o cómo... Quizá la otredad sí pueda tener nombre («Hoy tu nombre está aquí», se nos dice en Historia del corazón). Pero, de cualquier modo, parece como si hasta lo otro careciera de nombre. Así, en el libro Nacimiento último,21 que es un canto a la muerte y a la fuerza del amor o del nombre ajeno perdido para siempre: «Para borrar tu nombre, / (...) aquí te nombro». O bien cuando el nombre del amigo se transforma sintomáticamente en sombra, se transforma en «El Moribundo» (dedicado a Alfonso Costafreda), un poema con una lógica interna implacable, en tanto que se nos divide en dos partes necesarias. Por un lado la primera parte que se titula «Palabras», o sea: «Él decía palabras. / Quiero decir palabras, todavía palabras»; pero a la vez, por otro lado, la sombra de la palabra, su imposibilidad ante la muerte, la segunda parte que se titula «El Silencio»: «Oidme. Y se oyó puro, cristalino el silencio».22 Es la misma dialéctica que se observa en el poema titulado «Las Barandas», un texto dedicado a Julio Herrera y Reissig, el poeta modernista hispanoamericano, quizá uno de los textos que más me han impresionado siempre en la producción de Aleixandre. Un texto donde mano y nombre se mezclan de manera asombrosa, hasta comprobar que se convierten en dos signos básicos de la poética que venimos leyendo:
Un hombre largo, enlevitado y solo
mira brillar su anillo complicado.
Su mano exangüe pende en las barandas,
mano que amaron vírgenes dormidas.
(...)
Duramente vestido el hombre mira
por las barandas una lluvia mágica.
Suena una selva, un huracán, un cosmos.
Pálido lleva su mano hasta el pecho.23
Aunque recuerda, obviamente, a Manuel Machado, lo que me parece genial en este poema es la relación dialéctica que se establece entre la mirada y el anillo, y más genial, si cabe, el movimiento final de la mano: el cuerpo vive en el silencio, en el deslizarse mínimo, ni siquiera hacen falta las palabras. Así como en el comienzo de los tres poemas dedicados a la muerte de Miguel Hernández: el silencio vuelve a brotar otra vez, incluso en el lugar más inesperado, en el silencio de la música. Un crimen auténtico necesita un réquiem auténtico. Dice Aleixandre: «No lo sé. Fue sin música».24
Palabras y silencios, manos que viven (¡qué obsesión la de las manos en Aleixandre!), cuerpos que habitan el espacio y se desvanecen en el tiempo. Y nombres que se consumen –pues en verdad nunca han existido– como se consumen los años. Ahora bien, ¿por qué renunciar a la propia vida vivida, a la historia de uno y de todos?
Quizá los libros con menos conciencia de la sombra trágica sean precisamente los dos últimos, los que ya la han asumido plenamente. Por supuesto me refiero a los Poemas de la consumación25 y a Diálogos del conocimiento. La consumación de los años, el triunfo definitivo del tiempo, me parece básico en este sentido en el poema titulado precisamente «Los años», de Poemas de la consumación, donde la dialéctica se juega aquí entre el peso del tiempo y el paso del tiempo. La historia ha sido real, la vida sigue siendo real. De ahí la pregunta decisiva que inaugura el poema: «¿Son los años su peso o son su historia?».26 La relación estar/ser que habíamos observado siempre en Aleixandre se nos presenta ahora a través de un cristal absolutamente irónico y a la vez plácido. No hay derrota ni victoria, mientras lo vivo permanezca aunque sea sólo en el recuerdo que revive. Esta ironía calma no tiene nada que ver ya con el desgarro de Pasión de la tierra o de Historia del corazón. Escribe Aleixandre, riéndose, de nuevo, de los lugares comunes del lenguaje cotidiano: «¡Ah, cuán joven estás (...)». Para añadir enseguida: «¿Estar, no ser?». La contraposición entre el estar y el ser del cuerpo se presenta aquí de una manera ya inevitablemente directa y literal. Ya no hay anverso ni reverso. Parecería una propuesta de destierro amargado de la vida, pero este Aleixandre último es demasiado lúcido y demasiado sabio. Por eso vuelve a utilizar el lugar común de la frase hecha para apostillar: «La lengua es justa». No es que se haya perdido el deseo, puesto que el ojo aún mira –y la influencia de la mirada fenomenológica, según venimos diciendo, es siempre clave en Aleixandre–, sino que la voz del viejo sabio quizás de pronto «sabe» que la renuncia al deseo apenas cuesta, puesto que el deseo jamás se ha alcanzado, siempre ha estado ahí flotando. Esta conciencia triste («Lo que más cuesta es irse») es sencillamente, o acaso, una reconciliación con la propia sombra. Si el deseo es fantasmal, sólo queda decir, como nos dice el texto: «Con dignidad murió. Su sombra cruza». Y por supuesto lo que leemos en Diálogos del conocimiento: «Calla. Quien habla escucha. Y quien calló ya ha hablado». O bien el apóstrofe final de «Quien baila se consuma» con que se cierra el libro de los Diálogos...:
Es el fin. Yo he dormido mientras bailaba, o sueño.
Soy leve como un ángel que unos labios pronuncian.
Con la rosa en la mano adelanto mi vida
y lo que ofrezco es oro o es un puñal, o un muerto.27
Pero indudablemente es en el comienzo de esta VII y última parte de los Diálogos del conocimiento28 (en el poema titulado precisamente «La Sombra»)29 donde Aleixandre nos plantea como nunca –porque este libro es único– toda la serie de cuestiones que venimos rastreando. El diálogo entre el Niño y el Padre (que no es un diálogo, sino más bien monólogos que se entrecruzan, como ocurre en el resto del libro) resulta impresionante: antes de nacer se es la vida toda, sin límites, sin su límite pobre. Pero se nace despacio, como el Todo que acaece, como la vida misma. El Niño se imagina haber estado previamente en la conciencia de alguien, y ser ese Todo previo. Entonces la pregunta por el nacer es un desgarro, es ese por qué estoy aquí con que se interroga el Niño, es decir, por el origen de la oscuridad, de la sombra. En realidad no nacemos, sino que somos arrojados al mundo y arrojados a solas y como una sombra. Escribe el texto: «¿Nací? Advine al mundo como sombra que atraca / en la noche. Un silencio, pero ahora era el llanto». Es el primer lugar de la vida: ese llanto que ya hemos visto en otro poema anterior. Se crece, pero no a través de la luz de la estrella, sino de sus rayos muertos. Y se vive o se luce, pero sólo a los ojos del otro, que en este caso parecen ser los ojos del Padre. Pero el Padre también es sombra en los cristales. Se pregunta por la vida pero quien la da es quien la ignora. La vida es ese espejo sobre la pregunta acerca de la vida, esa sombra en el cristal. Nos dice el texto: «Sombra o silencio quieto que no transcurre / y muere». Es curioso: si el ser es tiempo y el estar es espacio, tampoco eso salva. El silencio quieto que no transcurre lo retoma el Niño: «Por esta estancia grave paseo». Fijémonos en que estancia significa a la vez un lugar y una forma de estar. Recordemos el relámpago entre dos oscuridades, pues ahora el texto nos dice que fue un rayo quien instaló al Niño en esta estancia, pero que sólo surgió por la sombra y lo único que mira es algo a través de los cristales, acaso la sombra del Padre, pero es que incluso la sombra del Padre no existe: «Pero asirme a tu sombra es mi vida y no existes / pues quien nace está solo (...) Nací para quererte, para perpetuo estarte y que tú me estuvieras, Padre por siempre, y fuéramos». Es obvia la relación definitiva que desde aquí se establece entre el estar y el ser, entre el ser vivo y la permanencia del estar. Sólo que la sombra siempre puede más. Y de ahí quizás la otra pregunta clave: «¿Qué es el placer?». El Padre contesta en su monólogo: «Lo sé: no soy ni he sido». En vez de una luz fue la sombra de la luz o del fuego en este caso, puesto que se trata del placer: «Pero