la experiencia de los sujetos sucede dentro de significados lingüísticos previamente establecidos.[10]Estos significados establecidos respecto a la feminidad, se incorporaron a los discursos y a las formas de actuación de las AFR, que heredaron muchos de las atribuciones de género que a lo largo del tiempo habían caracterizado a otras blasquistas en décadas anteriores, entre ellas a Dolores Ferrer, a Elena Just y a Amalia y Ana Carvia, a quienes en los homenajes que se les tributaron en este período se les reconocía su condición de guías y precursoras de las citadas Agrupaciones.[11]
DOLORES FERRER. ENTRE LA PARTICIPACIÓN EN LA POLÍTICA Y LA VIDA FAMILIAR
Esta doña Dolores [...]. No tiene espíritu sufragista; es por el contrario muy mujer; [...] como ahora, en nuestros días, lo es Gina Lombroso; ilustre tres veces: por ser hija de Lombroso, por ser esposa de Ferrero y por ella; por las obras suyas. Un fino, delicado temperamento femenino.[12]
Dolores Ferrer formaba parte de una antigua familia local en la que todos habían sido liberales y republicanos, y en la que todos también habían compartido los trabajos manuales o del campo «con los trabajos de la inteligencia». En su casa había «libros antiguos de fina doctrina y grabados, cartas geográficas», además de recuerdos de ciudades europeas y españolas. Ella era como su hermano, fiel a la tradición familiar; «ama[ba] los libros y le gusta[ba] conversar sobre arte y religión y política». También hablaba y discutía en el Casino Republicano «con palabras exactas, con tino y mesura», de todos los temas, alentando a viejos y jóvenes que creían en ella y que luchaban por el «advenimiento de la aurora republicana». Su identidad se definía, principalmente, por las relaciones que mantenía con los hombres de su propia familia, aunque también por sus propias «obras» en el ámbito del casino republicano. El texto de Just señalaba además de forma explícitamente su condición de «muy mujer» como opuesta a la de sufragista.[13]
Ambivalente entre el espacio público y la privacidad, el modelo deseable de mujer republicana, como en el caso de Dolores Ferrer, se constituía en el blasquismo en relación con la cultura, la sociabilidad y el entorno familiar. Un entorno que ampliaba sus fronteras e incluía al partido y al movimiento, consolidando una identidad colectiva que estaba en función de «la gran familia republicana», pues como afirmaba un orador en los actos de celebración de la Primera República: «El que se llame republicano es nuestro hermano. [Ya que] todos formamos una sola familia».[14]Por este motivo, las representaciones de la feminidad no eran ajenas a la esfera pública y las atribuciones de las mujeres eran también participar en el formidable tejido asociativo popular que, en torno a 1900, se articuló en torno al blasquismo.[15]
Puesto que se entendía además que la ideología política debía plasmarse en la vida personal y en el quehacer cotidiano, resultaba deseable que esposas e hijas compartiesen ideas, principios y valores con los hombres de su entorno. De esta forma, ellas se constituían en compañeras, apoyo y sostén de los militantes republicanos a los que les unían las mismas convicciones y a los que ofrecían refugio y afecto. Tal era el caso, por ejemplo, de Alfredo Calderón, de quien El Pueblo decía que cuando «se ve[ía] envuelto en [...] las persecuciones y los odios, enc[ontraba] ánimos en los santos afectos de la familia [...] donde relampaguea[ba] el más puro amor: el de la esposa y los hijos».[16]
En situaciones de mayor adversidad, a las mujeres se las representaba animando a los hombres a mantenerse firmes en sus luchas hasta llegar al martirio, como había sucedido en la resistencia al asedio de Numancia.[17]Definidas como indomables, heroicas, pero a la vez, santas y buenas,[18]los rasgos deseables de la feminidad blasquista combinaban atribuciones de ambos sexos. De mujeres como George Sand, Emilia Pardo Bazán o Carmen de Burgos, se llegaba a afirmar con admiración que gozaban de un talento homólogo al masculino y de conductas que denotaban «virilidad».[19]Contrariamente, de mujeres extranjeras como las abogadas Mackinley y Bajan, que habían presentado su candidatura a la presidencia de los Estados Unidos, o de las socialistas que articulaban sus demandas igualitarias en el Congreso Socialista de Gotha, se consideraba que mantenían actitudes y pretensiones inapropiadas, puesto que las gestión del gobierno, los derechos y las elecciones políticas eran asuntos reservados exclusivamente a los varones.[20]
Desde estos presupuestos, la reclamación del sufragio femenino se juzgaba como una cuestión propia de exaltadas y poco conveniente. El feminismo aceptable o «no enojoso», debía consistir en hacer conscientes a las mujeres de las discriminaciones legales y de los prejuicios que las costumbres y la religión les imponían en materia sentimental y sexual. Por ello, las demandas del matrimonio civil y de la ley del divorcio, temas habituales en los discursos blasquistas, hacían referencia también a la liberación femenina de los falsos pudores y de los matrimonios de conveniencia que acrecentaban su sometimiento.[21]De esta forma la cultura política del blasquismo incorporaba de forma habitual en los lenguajes de la política toda una serie de simbologías en torno a la vida privada y familiar, y abundantes metáforas sexuales y referidas al género.[22]
A las republicanas no se las calificaba, por tanto, como criaturas domésticas en el sentido estricto del término, ni sus roles coincidían con las normas de decencia y pudor atribuidas a «El Ángel del Hogar»,[23]aunque sí se continuaban manteniéndose ámbitos de intervención y cometidos diferenciados en función del género. En una velada promovida por el Casino de Fusión Republicana del distrito del Museo, el orador expresaba esta idea «Alent[ando] a los hombres á continuar la misión liberadora, y salud[ando] á las hermosas mujeres que se veían en la sala, felicitándolas por su independencia de ideas».[24]
Esta diferencia de funciones no impedía que las mujeres participaran en los actos, veladas y bailes de los Casinos y demás asociaciones obreras, en los encuentros organizados por las escuelas laicas, en los mítines, las manifestaciones, las algaradas callejeras u otros rituales de movilización, en los que su presencia era numerosa. El hecho de que las mujeres estuvieran formadas e integradas en las ideas, rituales y espacios de la cultura política republicana resultaba crucial para la reproducción de la ideología blasquista. Por este motivo, las madres debían instruirse, fundamentalmente, para acrecentar su consciencia sobre las desigualdades sociales y sobre las problemáticas políticas con el objetivo de que su prole aprendiera, también de ellas, los principios del grupo. Esta labor de «madres e iniciadoras» también en cuestiones sociopolíticas, en última instancia, garantizaba la consecución de un futuro más justo. Adolfo Gil y Morte, por ejemplo, en un mitin en el casino «El Pueblo», elogiaba la firmeza de convicciones de las mujeres republicanas «porque ellas eran las madres de las futuras generaciones revolucionarias llamadas a realizar grandes empresas».[25]
La instrucción femenina se legitimaba, por tanto, en base a sus tareas como compañeras de los hombres y educadoras de los hijos e hijas, lo que confería una función política a los papeles de las mujeres como agentes y protagonistas del cambio social, aún cuando les limitaba el ejercicio de su individualidad en un sentido pleno.[26]La