Gregory Claeys

Historia del pensamiento político del siglo XIX


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restablecer el equilibrio en la existencia humana. Según Maistre, existe una gran diferencia entre la guerra y la anarquía. La una es divina, la otra satánica.

      En Tratado sobre los sacrificios, su ensayo de antropología, Maistre esbozó la ubicuidad del sacrificio en la existencia humana, señalando, por ejemplo, que la práctica de sacrificar a mujeres y niños era habitual en Egipto, la India, Grecia, Roma, Cartago, México, Perú y la Europa anterior a Carlomagno (Bradley, 1999, p. 44). El famoso pasaje sobre el verdugo de las Veladas no es un alegato a favor de la violencia per se, sino una descripción del tipo de derramamiento de sangre que, en su opinión, puede evitar que otros derramamientos de sangre desemboquen en la anarquía. «[T]oda la grandeza, todo el poder y el orden social dependen del verdugo: él es el terror de la sociedad humana y el vínculo que la mantiene unida. Si se elimina del mundo esa fuerza ininteligible, el caos acaba con el orden, caen los tronos y desaparecen las sociedades. Dios, que es la fuente del poder del gobernante, también es la fuente del castigo» (citado en Berlin, 1994, p. xxviii). Como es sabido, Isaiah Berlin afirmó que su preocupación por la violencia convertía a Maistre en un precursor del fascismo (Berlin, 1990). Sin embargo, en estudios más recientes se rechaza esta teoría alegando que Maistre –como Bonald y al contrario que muchos fascistas– volcaba su interés en el problema de la legitimidad (Bradley, 1999; Spektorowski, 2002). Desde este punto de vista, Maistre parece casi antifascista –si la etiqueta de fascista no fuera, en cualquier caso, un anacronismo–. La elección, para Maistre, era «no entre el liberalismo y la tiranía, sino entre el autoritarismo legitimista y la tiranía totalitaria» (Spektorowski, 2002, p. 302). Para Maistre, «el Estado defendido por los cobardes “optimistas” del Directorio, que no obligaba al cumplimiento de la ley y en el que la gente se suicidaba, desmoralizada», era mucho más terrible que el verdugo (Maistre, 1994, p. 86).

      Según Maistre, la Revolución había demostrado –e ilustrado, a su juicio, con espantoso detalle– que la política sirve para controlar el desorden y la violencia. Lo que había que averiguar era qué forma de gobierno político permitía cumplir mejor esa tarea. Maistre no creía que hubiera una misma forma óptima para todas las naciones. Se basaba en Montesquieu y su ciencia de la relación existente entre las características nacionales y la forma de gobierno: «Para una nación el despotismo puede ser lo natural, pero para otras lo legítimo bien puede ser la democracia» (citado en Lebrun, 1965, p. 84). Sin embargo, «la historia nos da una respuesta a la pregunta de cuál es el gobierno más natural para la humanidad: la monarquía» (citado en Lebrun, 1965, p. 84). Los contrarrevolucionarios solían recurrir a Egipto para demostrar que la primera y más legítima forma de gobierno había sido la monarquía. Bonald iba incluso más allá: «No hay más sociedad pública que la monarquía regia» (Bonald, 1859, I, pp. 34 ss.). Calificaba al gobierno mixto de «poligamia política» (Bonald, 1845, p. 96). La tarea de su época era devolver a la Corona su poder sagrado, y eso no se podía hacer con ayuda de ninguno de los modelos ingleses. Bonald tenía al menos tres objeciones que formular a la marca británica de monarquía: era mixta; había generado «el desorden que es capaz de producir la sucesión femenina» (Bonald, 1859, I, pp. 77-78); y, sobre todo, era protestante, lo que significaba que el monarca ni siquiera era un auténtico soberano.

      Bonald y Maistre compartían la idea de que el protestantismo había plantado la semilla de un individualismo fatal, cuya consecuencia lógica eran el desorden y la revolución. «¿Qué es un protestante?», se pregunta Maistre: «Un hombre que protesta». El protestantismo era «literal y categóricamente el sans-culottisme de la religión» y, por lo tanto, «el gran enemigo de Europa […] la úlcera fatal que parasita a las soberanías y las consume sin cesar, hijo del orgullo, padre de la anarquía y disolvente universal» (citado en Lebrun, 1965, p. 138). Bonald estaba de acuerdo en que la Reforma había conducido inexorablemente al aflojamiento de los vínculos que mantenían unida a la sociedad. El protestantismo era una forma tonta de egoísmo. «El amor a sí mismo no reglado» siempre conduciría a la revolución en opinión de Bonald, porque los hombres sólo podían evolucionar plenamente en una sociedad bien ordenada basada en la religión y en el sacrificio (Bonald, 1864, I, pp. 493-496). A Maistre y a Bonald les preocupaba lo que Maistre denominaba el «principio generativo» de la sociedad: ¿de dónde procedía el poder? Para ambos la respuesta era que provenía de Dios.

      Su fe en los orígenes divinos del poder es lo más característico de la actitud de Bonald y Maistre en el caso las constituciones. No es que los teócratas fueran los únicos que se mostraban escépticos ante la creación de constituciones a priori. Aunque no defendía su concepción de la realeza por derecho divino, Mallet du Pan ya había denunciado a los jacobinos por su avidez a la hora de legislar: «Europa no puede tolerar a un legislador» (citado en Goldstein, 1988, p. 56). Pero Bonald y Maistre llevaron el argumento aún más lejos. Su rechazo al exceso de legislación no obedecía a una causa exclusivamente pragmática de estabilidad, era una cuestión de principios. Si el poder procedía de Dios, los hombres nunca podían imponerlo. Por lo tanto, las constituciones revolucionarias eran un sinsentido en el mejor de los casos y destructivas en el peor. Bonald distinguía entre sociedades «constituidas» y no constituidas; las primeras eran obra de Dios, las segundas de los hombres. Maistre afirmaba algo parecido que revela la influencia que ejerció sobre él el pensamiento de Vico (el principio de verum-factum de Vico, según el cual sólo se puede obtener un conocimiento auténtico de lo que uno ha creado) e insistía en que: «El hombre lo puede modificar todo en su esfera de actividad, pero no crea nada; esa es la ley que rige tanto el mundo natural como el moral» (Maistre, 1994, p. 49). La idea de que los hombres pudieran crear una constitución deliberando y reflexionando era absurda. «Nada grande tiene grandes orígenes» (ibid.). «Ninguna constitución es el resultado de la deliberación» (ibid.), y el número creciente y «prodigioso» de leyes aprobadas por la Convención Nacional era, para Maistre, un signo de su debilidad.

      Su profundo rechazo a las leyes hechas por el hombre fue un problema para el pensamiento político de Bonald y Maistre, así como para el pensamiento contrarrevolucionario en general. ¿De dónde iba a salir la regeneración posrevolucionaria si no era de más leyes? La sangre y el sacrificio eran parte de la respuesta de Maistre, pero la regeneración debía darse en el tejido social. Era la única forma en la que cabía hacer concordar de forma espontánea a «lo contrario de la revolución» con la Providencia divina. Se ha dicho que Bonald y Maistre fueron «de los primeros en identificar el ámbito de lo social con el de lo político» (Bradley, 1999, p. 24). Su concepto limitado y religioso del poder tuvo el efecto perverso de ampliar enormemente el ámbito de lo político, hasta abarcar a la familia, las costumbres y la economía. Tras despreciar las pretensiones humanas de fabricar constituciones, los tradicionalistas se centraron en un ámbito el que pudieran influir (de nuevo resuena un fuerte eco a Vico), es decir, en la sociedad misma. Muchos expertos han creído identificar la existencia de un vínculo entre Bonald y los primeros socialistas en este aspecto. Pero lo que se ha reconocido menos a menudo es que el interés de Bonald y Maistre por la sociedad los llevó a la idea de Rousseau de que la virtud de las mujeres era la salvaguarda de la buena política; una idea que chocaba frontalmente con el espíritu protofeminista de fourieristas y saint-simonianos.

      MAISTRE Y BONALD: MUJERES, PODER Y COSTUMBRES

      Mallet du Pan comentaba, que, en épocas anteriores, cuando había habido cambios en el orden político, la mayoría permanecía al margen. Ahora, en cambio, «las revoluciones han penetrado hasta las raíces mismas de la sociedad» (citado en Goldstein, 1988, p. 12). Uno de los aspectos más originales del pensamiento contrarrevolucionario era la idea de «identificar al ámbito de lo social con el de lo político», insistiendo en que las «costumbres y hábitos, las relaciones de género y familiares, la religión y la economía» eran cuestiones políticas (Bradley, 1999, p. 24). Esto explica, en cierta medida, la afinidad existente entre los contrarrevolucionarios y los primeros socialistas franceses, sobre todo los saint-simonianos, que leían y admiraban tanto a Bonald como a Maistre. También puede explicar lo que han constatado algunos sociólogos del siglo XX, que Bonald fue un sociólogo avant la lettre (cfr. Nisbet, 1944). Pero el grueso del contenido del pensamiento sociopolítico de Maistre y Bonald tenía bien poco en común con el socialismo del siglo XIX o la sociología del siglo XX. Lo que querían al abrir los parámetros de lo político era bloquear los cambios sociales, sobre todo para las mujeres.