Antonio Fontán Pérez

Episodios republicanos


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hábilmente encubierta a los ojos de los demás con argumentos científicos y técnicos. Lo que es evidente, en todo caso, según el testimonio del propio Castillejo, confirmado, entre otros, por Salvador de Madariaga, es que la política de la Junta estuvo siempre orientada en el sentido de las ideas de Giner, a cuyo servicio fue uno de los más eficaces instrumentos que pudiera imaginarse. La tensión con los elementos católicos y tradicionales del país y con sus ambientes culturales había de producirse inevitablemente.

      Castillejo no había sido en su infancia y primera juventud discípulo de Giner. Pero apenas es posible imaginar a alguien mejor compenetrado con sus planes, ni más hábil o acertado ejecutor testamentario de sus proyectos. Madariaga desde una actitud de profunda solidaridad panegirista, ha dicho que «España, que había dado un Giner en la hora de la inspiración, halló un Castillejo en la hora de la ejecución». Y también que Castillejo combinaba «la pureza de la paloma con la astucia de la serpiente», condiciones necesarias, añade, para llevar a la práctica «planes tan maduramente pensados... en un ambiente de indiferencia erizado de puntas de hostilidad». Esta hostilidad, defensiva al fin y al cabo, era en cierta medida la de los católicos y de los que no creían que su país fuera, respecto de la cultura moderna, un caso paralelo al del Japón de Mutsuhito, ni se entusiasmaban con la idea de enseñar la religión cristiana a sus hijos sobre la base del sentimiento común a todos los credos de la historia que Giner quería plantar primero en las almas infantiles.

      Las actividades de la Junta no quedaron sólo en esto. Creó y protegió centros de investigación, como el Centro de Estudios Históricos bajo la presidencia de Menéndez Pidal, el Instituto de Física y Química, construido en Madrid por Rockefeller, el Museo de Ciencias Naturales, etc. En la mayor parte de ellos se realizó una labor científica muy estimable, que honra a la cultura española de estos tiempos. Una parte de ella, en sus aspectos más políticos, en la selección del personal, en las facilidades de trabajo, estuvo indudablemente inspirada en los mismos principios de Giner y de la Junta y apuntaba de manera coherente a sus mismos objetivos. Esto no merma mérito al trabajo científico de numerosas personalidades muy notables.

      El balance de conjunto de la eficacia política e ideológica de la labor de Castillejo y de sus hombres no podrá ser conocido mientras no se haga un estudio imparcial y detallado de las personas por ellos favorecidas, de las posibilidades técnicas que fueron marginadas por razones ideológicas, si las hubo, de los frutos y de los hechos, en una palabra, de treinta años de gestión.

      La Junta dirigió también una labor pedagógica a través del Instituto Escuela, centro modelo de enseñanza media, generosamente dotado, y de las Residencias de Estudiantes —masculina y femenina— de Madrid, cuya dirección intelectual, espiritual y técnica estaba inspirada en los principios y fines de los hombres de la Institución. La Residencia masculina fue permanentemente dirigida por el adicto y fiel discípulo de don Francisco, Alberto Jiménez, casado —en virtud de la tendencia a la endogamia que también caracterizó a la Institución— con la hija única del segundo hombre de la Institución, Manuel Bartolomé Cossío, el pedagogo y notable historiador del arte, que en abril de 1931, al ser proclamada la república, anciano ya, pudo con razón decir, casi imitando al Simeón del Evangelio de san Lucas: «Para ver este día hemos trabajado toda nuestra vida».

      La acción directa, mediata e inmediata, de Giner y de la Institución acaba aquí. Pero su influjo irradiaba también a la política. Los hombres que allí le representaban, en tiempo anterior a la república del 31, fueron Gumersindo de Azcárate y, en cierto modo, el líder del Partido Reformista y catedrático de la Universidad de Oviedo, Melquíades Álvarez.

      El grupo político de este se formó en 1912 con la etiqueta de republicano-reformista como una escisión burguesa e intelectual de la «Conjunción republicano-socialista» y, a decir de alguno de sus íntimos, fue también aquel el único momento en que Giner mostró algún interés por la política. (Debo esta noticia a Vicente Cacho Viú, que la recibió oralmente de personas muy próximas a Giner). Pero el influjo de la Institución se proyectó sobre todo de manera indirecta, en la universidad, entre los profesores; por medio de sus discípulos y de los hombres protegidos por la Junta; en la prensa y en la vida pública, por medio de escritores y aprendices o criaturas de político (el propio Azaña fue candidato a diputado por el Partido Reformista); entre los intelectuales afiliados al marxismo, concretamente Besteiro y de los Ríos dieron repetido testimonio de su reconocimiento por el magisterio de Giner; en los grados principales de la enseñanza elemental por medio de la Escuela Superior de Magisterio, sugerida también al Gobierno por Giner y Cossío, del Museo Pedagógico que dirigía Cossío, y de las pensiones —distribuidas por la Junta— a maestros e inspectores de enseñanza para visitar países extranjeros; y, por último, de un modo más difuso, en otros sectores del país.

      En conjunto, la empresa de Giner y de la Institución, pese a todas las eficacias señaladas, no dejó de ser, al final, un fracaso. Las alianzas a la izquierda con elementos jacobinos, marxistas y anarquistas, muchas veces alianza táctica contra la resistencia tradicional que encontraban todos ellos en los sectores sociales fieles a una concepción católica de la vida española, acabaron por arrollar a sus hombres principales. Y en la guerra del 36 y en la postguerra, unos quedaron —más o menos a su gusto— del lado de los vencedores, otros huyeron de la zona republicana para salvarse de sus antiguos aliados. Algunos, como Álvarez, cayeron víctimas de manos asesinas; y otros, en fin, alcanzaron la frontera en el último momento, y tras ella el exilio, envueltos entre los desmantelados restos de una revolución, que había devorado a sus hijos y a sus padres.

      Probablemente entre el profesorado de la universidad española de 1930 había aún una mayoría católica, pero algunas de sus principales facultades (Medicina, Derecho, la Sección de Filosofía de Madrid) arrojaban en su claustro una proporción inversa. En ellas había agnósticos y parcialmente anticlericales, republicanizantes desde luego, con una minoría marxista. De los estudiantes podrían afirmarse también —sin contradicción— las mismas cosas. Su principal organización, la FUE (Federación Universitaria Escolar), había nacido como una asociación profesional al margen de la política y de las luchas ideológicas y religiosas, pero en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera se convirtió en un instrumento de agitación. Los años 30 y 31 fueron testigos, principalmente en Madrid, de desórdenes estudiantiles, que culminaron en los sucesos de San Carlos.

      Pero entre tanto habían ocurrido otras cosas. Bajo los puentes de España había pasado mucha agua entre el 17 de febrero de 1915, cuando Giner se fue diciendo su mensaje, para descansar al aire de Castilla, «bajo una encina casta», en el cementerio civil de Madrid, y el 14 de abril de 1931. La mayor parte de estas aguas habían corrido en letra impresa. De todo su caudal es preciso recoger, por lo menos tres momentos: se llaman Ortega y Gasset, los intelectuales y El Sol. Es decir, un hombre, una entelequia y un periódico. A ellos quizás podría añadirse un club: el Ateneo de Madrid.

      José Ortega y Gasset es muy diferente de Francisco Giner de los Ríos. Son distintas sus fuentes; el neokantismo de Cohen o la crítica religiosa de Renan y de Nietzsche. Es distinta —y más profunda— su actitud crítica. Ortega fundamenta su voluntad creadora de una España nueva en una crítica frente a la historia de su pueblo que pulveriza lo que España fue. No se trata solamente de hacer una España ajustada a la hora presente, de incorporarla a la marcha de la civilización occidental postcristiana, como se podía hacer con el Japón. Se trata de hacer, de una vez, ¡por fin!, España.

      En 1911 Ortega iba a lanzar una consigna política concreta: «España no existe como nación. Construyamos España». (La Herencia viva de Costa, El Imparcial, 20 de febrero de 1911). En 1920, desde las páginas de El Sol, primero, y desde el libro después, España invertebrada, dijo a los españoles que no existía su historia. Y en 1930 dictaminaba: «Españoles, vuestro Estado no existe. ¡Reconstruidlo!». (El error Berenguer, publicado en El Sol, 15 de noviembre de 1930). Giner había querido ser moderno. De Ortega, por el contrario, es esta frase, punzante y expresiva como el mote de un escudo: «Nada moderno y muy siglo XX».

      Pero, al lado de las diferencias, hay entre ambos hombres importantes coincidencias. Estas se hallan en la meta y en el método. La cultura —cultura