recupera la compostura. Le dice que vive cerca, de verdad, «a unos pasos de la Rue de Rivoli». Ella no puede. «Así ha estado bien.»
Regresa a la galería. Teme que Lauren se haya marchado y se vea obligada a regresar sola a casa. Ve el abrigo blanco.
—Ah, estás aquí.
—Lauren, acompáñame a casa. Sabes que soy una miedosa. Tú te atreves a andar sola por la calle. No le temes a nada.
—Venga, vamos. Dame tu cigarrillo.
Caminan por el Boulevard Beaumarchais, pegadas una a la otra.
—¿Por qué no te has ido con él? —le pregunta Lauren.
—Debo irme a casa, Richard me espera, le dije que no llegaría tarde. No, no quiero ir por ahí —dice bruscamente al llegar a la Place de la République—. Hay ratas en los matorrales. Ratas como cachorros de perro, enormes, te lo juro.
Suben por Les Grands Boulevards. La noche está más oscura y Adèle pierde seguridad. El alcohol la vuelve paranoica. Los hombres las miran. Ante unos vendedores de kebabs, tres tipos les lanzan un «¿Qué tal, chicas?» que sobresalta a Adèle. Grupos de jóvenes salen de las discotecas y de un pub irlandés, dando tumbos, riéndose y con una pinta un tanto agresiva. Siente miedo. Le gustaría estar en su cama con Richard. Con las puertas y las ventanas de su casa cerradas. Él no toleraría esto. No dejaría que nadie le hiciera daño, sabría defenderla. Acelera el paso, tira del brazo de Lauren. Lo más rápido posible, estar en casa, al lado de él, ante su mirada tranquila. Mañana, ella cocinará la cena. Ordenará la casa, comprará flores. Beberán vino, le contará cómo ha sido su día de trabajo. Harán planes para el fin de semana. Se mostrará conciliadora, dulce, servil. Dirá a todo que sí.
—¿Por qué te casaste con Richard? —le pregunta Lauren, como si adivinara sus pensamientos—. ¿Estabas enamorada de él? ¿Convencida? No logro entender cómo una mujer como tú ha llegado a esta situación. Podrías haber conservado tu libertad, vivir la vida como hubieras querido, sin todas esas mentiras. Me parece… aberrante.
Se queda mirando a Lauren sorprendida. Es incapaz de entender lo que su amiga le dice.
—Me casé con él porque me lo pidió. Es el primero y el único que me lo ha pedido. Tenía cosas que ofrecerme. ¡Y además mi madre estaba tan contenta! ¡Con un médico, nada menos!
—¿Hablas en serio?
—No veo por qué tengo que vivir sola.
—Vivir independiente no significa estar sola.
—O sea, ¿como tú?
—Adèle, llevamos semanas sin vernos y apenas has pasado cinco minutos conmigo esta noche. Solo soy tu coartada. Solo haces lo que te da la gana.
—No necesito coartadas… Si no me quieres hacer un favor, ya me las arreglaré de otro modo.
—No puedes seguir así. Te pillará algún día. Y estoy harta de tener que mirar al pobre de Richard a los ojos y soltarle una mentira tras otra.
—¡Un taxi! —Adèle se precipita hacia la calzada y detiene el coche—. Gracias por haberme acompañado. Te llamaré.
Entra en el portal de su edificio. Se sienta en las escaleras, saca del bolso un par de pantis nuevos y se los pone, y unas toallitas de bebé con las que se limpia el rostro, el cuello, las manos. Se arregla la melena. Sube a su casa.
El salón está a oscuras. Agradece que Richard no la haya esperado. Se quita el abrigo y abre la puerta del dormitorio.
—Adèle, ¿ya estás aquí?
—Sí, vuelve a dormirte. —Richard se gira. Tiende la mano en el vacío, intenta tocarla—. Ahora vengo.
Él no ha cerrado las persianas y, mientras se mete en la cama, observa los rasgos sosegados de su marido. Confía en ella. Es así de sencillo y de violento. Si se despertara, ¿vería las huellas que la noche ha dejado en su cuerpo? Si abriera los ojos, si se acercara a ella, ¿olería un aroma sospechoso, hallaría indicios de culpabilidad? No le perdona su ingenuidad, que la persigue, que agrava su delito y la convierte en un ser aún más despreciable. Le gustaría arañarle esa cara tersa y dulce, destripar esta cama que tranquiliza.
Sin embargo, lo quiere. Solo lo tiene a él.
Se convence de que es su última oportunidad. Una y no más. Que a partir de ahora dormirá en esta cama con la conciencia tranquila. Por mucho que él la mire, no notará nada.
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