Leila Slimani

En el jardín del ogro


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      EN EL JARDÍN DEL OGRO

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      PRIMERA EDICIÓN marzo 2019 TÍTULO ORIGINAL Dans le jardin de l’ogre

      Publicado por

      EDITORIAL CABARET VOLTAIRE S.L.

      [email protected] www.cabaretvoltaire.es

      ©2014 Éditions Gallimard

      ©de la traducción, 2019 Malika Embarek López

      ©de esta edición, 2019 Editorial Cabaret Voltaire SL

      IBIC: FA

      ISBN-13: 978-84-190470-9-0

      DEPÓSITO LEGAL: M-5909-2019

      Producción del ePub: booqlab

      Dirección y Diseño de la Colección MIGUEL LÁZARO GARCÍA JOSÉ MIGUEL POMARES VALDIVIA

      Cubierta: ©Antoine D’Agata/Magnum Photos

      Guarda: Leila Slimani ©Catherine Hélie

      Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro -incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

       Para mis padres

      No, no soy yo. Es otra persona quien sufre. Yo no habría soportado sufrir tanto.

      ANNA AJMÁTOVA

      Réquiem

      El vértigo es algo distinto del miedo a la caída. Es la voz del vacío que suena por debajo de nosotros, nos atrae y hechiza. Es el deseo de caer, que intentamos reprimir luego con espanto. Sentir vértigo es embriagarnos con nuestra propia flaqueza. Sabemos que está ahí, y no podemos resistirnos a ella, solo queda entregarnos. Nos embriagamos con nuestra propia flaqueza para ser más débiles todavía, desplomarnos en plena calle ante la mirada de todos, quedarnos en el suelo, mucho más bajo que la tierra.

      MILAN KUNDERA,

      La insoportable levedad del ser

      Lleva una semana resistiendo. Una semana sin ceder. Se ha portado bien. Ha corrido treinta y dos kilómetros en cuatro días. De Pigalle a Champs-Élysées, del museo d’Orsay a Bercy. Temprano, de mañana, por la orilla izquierda del Sena, desierta a esas horas. Y por la noche, entre el Boulevard Rochechouart y la Place de Clichy. No ha bebido una gota de alcohol y se ha acostado pronto.

      Pero esta noche ha soñado con ello y no ha podido volverse a dormir. Un sueño húmedo, interminable, que penetró en ella como un soplo de aire caliente. Adèle solo piensa en eso. Se ha levantado y se toma un café cargado en una casa que aún duerme. De pie en la cocina se balancea, inquieta. Se fuma un cigarrillo. Bajo la ducha, siente deseos de arañarse, de partir su cuerpo en dos. Se golpea la frente contra la pared. Querría que alguien la agarrara y le estampara el cráneo contra la mampara de cristal. En cuanto cierra los ojos, oye ruidos, resuellos, gritos, golpes. Un hombre desnudo que jadea y una mujer gozando. Querría entregarse a una jauría, y que la devoren, la chupen, la traguen entera. Que le pellizquen los pezones, le muerdan el vientre. Querría ser una muñeca en el jardín de un ogro.

      No despierta a nadie. Se viste a oscuras y sale sin despedirse. Está demasiado nerviosa para sonreír, para iniciar tan temprano una conversación. Camina por las calles desiertas. Baja las escaleras del metro de la estación Jules-Joffrin, con la cabeza agachada y ganas de vomitar. Un ratón cruza el andén, le roza las botas y ella da un respingo. Dentro del vagón mira a su alrededor. Un hombre vestido con un traje barato la observa. Lleva unos zapatos de punta, sucios. Tiene unas manos velludas. Es feo. Este haría el apaño. Le valdría también ese estudiante abrazado a su chica, besándola en el cuello. Y el cincuentón apoyado en la ventanilla, de pie, leyendo sin alzar la vista.

      Del asiento de enfrente coge un periódico con fecha del día anterior, pasa las páginas, los titulares se mezclan, no consigue fijar la atención en nada. Harta, lo suelta. No puede más, debe alejarse de allí. El corazón se le sale del pecho, se asfixia, se afloja la bufanda, la desliza por el cuello empapado en sudor y la deja en un asiento libre. Se levanta, se desabrocha el abrigo, y, de pie, con la mano en la manilla de la puerta y temblores en las piernas, se dispone a salir al andén.

      El móvil. Se ha olvidado el móvil. No sale del vagón, vuelve a sentarse, vacía el bolso, se le cae la polvera, tira del sujetador en el que se han enredado los cables de los auriculares. ¡Una imprudencia lo de haber dejado el sujetador en el bolso!, se dice a sí misma. Es imposible que se haya olvidado el móvil en casa. Tendrá que regresar, inventarse cualquier excusa. ¡Menos mal! Estaba ahí desde el primer momento, pero no lo vio. Vuelve a ordenar el bolso, con la sensación de que los viajeros la observan. El vagón entero debe de estar burlándose del pánico que le ha entrado, de sus mejillas sofocadas. Levanta la tapa del móvil y sonríe al ver el primer nombre que aparece.

      Adam.

      Da igual, está todo perdido.

      Desear ya es ceder. Se han levantado las barreras. No serviría de nada contenerse. ¿Para qué? Da igual. Ahora piensa como los opiómanos, los ludópatas. Está tan orgullosa de haber mantenido a raya la tentación unos cuantos días que se ha olvidado del peligro. Se pone de pie, levanta la manilla mugrienta, se abre la puerta.

      Estación de Madeleine.

      Atraviesa la ola de gente que avanza para adentrarse en el vagón. Adèle busca la salida. Al llegar al Boulevard des Capucines, se pone a correr. «Ojalá, ojalá lo encuentre en su casa.» A la altura de los grandes almacenes, tiene ganas de dar marcha atrás. Entrar en la estación de metro más próxima, tomar la línea 9 e ir directamente a la oficina para llegar a tiempo a la reunión de la redacción. Delante de la boca de metro, impaciente, enciende un pitillo. Aprieta el bolso contra la cintura. Un grupo de rumanas, que se ha fijado en ella, avanza en su dirección, con un pañuelo atado a la cabeza y una hoja de papel en la mano con algún embuste escrito. Adèle acelera el paso. Enfila la Rue Lafayette. Está como ida, se equivoca de sentido, vuelve sobre sus pasos. Llega a la Rue Bleue. Marca el código para entrar en el edificio, sube las escaleras como una posesa hasta el segundo piso, y llama a la pesada puerta.

      —Adèle… —Adam sonríe, con los ojos abotargados por el sueño. Está desnudo.

      —No digas nada. —Se quita el abrigo y se lanza sobre él—. Por favor.

      —Podrías telefonear, al menos. Ni siquiera son las ocho de la mañana…

      Ya está desnuda. Adèle le araña el cuello, le tira del pelo. Él se burla y se excita. La zarandea violentamente, le da una bofetada. Ella le coge el miembro y se penetra. De pie, contra la pared, siente cómo entra en ella. Desaparece la angustia. Recupera sus sentidos. Ahora tiene el alma más liviana; la mente, vacía. Agarra las nalgas de Adam, impone al cuerpo del hombre unos movimientos agitados, violentos, cada vez más rápidos. Intenta llegar a algún lado, con una rabia infernal.

      —¡Más fuerte, más fuerte! —le grita.

      Conoce ese cuerpo y ello la frustra. Es muy sencillo, muy mecánico. La sorpresa de su llegada no ha bastado para sublimar a Adam. Hacen el amor, pero no es ni demasiado obsceno ni demasiado tierno. Lleva las manos de Adam a sus senos. Intenta olvidar que es él. Cierra los ojos e imagina que la fuerza.

      Adam ya no está presente. Se le contrae la mandíbula. Gira el cuerpo de ella. Como de costumbre, apoya la mano derecha en la cabeza de Adèle, la empuja hacia el suelo, le agarra la cadera con la mano izquierda. La embiste, grita, está gozando.

      Adam tiende a desbocarse.

      Ella se viste y le da la espalda. Siente vergüenza de