Voltaire

Cándido


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la zurra, decía yo para mí: ¿cómo es posible que el amable Cándido y el sabio Pangloss hayan venido a parar a Lisboa a ser ahorcado el uno, y llevar cien azotes el otro según las órdenes de mi amante el señor inquisidor general? Estas consideraciones acaloraban mi fantasía, y en ella se me representaban a un tiempo el asesinato de mi padre, el de mi madre y el de mi hermano, la insolencia de aquel soldado feroz, el bayonetazo que recibí, mi ocupación de cocinera, mi libertad vendida a un infame hebreo, los aborrecidos amores del inquisidor, el ahorcamiento de Pangloss, el solemne miserere cantado al son de los bajones mientras te estaban azotando, y sobre todo aquel beso que me diste detrás del biombo; todo me llenaba de aflicción el alma, y todo me puso en términos que yo temí perecer a la violencia de tan poderosos afectos. Sin embargo, procuré consolarme, agradeciendo a mi buena suerte que por medio de tantas desventuras te volviese a mi vista. Encargué a la vieja que tuviese particular cuidado de ti, y que luego que se pudiera te trajese a esta quinta, como en efecto lo ha hecho, para que yo tenga la satisfacción indecible de verte, de oírte, de hablar contigo... Pero tú tendrás hambre ya, porque es algo tarde, y yo también me siento con muy buen apetito; cenemos.

      Tiró de un cordón, sonó a lo lejos una campanilla, vino la vieja, dispuso la mesa, cenaron y volvieron a reclinarse en el canapé magnífico. Ábrese repentinamente una de las puertas del gabinete y se aparece con el espanto de todos tres D. Issacar. Eran ya las once y media de la noche, se acababa el sábado, y venía a gozar de sus derechos y explicar con hipérboles hebraicas su pasión amorosa.

      Capítulo IX

       Lo que les sucedió a Cunegunda, a Cándido, a la vieja, al inquisidor y al judío

      Era D. Issacar el judío más colérico que se había conocido en todo el pueblo de Dios desde la cautividad de Babilonia. —¿Qué es esto —dijo lleno de furor—, infame galilea? ¿No tienes bastante con el inquisidor, que me quieres hacer alternar con ese pícaro?

      Y al decir esto, y creyendo que su contrario estaba sin armas, sacó un puñal que siempre llevaba consigo, y arremetió a Cándido, el cual, a pesar de su carácter pacífico y blando, viendo el peligro de la muerte tan cerca, echó mano a la de gavilanes que tenía sobre el canapé, metiósela por el pecho al israelita, y dio con él a los pies de la hermosa Cunegunda.

      —¡Virgen santísima! —exclamó ella—, ¿qué será de nosotros? ¡Un hombre muerto en mi gabinete! Si viene la justicia, somos perdidos.

      —Ya lo conozco —dijo Cándido—, y si no hubiesen ahorcado a Pangloss, él nos daría en este apuro algún consejo saludable; pero a falta de él, consultemos con esta vieja, y ella nos dirá lo que debemos hacer.

      Efectivamente, la vieja era mujer prudentísima: invocaron su favor, pidieron su auxilio, y como no era muy fácil evitar el riesgo que les amenazaba, proponían, dudaban, temían, y sin resolver cosa ninguna, se pasaba el tiempo; cuando veis que se abre otra puertecita al gabinete, y entra por ella el señor inquisidor. Habían ya dado las doce y cuarto, y empezaba el domingo, día que según el contrato consabido, le pertenecía y tocaba a su excelencia, el cual, así como entró, vio al azotado Cándido con una espada sangrienta en la mano, a Cunegunda horrorizada, a la vieja dando consejos, y un muerto tendido a la larga, atravesado el cuerpo con una estocada de parte a parte.

      En un solo momento, porque el tiempo urgía, hizo Cándido el siguiente razonamiento. Si este santo hombre grita y acude gente en su ayuda, infaliblemente me hace quemar, puesto que sin haberle ofendido en nada, recibí de orden suya una azotaina tan cruel; tal vez mandará quemar a mi adorada Cunegunda: él es mi rival; esta noche estoy de humor para ir despachando belitres al otro mundo; no hay que detenernos. Hecho este discurso tan sencillo, conciso y rápido, y sin dar lugar a que el inquisidor volviese de su sorpresa, embistió con él, atravesóle la espada por el cuerpo, y le hizo caer sin vida encima del judío.

      —Ya van dos —dijo Cunegunda—, y ya no hay para nosotros la menor esperanza; ya estamos excomulgados, sin remedio vamos a perecer.Y tú, Cándido, tú que naciste de tan apacible condición, ¿cómo has podido despachar en un instante a un judío y a un prelado de la Iglesia?

      —¡Ay, señoritas! —respondió Cándido—. Cuando uno está enamorado y celoso, y azotado por el santo oficio, no se acuerda del padre que le engendró.

      La vieja tomó entonces la palabra, y dijo:

      —En la cuadra hay tres caballos andaluces con sillas y frenos: vaya Cándido a prepararlos; la señorita tiene una discreta cantidad de cruzados y diamantes, recójalo todo y pongámonos a prisa a caballo, que aunque yo no puedo ir sentada, sino de media anqueta, Dios dará fuerzas, y vámonos a Cádiz: el tiempo está hermoso, y caminaremos con el fresco de la noche.

      Cándido ensilló y dispuso atropelladamente los tres caballos, y él, Cunegunda y la vieja anduvieron el primer tirón más de cuarenta kilómetros. Entre tanto que ellos iban su camino, llegó a la quinta la santa hermandad y mucha justicia de Lisboa: lleváronse a los difuntos: a su excelencia le enterraron con magnífico aparato en la catedral, y al desventurado D. Issacar en un basurero. Cándido y sus compañeras estaban a este tiempo descansando un poco de las fatigas del viaje en un ventorrillo cerca de Aracena, y entre ellos pasaba el diálogo siguiente.

      Capítulo X

       Cándido, Cunegunda y la vieja llegan a Cádiz muy a la ligera y se embarcan

      —Pero ¿quién habrá sido el pícaro que me habrá robado mis doblones y mis joyas? —decía llorando Cunegunda—. ¿Con qué viviremos? ¿Qué partido podemos tomar? ¿En dónde hallaremos inquisidores y judíos que me mantengan?

      —¡Ay, señoras! —dijo la vieja—. A mí me parece que no puede ser otro sino aquel padrecito descalzo de nuestra señora del Carmen que durmió en Badajoz en la misma posada en que estuvimos. Dios me libre de hacer juicios temerarios; pero lo cierto es que él entró dos veces en nuestro cuarto, y que desapareció de allí mucho tiempo antes que nosotros saliéramos.

      —No en vano me repetía tantas veces el doctor Pangloss —añadió Cándido— que los bienes de la tierra son comunes a todos los hombres, y que todos tenemos igual derecho de disfrutarlos; pero este santo religioso, aunque siga los mismos principios, bien pudiera sin faltar a ellos habernos dejado siquiera lo preciso para acabar nuestro viaje. Pero en efecto, ¿no nos queda nada, señorita?

      —Ni un ochavo —le respondió.

      —Y ¿qué partido hemos de tomar?

      —Vendamos uno de los caballos —dijo la vieja—; yo iré a la grupa del que lleve a la señorita, y aunque no puedo tenerme sino sobre una anca, ya querrá la Virgen que lleguemos a Cádiz, que es lo que por ahora necesitamos.

      Hallábase en el mismo ventorrillo un abad de benedictinos que compró el caballo por poco dinero, con el cual Cándido, Cunegunda y la vieja prosiguieron su camino y llegaron felizmente a Cádiz. Estaban a la sazón equipando una escuadra y embarcando tropas en ella para traer a la razón a los reverendos padres jesuitas del Paraguay, acusados de haber promovido el levantamiento de una numerosa nación de aquella comarca contra los reyes de España y Portugal. Cándido, como había militado con los búlgaros, hizo el ejercicio a la búlgara delante del general de la expedición con tanta gracia, destreza, brío y prontitud, que no hubo menester más para hallarse de repente hecho capitán de infantería. En efecto, le hicieron capitán: embarcóse con la señorita Cunegunda, la vieja, dos criados y los dos caballos andaluces del excelentísimo señor inquisidor difunto.

      Durante la navegación discurrieron mucho acerca de la filosofía del buen Pangloss.

      —Ahora vamos a ver otro mundo diferente —decía Cándido—, y puede apostarse ciento contra uno que allí todo va bien, porque a la verdad lo que pasa en el nuestro, así en lo moral como en lo físico, sólo ofrece motivos de aflicción y disgusto. Por de contado,