470). O, como insistía Calonne, en términos que recordaban a Bentham, no importa cuántas «pomposas etiquetas de eternos, inalienables e imprescriptibles» pongamos a los derechos: los hombres no disponían de ellos en los días en los que «erraban sin ley» (citado en Goldstein, 1988, p. 112). No había derechos sin leyes positivas, ni leyes sin sociedad, ni sociedad sin gobierno.
Karl Ludwig von Haller, un profesor de derecho constitucional de Berna (y uno de los mayores adversarios intelectuales de Hegel), escribió su descomunal obra, Restauration der Staatswissenschaft oder Theorie des Natürlich-geselligen Zustandes, der Chimäre des Künstlich-Bürgerlichen Entgegengesetzt (1816-1834), basando toda su teoría política en el rechazo a la teoría del contrato social. No sólo descartaba a Sieyès, Locke y Rousseau, sino asimismo a Montesquieu, Grocio, Hobbes y Pufendorf, anunciando el advenimiento de «la restauración de la ciencia política», en alusión a la restauración de las monarquías europeas. Según Haller, el contrato social legitimaba a todos los estados ilegítimos del momento. Sus perniciosos efectos se apreciaban en Grecia, España y Portugal. Haller insistía en que la política no era artificial sino divina y natural, al igual que la familia (compartía las ideas de Bonald sobre el origen divino del matrimonio) y la monarquía (Haller, 1824-1875, II, pp. 22, 209). El contrato social adscribía el poder legislativo al pueblo, pero para Haller la ley no era sino la «voluntad del príncipe», que encarnaba la fuerza y el juicio. La base del Estado no era un contrato social, sino una serie de relaciones de derecho privado, lo que Haller denominaba el «Estado patrimonial». Aunque rechazaba los derechos naturales, Haller defendía la propiedad masculina y los derechos sucesorios y alababa la «eterna» cualidad de la primogenitura (Haller, 1824-1875, II, pp. 65 ss.). El fundamento de los estados era el traspaso del poder de padres a hijos, tanto si se trataba de un propietario cualquiera como del sucesor de un rey o príncipe. Haller trataba el tema del contrato original como si fuera un ataque a la autoridad paterna.
No todos los contrarrevolucionarios hicieron gala de un rechazo tan visceral a la teoría del contrato social y al iusnaturalismo. Para Calonne y Mallet du Pan, la idea de que los derechos naturales individuales eran un engaño no conducía necesariamente a negar al individuo per se, como hacían los contrarrevolucionarios más tradicionalistas. La fe en los derechos naturales, decían, era un error que podía tener consecuencias devastadoras para el cuerpo político, como, a su juicio, demostraba la Revolución. Para Bonald el individuo no existía, sólo había seres sociales unidos entre sí, primero a través de sus familias, y luego gracias al poder del Estado. Adam Müller denunció que la idea del estado de naturaleza había dado lugar a «la desafortunada doctrina según la cual el hombre puede formar parte del Estado y dejar de formar parte de él como si fuera una casa con la puerta permanentemente abierta» (citado en Reiss, 1955, pp. 150-151). Maistre también insistía en que el gobierno no era en absoluto «un asunto de elección propia» (Maistre, 1870, p. 503). Los únicos «derechos del pueblo» eran los que le concedía el soberano (Maistre, 1994, p. 50). El hombre no era bueno por naturaleza, como creía Rousseau; era un ser sociable y corrupto que debía ser gobernado. La alternativa al gobierno, y en esto Maistre estaba de acuerdo con Hobbes, era el estado de guerra. Maistre proponía regirse por la ley de Dios, en lugar de por los derechos naturales de los revolucionarios. Era una ley difusa, pero constituía el único fundamento de la ley positiva, aunque los hombres sólo pudieran entenderla de forma imperfecta.
En otras palabras, el pensamiento político de Maistre, como el de otros contrarrevolucionarios tradicionalistas, era un intento de restaurar la autoridad de la ley divina natural y acabar con las exigencias individualistas vinculadas a los derechos naturales de los revolucionarios. Los contrarrevolucionarios querían apropiarse de la volonté générale de Rousseau y revestirla del eco religioso que había perdido[8]. «En lugar de la voluntad general, la voluntad divina», escribía Haller (Haller, 1824-1875, I, p. xlviii). Casi todos aceptaban la distinción rousseauniana entre la voluntad de todos y la voluntad general. En opinión de Bonald, la Revolución francesa era un intento de sustituir la «voluntad particular» por la «voluntad general» (Bonald, 1864, I, p. 338). «La ley tiene tan poco que ver con la voluntad de todos que, cuanto más influya la voluntad de todos, menos ley es», afirmaba Maistre (citado en Goldstein, 1988, p. 47). Lo que Maistre y los contrarrevolucionarios se negaban a aceptar era, por un lado, que la voluntad general fuera artificial y, por otro, que estuviera ligada de alguna forma a la «voluntad del pueblo». Según Bonald, sólo la monarquía podía mantener la voluntad general al perpetuarla mediante la sucesión hereditaria (Bonald, 1984, I, pp. 175-184). Este apego a la ley natural explica en parte la obsolescencia final del pensamiento político contrarrevolucionario. Marc Goldstein ha afirmado que los escritos contrarrevolucionarios franceses son el canto del cisne del derecho natural, que «se transformó tan radicalmente tras 1789 que resultaba irreconocible» (Goldstein, 1988, p. 15). Además, a medida que la democracia de masas se iba haciendo realidad, la idea contrarrevolucionaria de que era una ficción parecía destinada al fracaso. Robert Nisbet afirma que no había tanta diferencia entre la crítica de Bonald al despotismo democrático y la de Tocqueville (Nisbet, 1944, p. 328). Pero sí la había: Tocqueville reconocía que vivía en una «era democrática». Los contrarrevolucionarios habían leído mal la historia; para ellos, era «política experimental». Es sabido que, en 1796, Maistre hizo una apuesta de «mil a uno», afirmando que la ciudad de Washington nunca se construiría, que no se llamaría Washington y que el Congreso nunca se reuniría allí (Maistre, 1994, pp. 60-61). En tiempos de Andrew Jackson este punto de vista parecía tan absurdo como pintoresco.
Eso no significa que el pensamiento contrarrevolucionario no estuviera presente durante todo el siglo XIX. Lo cierto es que pensadores contrarrevolucionarios «románticos», como Chateaubriand, Victor Hugo y Lamennais, dominaron la escena literaria francesa en la época de la Restauración y de la Monarquía de Julio. Pero a medida que el pensamiento contrarrevolucionario fue adquiriendo dimensiones más estéticas, también fue cambiando su significado político. En la última sección de este capítulo, analizaremos la figura de Pierre-Simon Ballanche, en cuyos escritos el pensamiento contrarrevolucionario realizó una sorprendente transición de la derecha a la izquierda.
PIERRE-SIMON BALLANCHE Y EL FIN DE LA CONTRARREVOLUCIÓN
Aunque era una generación más joven que Bonald y Maistre, los inicios de la carrera de Pierre-Simon de Ballanche