Anton Chejov

Un drama de caza


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me estrechó en sus brazos y sus largos bigotes rozaron varias veces mis mejillas. Sus besos fueron seguidos de prolongados apretones de manos y profundas miradas a los ojos.

      —¡Serguei! ¡No has cambiado nada! ¡Sigues siendo el mismo! ¡El mismo muchacho fuerte y hermoso! ¡Gracias por aceptar mi invitación y venir de inmediato!

      Cuando me libré de las efusiones del conde, saludé al administrador, a quien conocía de tiempo atrás, y me senté a la mesa.

      —¡Ay, palomito mío! —continuó el conde en tono excitado y ansioso—, ¡si supieras cuánto me reconforta ver tu cara jovial otra vez! Pero no os conocéis, ¿verdad? Permíteme presentarte a mi buen amigo Gaetan Kazimirovich Pchejotski. Y éste —continuó, dirigiéndose a su obeso acompañante— es mi amigo, mi viejo amigo, Serguei Petrovich Zinoviev. Nuestro juez de instrucción.

      El hombre gordo, de cejas negras, apenas se incorporó y me tendió su enorme mano bañada en sudor.

      —Mucho gusto —masculló, observándome de pies a cabeza—. Mucho gusto.

      Terminadas las presentaciones, el conde me sirvió un vaso de té frío, rojizo, y me tendió una lata de bizcochos. —¡Pruébalos!... Al pasar por Moscú entré en la tienda de

      Einam a comprarlos. No sabes lo enojado que estoy contigo, Seriosha. Quería pelearme contigo... No sólo no me has escrito una sola línea durante estos dos últimos años, sino que tampoco te has dignado contestar ninguna de mis cartas. Eso no es propio de un amigo.

      —No sé escribir cartas —dije—. Por otra parte, no tengo tiempo para escribirlas. Además, ¿de qué iba yo a escribirte?

      —¿Han sucedido pocas cosas?

      —La verdad, ninguna. Yo sólo admito tres clases de cartas: las de amor, las de felicitación y las de negocios. Las primeras no podía escribírtelas ya que no eres una mujer y yo no estoy enamorado de ti; las segundas no las necesitas, y las terceras son imposibles, ya que desde nuestro nacimiento no han existido posibilidades de negocios entre nosotros.

      —En el fondo tienes razón —dijo el conde, que siempre compartía la opinión de los demás—, pero, de cualquier manera, podías haberme escrito, aunque fuera una línea. Además, Piotr Iegorich me ha dicho que en estos dos años nunca has venido por aquí, como si vivieras a mil verstas, o despreciaras mi finca. Podrías haber venido a cazar... Muchas cosas debieron pasar aquí durante mi ausencia.

      El conde habló mucho y atropelladamente. Una vez que se lanzaba sobre un tema, era tan infatigable para emitir sonidos como mi loro Iván Demianich. Esa era una de las cosas que más insoportables me resultaban en él. En esa ocasión fue callado por su mayordomo, Ilya, alto y delgado, enfundado en una librea vieja y manchada, quien traía una bandeja de plata con una copa de vodka y un vaso de agua. El conde bebió el vodka de un trago, se enjuagó la boca con el agua y luego meneó la cabeza como si estuviera ardiendo.

      —Por lo que veo, no has perdido la costumbre de llenarte de vodka —le dije.

      —No, Seriosha, no la he perdido.

      —Bueno, al menos deberías abandonar la costumbre de hacer gestos y menear la cabeza. Es muy desagradable.

      —Todo eso lo dejaré, querido. Los médicos me han prohibido la bebida. Si bebí ahora es porque es perjudicial cortar un hábito de golpe. Hay que hacerlo progresivamente.

      Miré el rostro ajado y enfermo del conde, la copa vacía, al mayordomo con sus zapatos amarillos, al polaco de cejas negras, quien desde el primer momento me pareció, sin que supiera bien por qué, un canalla y un estafador, y finalmente al mujik tuerto, duro y silencioso, y experimenté un profundo sentimiento de temor y ansiedad... Repentinamente deseé abandonar ese ambiente turbio, declararle al conde mi aversión sin límites. Estuve a punto de levantarme e irme. Pero no lo hice. Me lo impidió (me da vergüenza confesarlo) una oleada de pereza física.

      —Dame también a mí un vaso de vodka —le dije a Ilya.

      Largas sombras comenzaban a extenderse sobre el sendero y el terraplén en el que estábamos sentados.

      El croar de las ranas, el graznido de los cuervos y el silbido de la oropéndola anunciaban la puesta del sol. Una alegre noche estaba empezando.

      —Dile a Urbenin que se siente —le murmuré al conde—. Está de pie ante ti como si fuera un niño.

      —Ah, no lo había advertido. ¡Piotr Iegorich, siéntate si quieres! ¿Por qué estás ahí parado?

      Urbenin se sentó, dirigiéndome una mirada de gratitud. Siempre lo había visto sano y alegre, pero ese día me pareció enfermo y afligido. Sus rasgos parecían ajados y sus ojos dormidos miraban todo con una gran pereza.

      —Bueno, Piotr Iegorich, ¿qué hay de nuevo por acá? Algunas muchachas bonitas, ¿eh? —le preguntó Karnieiev—. ¿Hay alguna especial..., alguna fuera de lo común?

      —No hay ninguna novedad, Excelencia.

      —¿Estás seguro de que no hay ninguna nueva muchacha atractiva, Piotr Iegorich?

      El administrador enrojeció de vergüenza.

      —No lo sé, Excelencia..., yo no me ocupo de esas cosas...

      —Hay, Excelencia —irrumpió por vez primera la voz del mujik tuerto—, algunas que valen la pena.

      —¿Hermosas?

      —Las hay de todos los tipos, Excelencia, para todos los gustos, las hay morenas, rubias, de todas las pelambres.

      —Oh, espera, espera..., ahora me acuerdo de ti, mi antiguo Leoporello, una especie de secretario para ciertos menesteres. Te llamas Kuzma, ¿verdad?

      —Sí, Excelencia.

      —Ya me acuerdo, ya me acuerdo... Bueno, ¿qué tienes en vista? Campesinas, ¿no es cierto?

      —Sí, siervas sobre todo, pero también hay algo más fino.

      —¿Dónde has encontrado esas finuras? —preguntó Ilya, volviendo los ojos hacia Kuzma.

      —En Pascua llegó la cuñada del cartero a quedarse en su casa... Nastasia Ivanovna... Una muchacha muy bien formada. Me hubiera gustado acercarme a ella, pero para eso se necesita dinero. Tiene mejillas como duraznos, y todo lo demás es de primera. Pero hay algo todavía mucho mejor, Excelencia. Podría decirse que lo ha estado esperando. Es joven, aterciopelada, sana. Ni siquiera en Petersburgo encontraría su Excelencia una belleza igual.

      —¿Quién es?

      —Olenka, la hija del guardabosque Skvorotsov.

      La silla de Urbenin crujió bajo su peso. Con las manos

      apoyadas en la mesa y el rostro purpúreo, el administrador se levantó despacio y miró al tuerto. Su cólera aumentaba por momentos.

      —¡Muérdete la lengua, siervo! –gritó—. ¡Gusano tuerto! Di lo que quieras, pero no te atrevas a tocar a la gente respetable.

      —No estoy hablando de usted, Piotr Iegorich –dijo Kuzma, imperturbable.

      —¡No se trata de mí, imbécil! —continuó Urbenin, y luego dijo, dirigiéndose al conde—: Suplico a su Excelencia que le prohíba a su Leoporello, como lo ha llamado, ejercer sus actividades entre personas dignas de todo respeto.

      —Yo no entiendo... —dijo el conde con toda ingenuidad—. No ha dicho nada que sea ofensivo.

      Insultado y ofendido en extremo, Urbenin se alejó de la mesa. Con los brazos cruzados y los ojos bajos, escondió detrás de unas ramas su cara enrojecida. ¿Sospecharía que en un futuro próximo su sentido moral iba a sufrir injurias mil veces más atroces?

      —No comprendo qué ha podido ofenderlo —murmuró el conde—. ¡Qué hombre más raro! No se ha dicho nada ofensivo.