Sergio Arlandis López

Olvidar es morir


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sino el sueño de quien en él se extingue. / Y muerte nace». Así se cierra el círculo, evidentemente. Si se nace muerte la conciencia de lo trágico nos acompaña siempre, porque no hay objetivación posible para el nombre, no hay objetividad posible para el yo, incluso si se admite una lectura «ontológico-laica» de este poema, como ocurriría en el Dios deseado y deseante de Juan Ramón Jiménez –según se ha señalado tantas veces–.

      Quizás convenga concluir así. Como decía al principio, podría haber elegido atravesar los textos más luminosos de Aleixandre al hacer este esbozo mínimo de su poética. Esos versos inolvidables que son ya emblemáticos para todos, como «Se querían sabedlo» (que también pude leerse, sin embargo, como otra metáfora trágica de Romeo y Julieta) o «Siempre te ven mis ojos / ciudad de mis días marinos». Pero por razones que incluso a mí se me ocultan, he elegido este otro sendero, el de lo trágico en el viaje de las sombras. Como La línea de sombra o El corazón de las tinieblas, esos dos relatos de J. Conrad que tanto impresionaban a Borges y que nos han impresionado a todos. Conrad, otro desterrado interior, otro homosexual oculto, el polaco britanizado que hablaba tan mal inglés y sin embargo escribió el mejor inglés de su tiempo. El eterno exiliado de sí mismo y del lenguaje. Pero una línea de sombra con tres connotaciones básicas: 1.º) Si el vitalismo poético de la época depende siempre de la aparición del instante, de la fusión de esencia y existencia, sin duda Aleixandre es un poeta de ese instante; 2.º) si la denodada lucha contra el tiempo no tiene más remedio que cortar al tiempo en espacios, sin duda Aleixandre es el poeta de esos espacios; 3.º) si la sustancia material vive en sí misma y a la vez espumea y se multiplica como historia humana, sin duda Aleixandre es el poeta de esa sustancia material y de sus reales espumas históricas, esa luz que viaja siempre acompañada de su sombra, esos cuerpos que se deslizan sin nombre...