como una lagartija. Él se quedó perturbado por esa caricia. La sala de la redacción se había quedado vacía, y, mientras los demás recogían los vasos y las colillas, ellos se dirigieron a la sala de reuniones del piso superior, donde desaparecieron. Se lanzaron el uno sobre el otro. Adèle desabrochó la camisa de Cyril, a quien consideraba tan atractivo mientras fue solo su jefe y le estaba en cierto modo vedado. Pero ahí, sobre la mesa lacada en negro, se le reveló como barrigudo y torpe. «Me he pasado con la bebida», dijo para disculparse de su modesta erección. Se apoyó en la mesa, deslizó la mano por el pelo de ella y le empujó la cabeza contra sus muslos. Con su miembro en el fondo de la garganta, Adèle reprimió las ganas de vomitar y de mordérselo.
Sin embargo, había deseado a Cyril. Por las mañanas, se despertaba más temprano para tener tiempo de arreglarse, elegir un nuevo vestido, con la esperanza de que se fijase en ella y, en los días en que estuviera de buen humor, le dirigiese un discreto piropo. Terminaba sus artículos antes de plazo, proponía reportajes en la otra punta del mundo, llegaba al trabajo con soluciones, jamás con problemas, y todo ello con el único afán de gustarle.
¿De qué serviría trabajar bien si ya se lo había cepillado?
Esta noche, se mantiene a distancia de Cyril. Sabe con certeza que él también piensa en aquello, pero las relaciones se han enfriado. Ella no aguantó los SMS tan bobos que empezó a enviarle los días siguientes. Se encogió de hombros cuando le propuso tímidamente salir a cenar alguna noche. «¿Qué sentido tendría? Yo estoy casada y tú también. No serviría más que para hacernos daño, ¿no crees?»
Hoy no va a equivocarse de objetivo. Está bromeando con Bertrand, que intenta emborracharla, describiéndole por enésima vez su colección de cómics manga japoneses. Él tiene los ojos enrojecidos, se ha debido de fumar un canuto y su aliento es más ácido y seco que de costumbre. Adèle intenta estar a la altura. Finge soportar a la gorda documentalista que habitualmente solo se expresa con gritos y suspiros, y que esta noche se permite una sonrisa. Adèle se acalora. El champán corre en abundancia gracias a un político sobre el que Cyril ha publicado un retrato elogioso en la primera página del periódico. Ya no aguanta más. Se siente atractiva y odia la idea de que su belleza sea inútil, que su alegría no sirva para nada.
—¿No pensáis marcharos todavía? ¡Venga, salgamos! —suplica a Laurent, con una mirada tan brillante y convencida que sería una crueldad negarle nada.
—Chicos, ¿os venís también? —pregunta Laurent a los tres periodistas con los que está charlando.
En esa penumbra, con la ventana abierta que da a unas nubes de color violeta, observa al hombre desnudo. Tiene el rostro hundido en la almohada y duerme con el sueño de alguien saciado. Podría también estar muerto, como esos insectos que el coito mata.
Ella se levanta de la cama, cruza las manos sobre sus senos desnudos. Alza la sábana que tapa el cuerpo dormido, que se arrebuja para calentarse. No le preguntó su edad. La piel lisa y grasienta, y la humilde buhardilla adonde la ha llevado, dejan suponer que es más joven de lo que parece. Tiene piernas cortas y nalgas de mujer.
La madrugada arroja su luz fría sobre la habitación en desorden. Adèle se viste. No debería haberlo seguido. En el mismo momento en que la besó, pegando sus labios flácidos a los suyos, supo que se había equivocado. El chico no la llenaría. Debería haber salido huyendo. Encontrar una excusa para no subir a esta buhardilla. Decirle: «Ya nos hemos divertido bastante, ¿verdad?». Salir del bar sin pronunciar palabra, resistirse a esas manos que la abrazaban, a esa mirada apagada, ese aliento pesado.
Fue una cobarde.
Subieron, tambaleándose, por las escaleras. En cada peldaño, la magia se iba desvaneciendo, la ebriedad alegre daba paso a la náusea. Él empezó a desnudarse. Ella sentía opresión en el pecho, en su soledad ante la banalidad de una cremallera, lo prosaico de un par de calcetines, los gestos torpes de un jovencito borracho. Le habría gustado decirle: «Basta, cállate, ya no tengo ganas de nada». Pero no podía dar marcha atrás.
Tendida bajo su torso liso, solo se le ocurrió ir deprisa, fingir, exagerar los gritos para satisfacerlo, que se callase, y acabar de una vez. ¿Se habría dado cuenta de que ella cerraba los ojos? Con rabia, como si verlo le asqueara, como si estuviera pensando en los próximos hombres, los verdaderos, los buenos, los otros, los que sepan apoderarse de su cuerpo.
Abre con suavidad la puerta de la buhardilla. En el patio del edificio, enciende un cigarrillo. Le dará tres caladas y llamará a su marido. «¿No te habré despertado?»
Le cuenta que ha pasado la noche en casa de su amiga Lauren, que vive muy cerca de la redacción del periódico. Se interesa por su hijo. «Sí, la fiesta estuvo bien», dice antes de colgar. En el portal del edificio, frente al espejo con manchas de humedad, recompone su expresión y ve reflejada la mentira.
En la calle desierta, oye retumbar sus propios pasos. Lanza un grito cuando un tipo le da un empujón mientras corre para alcanzar el autobús. Regresa a casa andando, para que pase el tiempo, para asegurarse de que la acogerá un hogar sin nadie, nadie que le haga preguntas. Escucha música a través de los auriculares y se funde en un París helado.
Richard ha recogido la mesa del desayuno. Las tazas sucias están en la pila, ha quedado una tostada pegada a un plato. Adèle se sienta en el sofá de cuero del salón. No se ha quitado el abrigo, y sigue apretando el bolso contra la cintura. No se mueve. El día empezará cuando se haya tomado una ducha, haya lavado la blusa que huele a tabaco pasado, oculte las ojeras con maquillaje. Por el momento, está descansando en su mugre, suspendida entre dos mundos, dueña del presente. Se ha disipado el peligro. No hay nada que temer.
Llega a la redacción del periódico con la cara cansada, la boca pastosa. No ha comido nada desde la víspera. Debe tomar algo para mitigar su pena y sus náuseas. En la peor panadería del barrio se ha comprado un bollo relleno de chocolate, reseco y del día anterior. Le da un mordisco pero le cuesta masticarlo. Le gustaría tumbarse en el suelo de los lavabos, encogida como un ovillo y quedarse dormida. Tiene sueño y se avergüenza de ello.
—¿Qué tal, Adèle? ¿Has descansado?
Bertrand se asoma desde su puesto de trabajo y le lanza una mirada cómplice a la que ella no reacciona. Tira el bollo a la papelera. Tiene sed.
—¡Menuda marcha llevabas ayer! ¿Mucha resaca?
—Estoy bien, gracias. Solo necesito un café.
—Cuesta reconocerte con unas copitas de más. Uno te ve con tus aires de princesa altiva, de mujer casada que lleva una vida bien ordenada. ¡Y en realidad, menuda juerguista estás hecha!
—Deja de decir tonterías.
—¡Qué divertida estabas ayer! ¡Nos hiciste reír, y lo bien que bailas!
—Basta ya, Bertrand. Me tengo que poner a trabajar.
—Yo, también. Me espera un montón de asuntos pendientes. He dormido poquísimo. Estoy molido.
—¡Pues que te cunda!
—¿Cuándo te marchaste anoche? No te vi. ¿Te largaste con el jovencito? ¿Le has pedido el teléfono o era solo de una noche?
—¿Y tú, te quedas con los nombres de las putas que te subes a la habitación del hotel cuando estás en Kinshasa?
—¡No te pongas así, mujer, solo bromeaba! Reírse es sano. ¿Tu marido no te dice nada si llegas a casa a las cuatro de la madrugada borracha como una cuba? ¿No te hace preguntas? Si mi mujer se comportara así…
—¡Calla ya! —le corta Adèle. Sin aliento, con las mejillas encendidas, se acerca al rostro de Bertrand—: Que sea la última vez que hablas de mi marido, ¿me entiendes?
Bertrand se aparta, con los brazos en alto.
Se arrepiente de su imprudencia. No tendría que haber bailado, haberse mostrado tan asequible. No tendría que haberse sentado en las rodillas de Laurent y ponerse a contar, con la voz temblorosa y completamente borracha, un recuerdo amargo de su infancia. La vieron ligar