Antonio Fontán Pérez

Episodios republicanos


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en el lado republicano, y desde entonces vivió en el exilio.

      II

       Los intelectuales y la izquierda burguesa

      LA BATALLA DE LAS IDEAS Y EL PROCESO REVOLUCIONARIO ESPAÑOL

      Cuando triunfó la revolución de 1868, Federico Amiel, el filósofo suizo, escribió a Sanz del Río una carta que se podría considerar histórica. Anuncia de antemano el gran drama que se iba a desarrollar en España en los sesenta y ocho años que separarían la Gloriosa de septiembre de 1868 y la Guerra Civil de 1936. Tras felicitar al filósofo krausista por la victoria revolucionaria, le advierte que los triunfos de los hombres del 68 serán efímeros e intrascendentes si no aciertan a «revolucionar las conciencias de los españoles, emancipándoles en materia religiosa», según Rodolfo Llopís. El sentido católico que había inspirado la historia de España y dominaba todavía la vida del país incapacitaba a los españoles —según Amiel— para todo progreso auténtico.

      Poco más de sesenta años después, en abril de 1931, se proclamaba la Segunda República española. Pese a las declaraciones verbales de catolicismo de alguno de sus líderes, como el pronunciado por Alcalá Zamora en el famoso mitin del Teatro Apolo de Valencia. Aquella república iba a representar en la historia de España un serio intento, desde el poder, para descatolizar al país. Aunque la publicación del texto completo del discurso de Alcalá no fue autorizada por la censura de prensa entonces todavía vigente, se conocieron fácilmente amplios extractos. La república de 1931 sería llamada, igual que la del 73, una «república de profesores».

      Todavía en 1931, cuando las Cortes constituyentes de la república discutían las leyes antirreligiosas, Azaña, al defenderlas, se vio obligado a reconocer que tal vez la mayoría de los españoles aún era católica. Pero, añadía que lo que define a un pueblo en los órdenes intelectual y religioso no es la suma aritmética de las opiniones individuales, sino «el esfuerzo creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura». Y «desde el siglo pasado el catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento español».

      Las palabras del entonces ministro de la Guerra, y después presidente, Azaña, no eran exactas. El pensamiento y la cultura de los católicos españoles habían seguido y seguían produciendo muy notables frutos en el último tercio del siglo XIX y en el primero del XX. Pero, a más de sesenta años de la carta de Amiel, las afirmaciones de Azaña evocaban la batalla que en España se había librado en ese siglo. Lo que en todo ese tiempo se disputaba no era sólo el poder, o las formas de gobierno, la representación política o la organización social. El objetivo que se dedicaban a perseguir importantes fuerzas políticamente republicanas y los revolucionarios era la conciencia de los españoles.

      Una parte principal de esta batalla tuvo lugar en el orden de las ideas. Sus escenarios fueron tres: el pensamiento y la ciencia, la educación —sobre todo la Universidad— y, en tercer lugar, la literatura y los periódicos. Luego, además, estaba la política. Pero la acción que en septiembre de 1868 había estallado por la vía de la política, después de la Restauración iba a ser trasladada en su corriente más profunda y más eficiente al campo de la cultura. Esta sería la obra de Francisco Giner de los Ríos. Después, desde la cultura, retornaría para dar otra vez sus frutos también en la política.

      La revolución del 68, que interrumpe provisionalmente la secular monarquía española, es muy importante porque abre un paréntesis de seis años de inestabilidad —y en ocasiones anárquicos—, en los que cobrarían cuerpo, las principales corrientes revolucionarias y renovadoras. Pero, sobre todo, porque es fruto de la coalición de los intelectuales acatólicos, del republicanismo antidinástico y de la acción de unas primeras masas urbanas, a las que todavía sería prematuro llamar proletariado.

      Pacificada España y restablecido el Estado desde el golpe de Sagunto en diciembre de 1874, cada una de las tres corrientes iba a seguir un rumbo propio. Sus contactos ocasionales o más permanentes, sus alianzas y sus divergencias, la lucha misma que entre ellas en algunos momentos se establece, o la que se abre en el seno de los movimientos obreros revolucionarios, por ejemplo, constituyen una historia muy larga para ser contada aquí con toda suerte de detalles. Baste recordar que, a la caída de Primo de Rivera, España se encontró con que se había restablecido la alianza de 1868; y las tres corrientes que la integraban (intelectuales secularizadores, republicanos burgueses y masas obreras de las ciudades) eran más vigorosas y se hallaban más extendidas que nunca. Y también, como en el 68, ocurría que una buena parte del Ejército les prestaba la colaboración, si no de su participación como entonces, sí, por lo menos, la muy eficaz de una neutralidad callada y expectante. En definitiva, fue el Ejército —el mismo que en 1917 hizo fracasar con su actitud el movimiento revolucionario— el que con su aceptación silenciosa hizo posible el año 31 la proclamación de la república.

      Hasta bien entrado el siglo XX no se había introducido aún en castellano este término de intelectuales que, tomado del francés, iba a cobrar en la lengua y en la historia de España un valor tan expresivo y tan polémico. Menéndez Pelayo lo emplea una sola vez como sustantivo envolviéndolo en el ropaje retórico de una captatio benevolentiae, figura de estilo que a cualquier estudioso del lenguaje le revela siempre un neologismo. En el discurso de contestación a Adolfo Bonilla en su ingreso en la Academia de la Historia, en 1911, Marcelino Menéndez Pelayo, no sin ironía, dice que Bonilla es un humanista no un intelectual de los que hoy se estilan. Antes se hablaba, sencillamente, de profesores, escritores, oradores o publicistas.

      Figuras no católicas o heterodoxas de esta especie ha habido siempre entre los españoles. A su historia consagró el joven Menéndez Pelayo la primera de sus grandes obras sistemáticas. El fenómeno nuevo que España presencia en la segunda mitad del siglo XIX, es que estos profesores y escritores acatólicos aparecen en mayor número, más o menos estrechamente unidos, pero en una empresa colectiva, y ocupando en la vida cultural puestos de trascendencia sobre los asuntos generales de la política y de la sociedad española. No es este el lugar para historiar todo el proceso desde Sanz del Río y los krausistas. Baste citarlo como antecedente que permita exponer de manera sumaria y ordenada la situación en los tiempos que preceden inmediatamente a la Segunda República española.

      El krausismo de Sanz del Río había muerto prácticamente por sí mismo con lo que podríamos llamar segunda promoción de sus discípulos: con Salmerón fallecido en Francia en 1903, González Serrano que murió en 1904, Federico de Castro, etc. En los que sobrevivieron a estas fechas o hicieron una obra más duradera, como Giner y Cossío, el krausismo no era tanto un sistema filosófico cerrado, aceptado con fidelidad religiosa, como el punto de partida de una acción pedagógica, cultural y política, que tenía una meta extrafilosófica y concreta.

      La obra de Francisco Giner de los Ríos, muerto en 1915, fue la Institución Libre de Enseñanza. Había sido fundada en 1876 por él y por otros profesores privados de sus cátedras como consecuencia de su enfrentamiento con las disposiciones del ministro Orovio, que exigió a los profesores universitarios el compromiso de respetar en sus enseñanzas el dogma católico y las instituciones políticas vigentes.

      El propio Giner había recibido en su infancia y primera juventud andaluzas una educación cristiana, y durante años, aun siendo ya profesor de Madrid en 1866, se consideró católico hasta romper formalmente con la Iglesia al ser proclamado en el Concilio Vaticano el dogma de la infalibilidad del papa. Después, como dice uno de sus panegiristas más fieles, fue «una especie de cristiano sin misterios ni Iglesia». (Castillejo, War of ideas in Spain, Londres, 1937, pág. 92).

      La Institución fue pensada inicialmente como una universidad libre al estilo anglosajón. Pronto, la carencia de profesores adecuados y de medios económicos hizo desistir de este proyecto a los fundadores. Desde entonces fue una escuela elemental y media, en donde Giner y sus colaboradores aplicaban un sistema pedagógico nuevo en España —de tipo socrático— original en algunos aspectos y fuertemente impregnado de los modos de las escuelas inglesas. Giner fue reintegrado a su cátedra de la Facultad madrileña de Derecho en 1881 por el Gobierno de Sagasta. A partir