Anton Chejov

Un drama de caza


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que, poco a poco, reemplazaba al calor del día. Propuse que diéramos un paseo. Trajeron de la casa las chaquetas del conde y de su nuevo amigo el polaco y comenzamos a caminar. Urbenin nos seguía.

      Pecados

      Los jardines del conde son tan hermosos que merecen una descripción particular. Desde todo punto de vista son los más ricos y de mayor colorido que haya visto jamás. Además de los senderos ya mencionados, con sus verdes cúpulas, es posible encontrar en ellos una serie de exquisiteces y caprichos que los hacen placenteros. Se encuentra en ellos toda clase de frutas nacionales o extranjeras, comenzando por las cerezas silvestres y las ciruelas para terminar con albaricoques del tamaño de un huevo de oca. Hay toda clase de árboles frutales, hasta olivos, a cada paso. Hay grutas semidestruidas y cubiertas de musgo, fuentes, pequeños lagos llenos de peces dorados y de carpas, colinas, bosquecillos y costosos invernaderos... Todo este raro mundo de lujos fue construido por los abuelos y padres del conde; toda esa riqueza de rosales enormes, de poéticas grutas e interminables senderos y avenidas fue poco a poco abandonada e invadida por la maleza, destruida por el hacha de los ladrones y por los cuervos que han hecho sus nidos en las ramas de árboles exóticos. El legítimo propietario de este jardín caminaba a mi lado sin que un solo músculo de su rostro se moviera ante la vista de ese lamentable abandono, como si él no tuviera ninguna relación con aquellos jardines. Sólo en una ocasión, por decir algo, le comentó a Urbenin que sería bueno echar arena en los caminos. Advertía la ausencia de arena que no le hacía falta a nadie y, sin embargo, no reparaba en los árboles desnudos que se habían congelado en los duros inviernos anteriores, ni en las vacas que ramoneaban en medio del jardín. En respuesta a su comentario, Urbenin dijo que se necesitarían diez hombres para poner el jardín en orden y que como el señor no habitaba el lugar, le parecía que ese gasto sería un lujo innecesario. El conde, como era su costumbre, estuvo de acuerdo.

      —Además, debo confesar que no tengo tiempo para ello —dijo Urbenin haciendo un movimiento con la mano—. Paso el verano en los campos y el invierno en la ciudad vendiendo el grano. ¡Aquí no hay tiempo para jardines!

      La avenida principal del jardín, bordeada de altos tilos y de macizos de magnolias, terminaba a lo lejos en una mancha amarilla. Era un pabellón de piedra amarilla donde antes había un comedor, un billar, un juego de bolos y otros entretenimientos. Caminamos sin objeto alguno hacia aquella edificación. A la entrada nos recibió algo vivo que estremeció enormemente a mi nada valiente amigo.

      —¡Una serpiente! —gritó el conde, asiéndome la mano y palideciendo—. ¡Mira!

      El polaco retrocedió unos pasos y luego se quedó petrificado, agitando tan sólo los brazos como si espantara fantasmas. En una de las semidestruidas gradas de piedra había una víbora de una especie muy extendida en Rusia. Al vernos, levantó la cabeza e hizo un movimiento. El conde lanzó otro grito y se escondió detrás de mí.

      —No tema, Excelencia —dijo Urbenin y colocó un pie en el primer escalón.

      —¿Y si nos ataca?

      —No nos atacará. Además, se ha exagerado mucho el peligro de la mordedura de estos bichos. En una ocasión me mordió una serpiente muy grande y, como usted puede ver, no me mató. El aguijón humano es mucho peor que el de las serpientes —moralizó Urbenin, exhalando un profundo suspiro.

      En efecto, apenas el administrador llegó al tercer escalón, la serpiente se estiró y desapareció en una grieta entre las piedras. Cuando entramos al pabellón vimos otra criatura viviente. Tendido sobre una vieja mesa de billar estaba un viejecito con chaqueta azul, pantalones a rayas y una gorra de jockey. Dormía dulce y apaciblemente. Alrededor de su nariz y de su boca desdentada revoloteaban las moscas. Flaco como un esqueleto, con la boca abierta, totalmente inmóvil, parecía un cadáver que hubiera sido transportado a esa mesa para efectuarle la autopsia.

      —¡Franz! —dijo Urbenin, sacudiéndolo por el codo—. ¡Franz!

      A la quinta o sexta llamada, Franz cerró la boca, se lvantó, nos miró y se volvió a acostar. Al momento, su boca se abrió nuevamente y las moscas comenzaron a rondar sobre él para ser espantadas, sólo de cuando en cuando, por sus ronquidos.

      —¡Se ha vuelto a dormir! ¡Es un cerdo depravado! —comentó Urbenin.

      —¿No es Trischer, nuestro jardinero? —preguntó el conde.

      —El mismo. Todos los días es igual... Duerme como un muerto durante el día y se pasa la noche en blanco jugando a las cartas. Me han dicho que anoche estuvo jugando hasta las seis de la mañana.

      —¿Así que estos señores suelen trabajar de esta manera? Se les paga para que no hagan nada.

      —No lo dije por quejarme —se apresuró a aclarar Urbenin—. Me da pena este hombre, esclavo de una pasión. Sin embargo, cuando trabaja lo hace muy bien; no roba su salario.

      Miramos nuevamente al jugador y salimos. Dimos la vuelta por un sendero y nos dirigimos hacia el campo.

      Hay pocas novelas en que la puerta del jardín no juegue un papel importante. Si ustedes no lo han advertido, pueden preguntárselo a mi sirviente Polikarp, que en el transcurso de su vida ha engullido multitud de novelas terribles, y él, sin duda, confirmará este hecho insignificante pero característico.

      Mi novela tampoco prescinde de la puerta del jardín. Pero mi portezuela entraña una diferencia, ya que mi pluma hará pasar por ella a mucha gente desgraciada y a muy poca dichosa. Y lo peor de todo es que tendré que describir esta puerta no como un novelista, sino como juez de instrucción. Esta puerta será franqueada, en mi novela, por más criminales que enamorados.

      Apoyándonos en nuestros bastones, llegamos al cabo de un cuarto de hora a una colina llamada la “Tumba de piedra”. En los pueblos vecinos corre la leyenda de que bajo este montículo de piedra reposan los restos de un Kan tártaro, quien, temiendo que el enemigo profanara sus cenizas después de su muerte, ordenó que se construyera un monte rocoso sobre su cadáver.

      Desde la cima del solitario montículo vimos el lago en toda su indescriptible belleza. El sol se había puesto, pero dejaba tras de sí una cinta purpúrea que teñía el cielo de un agradable color naranja. La propiedad del conde con su mansión, sus casas de servicio, iglesia y jardines yacía a nuestros pies y, en la otra parte del lago, la pequeña aldea donde el destino me había llevado a vivir adquiría a la distancia un color grisáceo. Como antes, la superficie del lago parecía no moverse. Las barcas del viejo Mijail regresaban a la orilla.

      Sólo el conde y yo habíamos trepado a la colina. Urbenin y el polaco, más pesados, habían preferido esperarnos en el camino.

      —¿Quién es ese aguafiestas? —le pregunté al conde, señalando al polaco—. ¿De dónde lo sacaste?

      —Es una persona muy agradable, Seriosha, muy agradable —dijo el conde con voz agitada—. Pronto serán ustedes muy buenos amigos.

      —No lo creo. ¿Por qué casi no habla?

      —Es silencioso por naturaleza. Pero es un hombre muy inteligente.

      —¿Qué clase de hombre es?

      —Lo conocí en Moscú. Es muy agradable. Te lo contaré todo después, Seriosha; ahora no me hagas preguntas. Es hora de que bajemos.

      Bajamos y caminamos hacia el bosque. Oscurecía. El grito de un cuclillo y el tembloroso canto de un ruiseñor extenuado llegaron del bosque.

      —¡A ver, a ver si me alcanzas! —oímos que decía una voz infantil en el interior del bosque.

      Una niña como de unos cinco años, con el pelo blanco como el lino y un vestido azul claro, salió del bosque.

      Cuando nos vio, corrió hacia Urbenin y se abrazó a sus rodillas. Urbenin la levantó y la besó en las mejillas.

      —Mi hija Sacha —dijo—. Os la presento.

      Después