mujer fácil, atrevida y ligera. Las compañeras la tratarán de depredadora, y las más indulgentes dirán que es algo frágil. Todos se equivocan.
Richard ha propuesto pasar el fin de semana en la costa. «Podemos salir el sábado temprano, Lucien dormirá en el coche.» Adèle se despierta al alba para no disgustar a su marido que quiere evitar los atascos en la carretera. Prepara el equipaje, viste a su hijo. El día ha amanecido frío pero luminoso, una mañana que aviva la mente y prohíbe cualquier letargo. Está alegre. En el coche, animada por el altivo sol de invierno, incluso se pone a charlar.
Llegan a la hora de comer. Los parisinos han colonizado las terrazas climatizadas de los restaurantes, pero Richard, precavido, ha hecho una reserva. El doctor Robinson no deja nada al azar. No necesita leer la carta, sabe lo que le apetece. Pide vino blanco, ostras, caracoles de mar. Y tres lenguados con mantequilla y limón.
—¡Tendríamos que repetir este plan todas las semanas! Aire puro para Lucien, una cena romántica para nosotros, ¿es perfecto, verdad? Me sentará muy bien, después de la semana que he tenido en el hospital… No te lo he dicho, Jean-Pierre, el jefe de servicio, me ha pedido que haga una presentación sobre el caso Meunier. He aceptado, por supuesto. Me lo debía. De todos modos, ese hospital pronto formará parte del pasado para mí. Siento que nunca os veo, ni a ti ni al niño. Los de la clínica de Lisieux me han vuelto a contactar. Esperan mi respuesta. Ya he quedado para que me enseñen la casa en Vimoutiers, para cuando vayamos de vacaciones a ver a mis padres. Mi madre ya la ha visto y le parece perfecta.
Ella ha bebido demasiado. Le pesan los párpados. Sonríe a Richard. Se muerde las mejillas por dentro para no interrumpirle y cambiar de tema. Lucien está inquieto y empieza a aburrirse. Se balancea en su silla, coge un cuchillo que Richard le quita de las manos, luego derrama el salero en la mesa pues ha desenroscado la tapa.
—¡Lucien, basta ya! —le ordena Adèle. El niño mete la mano en el plato y aplasta una zanahoria con los dedos. Se ríe. Adèle le limpia la mano—. ¿Pedimos la cuenta? ¿No ves que el niño está cansado?
Richard vuelve a llenar su copa.
—No me has dado tu opinión sobre la casa. No pienso quedarme otro año más en ese hospital. París no está hecho para mí. Además, tú también dices que te mueres de aburrimiento en el periódico.
Adèle no deja de mirar a Lucien que bebe un sorbo de un refresco de jarabe de menta y lo escupe en la mesa.
—Richard, ¡dile algo! —le grita ella.
—¿Te has vuelto loca o qué? Nos están mirando —le responde estupefacto.
—Perdóname, estoy agotada.
—¿No puedes ni siquiera disfrutar de un buen momento? Lo estropeas todo.
—Perdóname —repite Adèle, y se pone a limpiar el mantel de papel—. El niño se aburre. Necesita gastar energía. Solo es eso. Le vendría bien un hermanito o una hermanita, y un jardín grande para jugar.
Richard le sonríe, complaciente.
—¿Qué te pareció el anuncio? ¿Te gustó la casa o no? En cuanto la vi, pensé en ti. Quiero que cambiemos de vida, que vivamos como reyes, ¿me entiendes?
Él sienta a su hijo en las rodillas y le acaricia el pelo. Lucien se parece a su padre. El mismo cabello rubio y fino, la misma boca en forma de rombo. Se ríen mucho juntos. Está loco por su hijo. A veces, Adèle se pregunta si la necesitan. Si no vivirían felices ellos dos solos.
Los observa y comprende ahora que su vida será siempre la misma. Cuidará a sus hijos, se preocupará por lo que coman. Irá de vacaciones a los lugares que a ellos les gusten, intentará distraerlos los fines de semana. Como los burgueses del mundo entero, irá a recogerlos a las clases de guitarra, los llevará a ver espectáculos infantiles, buscará todo lo que permita «elevarlos de nivel». Espera que sus hijos no se parezcan a ella.
Regresan al hotel, a una habitación estrecha, en forma de camarote de barco. No le gusta este lugar. Siente como si las paredes se movieran y acercaran, como si fueran a quedar aplastados mientras duermen. Pero tiene sueño. Cierra las persianas dejando fuera un bello día que deberían de aprovechar, acuesta a Lucien para que duerma la siesta y ella se echa a descansar. Apenas cierra los ojos cuando oye a su hijo que la llama. No se mueve. Es más paciente que él. El niño acabará cansándose. Aporrea la puerta, ella adivina que ha entrado en el baño y que abre el grifo.
—Llévatelo a jugar. Solo vamos a estar un día, pobrecillo. Y yo salgo de dos días de guardia.
Se levanta, viste a Lucien y lo lleva a una zona de juegos infantiles que está al final del paseo marítimo. El niño sube y baja por las barras de colores. Se desliza una y otra vez por el tobogán. Ella teme que se caiga de esa alta plataforma en la que los críos se empujan unos a otros, y lo vigila desde abajo.
—¿Nos vamos, Lucien?
—No, mamá, más —le ordena su hijo.
La zona de juegos es minúscula. Lucien le quita un cochecito a otro niño, que se echa a llorar.
—Devuélvele su juguete. Venga, regresemos con papá al hotel —le suplica tirando de su bracito. Lucien se suelta y corre hacia un columpio, por poco se destroza la mandíbula. Adèle se sienta en un banco y enseguida se levanta—. ¿Y si vamos un ratito a la playa? —propone. En la arena no se lastimará.
Se sienta sobre la arena helada. Coloca a Lucien entre sus piernas y se pone a hacer un hoyo.
—Vamos a excavar tan profundo que encontraremos agua, ya verás.
—¡Quiero el agua! —grita Lucien, entusiasmado, y al rato sale corriendo hacia unos amplios charcos que la marea baja ha formado al retirarse. El niño cae en la arena, se levanta y salta en el barro.
—¡Lucien, vuelve para acá! —grita Adèle, con una voz chillona. El niño se gira y la mira riéndose. Se sienta en el charco y mete los brazos en el agua. Adèle no se levanta. Está furiosa. Se va a empapar en pleno mes de diciembre. Se va a resfriar y deberá ocuparse de él más todavía. No le perdona que sea tan estúpido, inconsciente y egoísta. Piensa en levantarse, en llevárselo a la fuerza al hotel. Le pedirá a Richard que le dé un baño caliente. Pero no se mueve. No quiere cargar con él en brazos. Pesa mucho y con sus piernas musculosas le dará patadas, como cuando coge alguna rabieta—. ¡Lucien, vuelve aquí inmediatamente! —le grita ante la mirada asombrada de una señora mayor.
La mujer, rubia y mal peinada, vestida con un short a pesar de que es invierno, agarra al niño de la mano y lo conduce adonde está la madre. Lucien tiene el vaquero remangado hasta las rodillas rellenitas. Sonríe, tímido. Adèle sigue sentada cuando la señora le dice con marcado acento inglés:
—Creo que este hombrecito quería bañarse.
—Gracias —responde Adèle, humillada y nerviosa. Querría tumbarse en la arena, taparse la cara con el abrigo y darse por vencida. Ni siquiera le quedan fuerzas para regañar al niño que tirita de frío y la mira sonriente.
Lucien es una carga, una imposición a la que le cuesta adaptarse. Adèle no consigue saber dónde anida el amor por su hijo en medio de tantos sentimientos confusos: pánico de entregárselo a otras personas que lo cuiden, molestia de vestirlo, agotamiento al subir una cuesta empujando la sillita que se resiste. El amor está presente, de ello no tiene duda. Un amor sin pulir, víctima de la rutina cotidiana. Un amor sin tiempo para sí mismo.
Tuvo un hijo por el mismo motivo por el que se casó. Para pertenecer al mundo y protegerse de cualquier diferencia con los demás. Al convertirse en esposa y madre, se rodeó de un aura de respetabilidad que nadie puede arrebatarle. Se construyó un refugio para las noches de angustia y un retiro cómodo para los días de desenfreno.
Le gustó quedarse embarazada.
Exceptuando los insomnios y las piernas pesadas, un ligero dolor de espalda y las encías que le sangraban, el embarazo fue perfecto. Dejó de fumar, no bebió más de una copa de vino al mes, y esa vida sana la llenaba.