PENSAMIENTO CONTRARREVOLUCIONARIO
Bee Wilson
«La vuelta al orden», escribió Joseph de Maistre en 1797, cuando abogaba por la Restauración en su obra Consideraciones sobre Francia, «no será dolorosa, porque será natural y la favorecerá una fuerza secreta cuya acción es totalmente creativa […] la restauración de la monarquía, lo que llaman contrarrevolución, no será una contrarrevolución, sino lo contrario de la revolución» (Maistre, 1994, p. 105). A Maistre le gustaban las paradojas, pero esta no lo era. Tras las «perpetuas y desesperadas oscilaciones» de la política francesa después de 1789, Maistre argumentaba a favor de una estabilidad necesaria, exenta de conmociones, pacífica y no violenta, basada en la calma y no en la anarquía. Afirmaba, que, para lograrlo, había que distanciarse totalmente de los métodos políticos e intelectuales de quienes habían favorecido la Revolución. En vez de acabar con el cristianismo se necesitaba fe, obediencia en vez de insurrección, soberanía en lugar de insubordinación y una monarquía, no una república. En otras palabras, para acabar con la Revolución había que recurrir a lo contrario de la Revolución. Esto significaba «nada de choques, de violencia o de castigos, salvo los que apruebe la auténtica nación» (Maistre, 1994, p. 105). A Maistre se le ha tachado de escritor «fanático», «monstruoso» e «inquietante» (Faguet, 1891, p. 1; Cioran, 1987; Berlin, 1990, p. 57). Stendhal se refería a él como «el amigo del verdugo», debido a su famosa aseveración, publicada en Las veladas de San Petersburgo, de que el ejecutor de la justicia era el «lazo» secreto que mantenía unida a la sociedad humana (citado en Berlin, 1990, p. 57). Varios críticos del siglo XIX lo acusaron de terrorismo, y, en el siglo XX, se le quiso relacionar con el fascismo. Sin embargo, más que tildar de violento a su pensamiento político, habría que decir que estamos ante un teórico que se negó a imaginar un orden político que no tuviera que vérselas con la violencia y el terror ni hubiera de contenerlos[1]. «[N]os ha perjudicado una filosofía moderna que nos dice que todo es bueno, cuando el mal lo permea todo», escribió en sus Consideraciones (citado en Spektorowski, 2002, p. 287).
«Nació para odiar a la Revolución», ha escrito Harold Laski, aludiendo al espíritu reaccionario que moldeó la personalidad de Maistre desde la cuna (Laski, 1917, p. 213). Lo cierto es que Maistre, al igual que Antoine de Rivarol, Friedrich Gentz, Edmund Burke, Louis de Bonald y Mallet du Pan, junto a la mayoría de pensadores que hoy calificaríamos de «contrarrevolucionarios», empezaron sus carreras intelectuales desde posturas reformistas y sólo adoptaron una visión más contrarrevolucionaria tras el inicio de la Revolución. Como bien señala Massimo Boffa: «Lo que definía a la contrarrevolución no era la hostilidad a reformar la monarquía en 1789» (Boffa, 1989, p. 641). O, en palabras de Owen Bradley: «La contrarrevolución fue una parte de la revolución misma» (Bradley, 1999, p. 10). Cuando hablamos de contrarrevolución en este capítulo, no nos referimos a lo que Colin Lucas ha denominado la «antirrevolución», es decir, la oposición práctica y popular a la Revolución (Lucas, 1988), sino a la reacción que suscitó en el ámbito de las ideas entre 1789 y 1830. Como ha demostrado Jacques Godechot, es significativa la escasa relación existente entre la práctica antirrevolucionaria y la teoría contrarrevolucionaria (Godechot, 1972, p. 384). Los antirrevolucionarios émigrés exigían la restauración del Ancien Régime, mientras que el pensamiento contrarrevolucionario era algo más complejo. Los contrarrevolucionarios sabían que no se podía volver a meter al genio en la botella (Maistre afirmaba que dar marcha atrás en la Revolución era como intentar embotellar toda el agua del lago Ginebra). La revolución, en este caso, fue más bien lo que impulsó la gestación de nuevas ideas sobre cómo alcanzar la estabilidad política. Lo que más criticaban los teóricos contrarrevolucionarios de la Revolución era su novedad, que les había obligado a asumir, en contra de su voluntad, nuevas posturas. Burke arremetió contra las nuevas abstracciones de los arquitectos de la revolución. Friedrich Gentz simpatizó, en principio, con los revolucionarios, pero acabó distanciándose de ellos por su extrema violencia. Si la Revolución americana quería seguir la marcha de la Historia, la francesa suponía un corte brusco con ella (Gentz, 1977, p. 49). Para Maistre, lo que exigía nuevas respuestas era un hecho inquietante, sin precedentes, una horrible secuencia de innovaciones. «La Revolución francesa tiene un elemento satánico que la diferencia de todo lo que hemos visto y probablemente veremos» (Maistre, 1994, p. 41). En opinión de Maistre, la Revolución era una «calamidad», un terrible «milagro», que caía fuera del «ámbito ordinario del delito» (Maistre, 1994, p. 41).
Es obvio, aunque no por ello menos cierto, que, en sentido estricto, no hubo pensamiento contrarrevolucionario antes de 1789, ya que fue una creación de la propia revolución, pero sí podemos hallar numerosos precursores intelectuales de los contrarrevolucionarios. La legitimación divina de Bossuet, por ejemplo, fue una de sus fuentes, aunque menos importante que el conservadurismo ambivalente de Montesquieu, los escritos sobre el despotismo ilustrado de Diderot y Voltaire y aspectos, tanto positivos como negativos, de Rousseau. Isaiah Berlin puso de moda hablar de los contrarrevolucionarios como «pensadores de la “Contrailustración”», pero, en muchos aspectos, los contrarrevolucionarios continuaron en la estela argumentativa de la Ilustración en vez de negarla[2]. Cabe leer gran parte del pensamiento contrarrevolucionario como un debate interno entre especialistas en Rousseau. Los contrarrevolucionarios defendían al Rousseau «honesto» y «sincero», que encarnaba la virtud unitiva de la religión cívica y la política del orden, por contraposición al Rousseau de la soberanía popular y el contrato social; les gustaba el Rousseau que criticaba las novedades, no el Rousseau que las escribía[3].
Es habitual comenzar los debates sobre el pensamiento contrarrevolucionario con Burke; en el caso de Inglaterra y Alemania puede estar justificado. Sin embargo, cuando nos referimos al ámbito francófono (incluidas Ginebra y Saboya además de Francia), no lo está tanto. Es cierto que Reflexiones sobre la Revolución en Francia de Burke se tradujo rápidamente al francés, y que a finales de 1791ya se habían vendido la friolera de 10.000 ejemplares, en cinco ediciones (Draus, 1989, p. 70). También lo es que muchos de los temas que planteaba Burke fueron retomados por los monárquicos moderados de la Asamblea Nacional y por los emigrados que habían abandonado Francia (Lucas, 1989, pp. 101 ss.). Pero, aunque gozara de audiencia, Reflexiones tuvo una influencia política muy limitada en Francia. En parte se debió a que las ideas de Burke ya se habían oído allí antes de que se supiera nada de Reflexiones. Ya en 1789, el abate Barruel había criticado a los philosophes, al igual que Burke, por el papel que habían desempeñado en la revolución al poner los «derechos» individuales por encima de los valores colectivos (Godechot, 1972, p. 42); Calonne –quien escribió una obra sobre finanzas alabada por Burke (Burke, 1988, pp. 116, 209)– había defendido el prejuicio frente al razonamiento abstracto basado en a prioris; Antoine de Rivarol había criticado la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y defendido el trono y la obediencia a este en diversos artículos, publicados en Le Mercure y en el Journal politique-national, que delataban la influencia de Burke (Godechot, 1972, pp. 33-34). Sin embargo, quien ejerció una influencia mayor y más esencial fue el periodista suizo Mallet du Pan, quien desde el verano de 1789 estuvo en contacto con un pequeño grupo de la Asamblea Constituyente conocido como los monarchiens y había realizado profundas críticas a la Revolución desde el punto de vista moderado. Todo lo que, de política, escribió Mallet rezumaba horror a la anarquía. Burke, de quien Mallet du Pan tenía una opinión ambivalente, criticaba la Declaración de los Derechos del Hombre por su abstracción metafísica. Las objeciones de Mallet eran más pragmáticas. Si la Declaración no se aplicaba, no valía para nada, y, si se aplicaba, resultaba extremadamente peligrosa. Mallet du Pan es un buen punto de partida para expresar algunas consideraciones sobre los escritos contrarrevolucionarios, porque es lo más parecido al contradictorio personaje del contrarrevolucionario prerrevolucionario.
MALLET DU PAN Y LAS RAÍCES INTELECTUALES DE LA CONTRARREVOLUCIÓN
Jacques Mallet du Pan, como Rousseau, veía la política mundial a través del prisma peculiar de Ginebra. Había nacido en 1749 en Céligny –a unos veinte kilómetros de Ginebra– en el seno del patriciado,