mezquinas.
—¡Le juro que es verdad! —gritó Blanche.»
La niña se tocó la nuca y la inspeccionó con la palma de la mano, esperando encontrar alguna huella de la agresión. Pero no sangraba, y sor Marie-Solange le ordenó que copiase con buena letra: «No acusaré a mis compañeras de fechorías imaginarias».
En el recreo, Blanche le lanzaba miradas venenosas. «Ya verás lo que te espera», parecía decirle. Aicha lamentó que el ataque con el compás no hubiera tenido el efecto planeado. Ella esperaba que el cuerpo de su compañera se deshinchara como un globo al pincharlo con una aguja, y se convirtiera en un envoltorio mustio e inofensivo. Pero Blanche seguía viva y coleando, saltaba en medio del patio, hacía reír a sus compañeras. Apoyada en la pared exterior de la clase, con la cara dirigida al sol de invierno que calentaba sus huesos y la serenaba, observaba cómo jugaban las niñas en el recinto donde se erguían unos plátanos de sombra. Las alumnas marroquíes, con las manos ahuecadas alrededor de la boca, se contaban secretos. Aicha las encontraba guapas, con sus cabellos negros y largos, peinados en trenzas apretadas, algunas de ellas con una cinta blanca en la frente. La mayoría eran internas y dormían en la parte abuhardillada del edificio. El viernes se iban con sus familias a Casablanca, Fez o Rabat, unas ciudades en las que Aicha nunca había estado y que le resultaban tan lejanas como la Alsacia natal de su madre. Pero ella no era ni completamente marroquí ni tampoco una de aquellas europeas que jugaban a la rayuela en el patio, hijas de propietarios de tierras, de aventureros, de funcionarios de la administración colonial. Ella no sabía qué era, así que prefería quedarse sola, apoyada en el muro ardiente por el sol. «¡Cuánto tarda en pasar el día!», pensó. «Estoy deseando ver a mamá.»
Por la tarde, las niñas salieron gritando hacia la cancela. Habían llegado las vacaciones de Navidad. La grava crujía bajo los zapatos de charol, y los abrigos de paño se cubrían de un polvo blanco. Aicha se vio zarandeada por todos lados por las niñas que formaban un enjambre ruidoso y frenético. Cruzó la cancela, hizo un gesto con la mano a sor Marie-Solange y se detuvo en la acera. Mathilde no estaba. Veía alejarse a sus compañeras, frotándose contra las piernas de sus madres, como si fueran enormes gatos. Un coche americano aparcó frente al colegio y salió de él un hombre tocado con un fez rojo que buscaba con la mirada a una alumna. Cuando la vio, puso su mano en el corazón y agachó la barbilla en señal de respeto. «Lala Fatima», dijo, dirigiéndose a la niña que avanzaba hacia él, y Aicha se preguntó por qué a esa cría, que manchaba sus libros de baba de tanto dormirse sobre ellos, la trataban como a una señora. Fatima se metió en aquel coche enorme, y algunas niñas agitaron las manos y le gritaron: «¡Felices vacaciones!». Al rato aquel piar cesó, las compañeras se fueron y la vida de la ciudad retomó su curso. Unos adolescentes jugaban a la pelota en un solar detrás de la escuela, y ella oía insultos en español y en francés. La gente que pasaba le lanzaba miradas furtivas, intentando hallar una explicación a la soledad de aquella niña que no era una mendiga pero que parecía la hubiesen dejado allí olvidada. Aicha rehuía la mirada de la gente, no quería inspirar lástima ni buscar consuelo.
Cayó la noche y se pegó a la cancela, rezando para desaparecer y ser solo un soplo, un fantasma, una nube de vapor. El tiempo pasaba muy lento, sintió como si llevara allí una eternidad. Tenía los brazos y los tobillos congelados, y toda la atención puesta en su madre que no llegaba. Se frotaba los brazos, saltaba con un pie y con otro para entrar en calor. En esos momentos, pensó, sus compañeras disfrutarían en la cocina de sus casas comiendo creps bien calentitas con miel. Algunas estarían haciendo sus deberes sobre unos escritorios de caoba, en unos dormitorios que imaginaba repletos de juguetes. Los cláxones de los coches empezaron a sonar, la gente salía del trabajo y ella se sobresaltaba con las luces cegadoras de los faros. La ciudad se vio arrastrada a una danza frenética, azuzada por el ritmo de los hombres vestidos con sombrero y abrigo. Con paso rápido, se dirigían a disfrutar del calor de sus casas, alegres al pensar en la noche que pasarían, bebiendo o durmiendo. Aicha se puso a girar sobre sí misma, como un mecanismo que hubiera enloquecido, y rezó al bueno de Jesús y a la Virgen María, con los dedos entrecruzados con tanta fuerza que las manos se le habían vuelto blancas. Brahim no le dirigió la palabra porque la madre superiora le tenía prohibido hablar con las alumnas. Pero tendió el brazo hacia la niña, y esta le cogió la mano y se la apretó. De pie delante de la cancela, los dos miraban atentamente el cruce por el que apareció Mathilde.
Saltó fuera del viejo cacharro y abrazó a su hija. En un árabe teñido de acento alsaciano, le dio las gracias a Brahim. Se tocó el bolsillo del delantal sucio, quizá buscaba una moneda para entregársela al guarda, pero no encontró nada y Mathilde se ruborizó. En el coche Aicha no respondió a las preguntas de su madre. No le comentó el odio de Blanche ni el de las demás compañeras hacia ella. Tres meses antes, había llorado al salir del colegio porque una niña se había negado a darle la mano. Sus padres le habían quitado importancia, diciéndole que no hiciera caso. Le dolió esa indiferencia. Pero aquella noche, la decepción le impedía dormir y oyó cómo sus padres discutían. Amín estaba fuera de sí con aquella escuela de cristianos en la que su hija no encajaba. Mathilde, entre sollozos, maldecía el aislamiento en el que vivían. A partir de entonces, Aicha no contó nada más. Ya no hablaba de Jesús a su padre. Guardaba en secreto su amor por aquel hombre de piernas desnudas que le daba fuerzas para contener su rabia. A su madre no le dijo que se pasaba el día con el estómago vacío desde que había encontrado un diente en medio del estofado de cordero con alubias que les habían servido en el comedor del colegio. No es que fuera un dientecito de leche, blanco y picudo, como el que se le había caído a ella ese verano, y por el que el ratoncito le había dejado bajo la almohada una golosina. No. Era un diente negro y hueco, un diente de anciano que parecía haberse desprendido de la encía, como si la carne que lo retenía estuviera podrida. Cada vez que pensaba en ello, se le revolvía el estómago.
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