ido tan desastradamente mal en el que dejamos atrás, no acierto a concebir esperanzas en éste de mejor fortuna.
—¡Ay, señorita! —dijo entonces la vieja—, y cómo me parece a mí que se está usted quejando de vicio: ¡valiente friolera son todos los trabajos que usted ha padecido hasta ahora, si se cotejan con los que ha pasado esta pobre anciana!
Cunegunda estuvo para soltar la risa al oír esto, porque le pareció cosa bien extravagante que la vieja se tuviese por la más infeliz de las dos, y no pudo menos de decirla:
—¡Ay, tía Catalina! Mire usted que si no la han desflorado a usted dos veces; si no le han dado dos rejonazos en los ijares; si no le han arruinado dos castillos; si no le han degollado dos padres y dos madres y dos hermanos; si no la han azotado a usted dos amantes en dos autos de fe, me parece imposible que sea usted más desdichada que yo; y nací baronesa, y mi escudo tenía setenta y dos cuarteles, y con todo eso me he visto convertida en cocinera y fregando escudillas.
—Todo eso va bien —dijo la vieja—, pero mire usted que hasta ahora no he dicho yo quién soy, y en verdad que no nos debemos nada, y si me levantase las faldas, y viera usted cómo tengo las posaderas, o por mejor decir una de las dos, puede ser que mudase de opinión, y no hablase de la manera que habla.
—Pues vamos, diga usted quién es; refiéranos su vida y sus calamidades —dijo Cunegunda—, que ya estamos con grande curiosidad de oírlo.
La vieja entonces comenzó su relación de esta manera.
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