sabe usted que hay electricidad allá?
—Lo he aprendido... ¿Usted no lo sabe? La gente que muere por una tormenta o en la guerra, y las mujeres que fallecen al dar a luz, van todos al paraíso. Aunque no esté escrito en los libros, es la verdad. Mi madre está ahora en el paraíso. También yo pienso que un rayo me va a matar un día y que iré al paraíso... ¿Es usted un hombre culto?
—Sí.
—Entonces no se ría... Esta es la manera como me gustaría morir: vestirme con un traje elegante y costoso, como uno que le vi el otro día a la propietaria Sheffer, que es muy rica; ponerme pulseras en los brazos, subir hasta la cúspide de la tumba de piedra y dejar que me mate un rayo..., de modo que toda la gente pueda verme. Un enorme trueno, y nada más.
—¡Qué fantasía tan extraña! —dije sonriendo y mirando los ojos de la muchacha, llenos de horror sagrado ante la idea de una muerte violenta—. ¿Así que usted no quiere morir vestida de manera ordinaria?
—No —dijo Olenka con obstinación—. Además, me gustaría que todo el mundo me viera.
—Su vestido de hoy es mucho mejor que el más elegante y costoso de los vestidos. Y le queda maravillosamente. Parece usted una flor roja del bosque.
—No, no es verdad, un vestido barato no puede ser hermoso.
El conde se aproximó a la ventana con el propósito evidente de conversar con la bella Olenka. Mi amigo sabe hablar tres idiomas europeos, pero nunca sabe qué decirle a las mujeres. Torpemente, de pie cerca de nosotros, esbozó una sonrisa idiota y mugió:
—Hola, ¿qué tal? —luego retrocedió unos pasos y se fue a buscar la botella de vodka.
—Usted cantaba cuando entró algo así como “Amo la tormenta de comienzos de mayo” —le dije a Olenka—. ¿Hay música que acompañe a esas palabras?
—No —respondió con vivacidad—. Yo invento música para todos los versos que conozco.
Volví la cabeza y descubrí que Urbenin nos observaba con fijeza. En sus ojos latía un odio y un resentimiento que contrastaba curiosamente con la placidez de su rostro.
“¿Estará celoso?”, me pregunté.
Al verse sorprendido se levantó y salió al vestíbulo con gran agitación. Los truenos eran cada vez más frecuentes y profundos. Los relámpagos blanqueaban el cielo, los pinos y la tierra mojada. El chubasco iba para largo. Frente al armario de los libros eché un vistazo a la biblioteca de Olenka. “Dime lo que lees...” Pero de lo que vi no logré obtener ninguna conclusión sobre el nivel mental de la muchacha o su grado de educación. Había una extraña mezcla en esos anaqueles. Tres antologías, un libro de Börne, el manual de aritmética de Evtuchevski, el segundo volumen de las obras completas de Lermontov, novelas de Chkliarevski, varios ejemplares de la revista Trabajo, un libro de cocina... De pronto se abrió la puerta y una nueva persona entró en la sala, lo que me distrajo en mis investigaciones sobre la cultura de Olenka. Era un hombre alto y musculoso, con una bata de algodón y pantuflas hechas jirones; la forma del bigote y las pantuflas le daban un aire de pájaro. La cabeza pequeña se balanceaba en el extremo de un cuello largo en el que destacaba la nuez. Aquel extraño personaje nos examinó con sus ojos verdes y turbios y luego los fijó penetrantemente en el conde.
—¿Están todas las puertas cerradas? —preguntó con voz casi implorante.
El conde me lanzó una mirada y subió los hombros.
—Papá, no te preocupes —dijo Olenka—. Vuelve a tu habitación, todo está cerrado.
—¿El cobertizo está cerrado?
—Es un poco extraño —murmuró Urbenin, volviendo del vestíbulo—. Le asustan los ladrones y vive preocupado por cerrar las puertas. ¡Nikolai Efimich, vuelva a su dormitorio a acostarse! No tenga miedo, todo está cerrado.
—¿Las ventanas también?
El hombre revisó todas las ventanas, verificó que las cerraduras estuviesen en orden, y sin mirarnos, desapareció en su cuarto.
—El pobre hombre tiene a veces estos desarreglos —comenzó a explicar Urbenin, tan pronto como el otro salió de la habitación—. Es un hombre bueno, inteligente. Para su familia es una desgracia. Casi todos los veranos anda con la razón un poco extraviada.
Olenka escondió la cara y se dedicó a arreglar los libros. Era evidente que la locura del padre la avergonzaba.
—El coche ha llegado, Excelencia. Puede volver a su casa cuando lo desee.
—¿De dónde ha salido ese coche? —pregunté.
—Lo mandé venir...
Momentos después, sentado al lado del conde en el coche, escuchaba con malhumor la embestida de la tormenta.
—¡Ese tal Piotr Iegorich nos ha hecho salir tranquilamente de la casa! —mascullé—. ¡Que el diablo se lo lleve! No nos dejó casi tiempo de conocer a Olenka. Por supuesto que no íbamos a comérnosla. Ardía de celos. No me cabe duda que está enamorado de ella.
—Sí, sí, sí... También yo lo he observado. Por celos no nos dejaba entrar a la casa y por celos, también, mandó a buscar el coche... ¡Ja, ja, ja!
—Mientras más tarda en llegar el amor, más ardores produce. Por otra parte, hermano, es difícil no enamorarse de esa muchacha si la ve uno todos los días. ¡Es extraordinariamente hermosa! Pero no está hecha para ese tipo repugnante. Y él debería comprenderlo. Está bien que la adore de lejos, pero que no impida que los demás la admiren. Sobre todo, debe saber que no es para él. ¡Qué viejo imbécil!
—¿Te acuerdas cómo se enfureció cuando Kuzma la mencionó? Parecía que iba a golpearnos. No se defiende así a una mujer cuando le es a uno indiferente —añadió el conde.
—Algunos hombres lo hacen... Pero no es eso lo importante. Si hoy gritaba de ese modo, ¿qué no hará con los pobres tipos que tiene bajo su mando? Estoy seguro de que los sirvientes, mayordomos, cazadores y el resto de la grey que preside, no pueden ni siquiera acercarse a ella. El amor y los celos nos vuelven injustos, duros de corazón, misántropos. Apuesto a que a causa de Olenka debe haberle hecho imposible la vida a más de uno de los tipos que están bajo su mando. Sería bueno que tomaras con mucha reserva todas las quejas que haga contra tus servidores. Ponle límites a su poder, al menos por un tiempo. Cuando pase el amor, las cosas se normalizarán. Al fin y al cabo, no es un mal hombre.
—¿Y qué piensas del padre de la muchacha? —me preguntó el conde, riendo.
—Un loco que debería estar en el manicomio y no cuidando tus bosques. Deberías poner un letrero a la entrada de tu finca que dijera “Manicomio”. No falta nadie: el guardabosque, la lechuza, Franz el jugador, un vejete enamorado, una muchacha exaltada y tú, a quien ha perdido el alcohol.
—¿Por qué debe recibir este guardabosque un salario? ¿Cómo puede cumplir con su trabajo si está loco?
—Sin duda Urbenin lo conserva sólo por amor a su hija... Urbenin dice que estos ataques se le repiten cada verano... Eso no me parece lógico. Este guardabosque no está enfermo cada verano, sino siempre. Felizmente, tu Piotr Iegorich no miente muy a menudo y se traiciona cuando lo hace.
El coche entró en el patio y se detuvo en la puerta. Bajamos. La lluvia había cesado. Las nubes, iluminadas por los relámpagos, corrían hacia el norte, descubriendo un espacio cada vez más amplio de cielo estrellado. La Naturaleza había visto cómo se restauraba la paz.
Y esa paz parecía atónita ante la calma, el aire perfumado, la música de los ruiseñores, el silencio de los jardines durmientes y la luz acariciadora de la luna naciente. El lago despertaba de su sueño diurno, y su suave murmullo acariciaba el oído humano.
En esas condiciones nada apetece más que atravesar