Voltaire

Cándido


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mundo perece; éste es sin duda su postrer día.

      El marinero corre intrépido por medio de tantos destrozos; desprecia la muerte y busca dinero, lo encuentra, se apodera de él, se emborracha, duerme y al despertar compra los favores de la primera moza liberal que halla entre los escombros de las casas hundidas, rodeado por todas partes de moribundos y de muertos. Pangloss le tiraba de la chaqueta, y le decía:

      —Hombre, no, eso no me parece bien. Usted falta directamente a la razón universal, y es mala ocasión ésta para andarse en flores.

      —¡Voto a Dios! —dijo el otro—, que no estoy para oír sermoncitos. Yo soy marinero, soy de Batavia, y en cuatro viajes que llevo hechos al Japón, he pisado cuatro veces el Cristo, y tú, zanguango, ¿te me vienes ahora con tu razón universal? ¡Qué tontería!

      Cándido estaba tendido en medio de una calle casi cubierto de tierra y cascotes, y muy mal herido por las muchas piedras que habían caído sobre él. Lamentábase con voz doliente, y rogaba a Pangloss que viese de buscar un poco de aceite y de vino, porque le parecía que iba a expirar de un instante a otro.

      —Este terremoto no tiene nada de extraordinario —respondía Pangloss—. El año pasado padeció la ciudad de Lima igual sacudimiento. Cuando las causas son idénticas, los efectos lo son también. No cabe duda en que hay una larga veta de azufre desde Lima a Lisboa.

      —Todo eso es muy probable —dijo Cándido—, pero, hombre, por la Virgen santísima, que me traiga usted un poco de vino y aceite.

      —¿Cómo probable? —replicó el filósofo—. ¿A qué llama usted probable? Sostengo y afirmo que es una cosa demostrada y certísima.

      En esto le dio a Cándido una congoja. Pangloss fue por un poco de agua a una fuente que estaba cerca, y rociándole con ella el rostro, le hizo volver en sí.

      Al día siguiente, habiendo hallado entre las ruinas algún alimento, adquirieron fuerzas para ocuparse con otros muchos en asistir y aliviar a los habitantes que habían escapado de la muerte. Algunos de ellos, agradecidos a su caridad, les dieron de comer lo mejor que les fue posible en aquellas circunstancias: todos los convidados estaban tristes, y bañaban en lágrimas el pan que comían; pero Pangloss se esforzaba en consolarlos, asegurándoles que las cosas no podían suceder de otro modo; porque si debajo de Lisboa o en sus cercanías existe un volcán, es prueba evidente de que no puede estar en otra parte, puesto que es imposible que todo no sea de la manera que es, en atención a que todo es lo mejor que cabe.

      Un hombrecillo vestido de negro, familiar del santo oficio, que estaba sentado junto a él, tomó la palabra, y le dijo con mucha cortesía:

      —A lo que parece de su discurso de usted, señor caballero, usted no debe creer en el pecado original; porque si todo lo que es, no pudo ser mejor, inferiremos que no hubo caída ni castigo.

      —Usía tendrá la bondad de perdonarme —respondió Pangloss— si me tomo la libertad de contradecirle. Mire, Usía, la caída del hombre y la maldición que se siguió después fueron dos incidentes de absoluta necesidad en el mejor de los mundos posibles.

      —¿Necesidad? ¡Oiga! —dijo el de negro—: ¿conque Usía no cree tampoco en el libre albedrío?

      —Vuecelencia se equivoca en raciocinar de esa manera —añadió Pangloss—. La libertad puede subsistir juntamente con la necesidad absoluta, porque la voluntad determinada...

      Cuando Pangloss estaba diciendo esto, el familiar, con prudente disimulo, hizo una seña a su criado, al tiempo que le estaba llenando una copa de vino de Oporto.

      Capítulo VI

       Celébrase un auto de fe para que no haya terremotos,

       y Cándido hace en él uno de los principales papeles

      Después del temblor de tierra que había destruido las tres cuartas partes de Lisboa, no hallaron los sabios del país otro medio más eficaz para prevenir una total ruina, que el de hacer un bonito auto de fe; por cuanto la universidad de Coimbra había decidido que la fiesta de quemar a fuego lento unas cuantas personas, con las ceremonias y formalidades de estilo, era un secreto infalible para impedir que la tierra temblase.

      En consecuencia de esto agarraron a un vizcaíno que se había casado con su comadre, a dos portugueses que, comiendo un pollo, habían separado el tocino hacia el borde del plato, y en cuanto al doctor Pangloss y su discípulo Cándido, luego que se acabó la comida, entraron media docena de ministros y los ataron a los dos; al uno porque había hablado, y al otro porque había escuchado con cierto aire de aprobación y complacencia. Pusiéronlos separadamente en dos piezas bajas fresquísimas, en donde jamás incomodaba la luz del sol. De allí a ocho días les acomodaron a entrambos unos sambenitos, que no parecía sino que se habían hecho a propósito para ellos, y les adornaron la cabeza con unas mitras de papel. La de Cándido y el sambenito que le pusieron tenían pintadas las llamas de través, y los diablos que saltaban entre ellas eran rabones y sin uñas; pero a Pangloss le pintaron las llamas hacia arriba, y sus diablos tenían uñas de gavilán y rabos largos y retorcidos a manera de látigos. Con estas galas los llevaron procesionalmente a oír un sermón muy afectuoso, al cual siguió una excelente música de bajos y fagotes.A Cándido lo azotaron en cadencia mientras la capilla cantaba; al vizcaíno y a los otros dos que no habían querido probar el jamón, los quemaron muy poco a poco, y a Pangloss lo ahorcaron. Aquella tarde volvió a temblar la tierra con espantoso estruendo.

      Cándido, todo sangriento, palpitando de horror, afligido, inconsolable, decía entre sí mismo:

      —¿Y es éste el mejor de los mundos posibles? Pues los otros que no son tan buenos, ¿cómo serán? Si el mal se redujese a haberme azotado a mí, vaya con Dios; los búlgaros me hicieron antes la misma burla, y no podía cogerme de susto; pero, mi querido Pangloss, el más sublime de los filósofos, ¿es posible que yo te haya visto ahorcar sin saber todavía por qué te han ahorcado? ¡Oh, mi buen Jacome, honrado anabaptista, ahogado en el puerto! ¡Oh, señorita Cunegunda, la nata y flor de las doncellas, muerta de un bayonetazo a manos de un cabo de escuadra...!

      Haciendo estas tristes consideraciones se volvía Cándido, pudiendo apenas sostenerse, predicado, solfeado, azotado y empapado en agua bendita, cuando una vieja se acercó a él, y le dijo con mucho agrado:

      —¡Cómo ha de ser, hijo mío! Vaya, ven conmigo, y no te desanimes.

      Capítulo VII

       Una vieja caritativa cuida de Cándido,

       y éste halla inopinadamente lo que más quería

      Cándido, sin animarse poco ni mucho, siguió a la vieja, que lo llevó a una casilla miserable: allí le dio un bote de pomada para que se untase, le dejó algo fiambre que comiera y un poco de vino, enseñándole una cama bastante limpia, en donde le dijo que podría acostarse, y junto a ella unos vestidos.

      —Come —le dijo—, bebe y duerme y nuestra Señora de Atocha, y el glorioso San Antonio de Padua, y el bendito Santiago de Galicia te asistan y te favorezcan, y adiós, que mañana volveré.

      Cándido, aturdido de lo que había visto, de lo que había padecido, y mucho más de la caridad de aquella santa vieja, quería besarle las manos, agradecido a tanto favor; pero ella no lo consintió, diciéndole:

      —¡Ay, hijo mío! No es a mí a quien has de besar; guarda los besos para otra persona que los merece mejor. Úntate bien con la pomada, y come y duerme.

      Así lo hizo, y al día siguiente la honrada vieja le trajo de almorzar; examinóle bien las espaldas, y ella misma se las untó con otra pomada que le pareció más a propósito; después le trajo de comer; volvió a la noche y le trajo de cenar, y al día siguiente repitió los