Leila Slimani

El país de los otros


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la independencia, pero un puñado de alborotadores no me va a quitar años de sudor y de trabajo.» Luego, se echó a reír, mientras cogía unos emparedados que el criado había traído al cabo de un rato, y repitió: «¡Ya sabes que no lo digo por ti!». Amín estuvo a punto de levantarse y renunciar a aliarse con su poderoso vecino. Pero Mariani, cuyo rostro se parecía extrañamente al de sus perros, se giró hacia él, como si hubiera sentido que se había ofendido, y le dijo: «¿Quieres un tractor, verdad? Lo podríamos arreglar».

II

      El verano que precedió a la entrada de Aicha en la escuela primaria fue muy caluroso. Mathilde iba por la casa vestida con una combinación ajada, con uno de los tirantes deslizándosele por el hombro y el pelo pegado a las sienes y a la frente por el sudor. En uno de los brazos sostenía a Selim, el bebé, y, en la otra mano, un pedazo de papel o de cartón con el que se abanicaba. Siempre andaba descalza, a pesar de los reproches de Tamo, que decía que traía mala suerte. Cumplía con las tareas cotidianas, pero todos sus gestos parecían más lentos, más laboriosos que de costumbre. Aicha y su hermanito Selim, que acababa de cumplir dos años, se portaban excepcionalmente bien. No tenían hambre ni ganas de jugar, y se pasaban el día desnudos, tendidos en el suelo de baldosas, incapaces de hablar o de inventarse juegos. A principios del mes de agosto, se levantó el siroco y el cielo se volvió blanco. Se prohibió a los niños que salieran fuera pues ese viento del desierto era una obsesión para las madres. Muilala había contado a Mathilde un sinnúmero de veces la historia de unos niños que habían muerto por unas fiebres altas que el siroco arrastra a su paso. Su suegra decía que ese aire viciado no se podía respirar, pues si lo tragabas te quemabas por dentro y acababas seca, a la manera de esas plantas que se marchitan de golpe. Por culpa de ese maldito viento, la noche llegaba sin dar tregua. La luz se atenuaba, la oscuridad cubría los campos y los árboles desaparecían de la vista, pero el calor seguía pesando con todas sus fuerzas, como si la naturaleza hubiera hecho acopio de reservas de sol. Los niños entonces se ponían nerviosos. Selim gritaba. Lloraba con rabia, y su madre lo cogía en brazos y lo consolaba. Lo mantenía apretado contra ella, horas y horas, con los torsos de ambos empapados de sudor. Agotados. Fue un verano interminable, y Mathilde se sintió muy sola. A pesar de aquel calor agobiante, su marido se pasaba el día en el campo. Acompañaba a los obreros a unas siegas decepcionantes. Las espigas resultaron secas, las jornadas de trabajo se sucedían y todos se preocupaban temiendo morir de hambre en septiembre.

      Una noche, Tamo encontró un escorpión debajo de un montón de cacerolas y soltó un grito ensordecedor que hizo que Mathilde y los niños se precipitaran a la cocina. Esta daba a un patio pequeño donde se tendía la ropa, se ponían a secar las tiras de carne adobada, se amontonaban barreños sucios y merodeaban los gatos que Mathilde mimaba. Ella insistía siempre en que se cerrara la puerta que daba al exterior. Le asustaban las culebras, las ratas, los murciélagos y, sobre todo, los chacales, que una vez se habían agolpado en manada junto al horno de cal. Pero Tamo era muy despistada y se debió olvidar de cerrar la puerta. La hija de Ito tenía algo menos de diecisiete años. Era risueña y voluntariosa, le gustaba estar al aire libre, ocuparse de los niños, enseñarles los nombres de los animales en amazigh. Pero le desagradaba la actitud de Mathilde hacia ella. La alsaciana se mostraba severa, autoritaria, cortante. Se había propuesto educar a Tamo en lo que ella denominaba las buenas maneras, pero sin mostrar paciencia alguna. Cuando quiso enseñarle los rudimentos de la cocina occidental, tuvo que rendirse a la evidencia: a Tamo le importaba un bledo, no le hacía caso y sujetaba con una mano floja la espátula con la que debía remover la crema pastelera.

      Esa noche, cuando Mathilde entró en la cocina, la joven bereber estaba salmodiando unos versículos mientras se ocultaba la cara con las manos. Mathilde tardó un poco en entender qué la había asustado tanto. Luego vio las pinzas negras del arácnido asomando por debajo de la sartén que se había traído de Mulhouse, adquirida justo después de casarse. Levantó a Aicha del suelo, pues andaba también descalza. Ordenó en árabe a Tamo que se serenara. «Deja de llorar y recoge eso», le repetía. Cruzó el largo pasillo que conducía a su dormitorio y dijo: «Tesoros, esta noche dormiréis conmigo».

      Sabía muy bien que su marido la regañaría. Amín desaprobaba su modo de educar a los niños, su complacencia con sus pequeñas rabietas y sus emociones. Le reprochaba que estuviera convirtiéndolos en unos seres débiles, quejicas, en especial al varoncito. «A un hombre no se lo educa así, sin darle los medios para afrontar la vida.» En aquella casa, lejos de todo, Mathilde sentía miedo, echaba de menos sus primeros años en Marruecos, cuando vivían en la medina, con la gente, los ruidos, la agitación humana. Si hacía partícipe de sus sentimientos a su marido, él se burlaba de ella. «Créeme, estáis más seguros aquí.» En aquel mes de agosto de 1953 que llegaba a su fin, Amín le prohibió incluso que fuese a la ciudad, pues temía que hubiera protestas masivas o alguna revuelta. Al anunciarse el exilio del sultán Sidi Mohamed Ben Yusef a la isla de Córcega, y posteriormente a Madagascar, el pueblo se sintió airado. En Meknés y en las demás ciudades del reino, la atmósfera se tornó inflamable, los gestos eran cada vez más tensos, cualquier incidente podía transformarse en motín. En la medina las mujeres, con los ojos enrojecidos por el odio y el llanto, iban vestidas de negro para mostrar su adhesión a la causa nacionalista. «Ia latif, ia latif!», en todas las mezquitas del reino se rezaba esa breve jaculatoria, implorando la misericordia divina para que regresara el soberano. Se habían constituido organizaciones clandestinas a favor de la lucha armada contra el opresor cristiano. En las calles, desde la madrugada hasta la noche, se elevaba el grito de alabanza al rey: «Iahia al-malik!». Pero la pequeña Aicha no entendía de política. Ni siquiera sabía que corría el año 1953, que unos hombres se preparaban para luchar, para conseguir la independencia, y otros para negársela. Le daba igual. Se pasó el verano pensando en el colegio, aterrorizada.

      Mathilde dejó a los dos niños encima de la cama y les prohibió moverse. Regresó a los pocos minutos, llevando en los brazos un par de sábanas blancas que había humedecido con agua fría. Los niños se tendieron sobre la tela fresquita y mojada, y Selim se quedó dormido enseguida. Mathilde balanceaba sus pies hinchados fuera de la cama. Acariciaba la espesa melena de su hija que murmuró: «No quiero ir al colegio. Quiero quedarme contigo. Muilala no sabe leer, Ito y Tamo, tampoco. ¿Qué más da?». Mathilde surgió violentamente de su letargo y acercó su rostro al de la niña. «Ni tu abuela ni Ito lo eligieron por propia voluntad.» En la oscuridad, la niña no distinguía los rasgos de su madre pero notó que hablaba con una gravedad poco habitual que le preocupó. «No se te ocurra jamás decir semejante disparate. ¿Lo has entendido?» Afuera, unos gatos se peleaban, lanzando unos maullidos espantosos. «Me das envidia, ¿sabes?», continuó. «Me encantaría volver al colegio, aprender miles de cosas, hacerme amigos que duren para siempre. Ahí es donde empieza la vida de verdad. Ahora eres una niña mayor.»

      Las sábanas se secaron y Aicha no conseguía dormirse. Con los ojos abiertos, soñó en la nueva vida que le esperaba. Se imaginó un patio en sombra y fresco, y cogida de la mano de una niña que sería su alma gemela. La vida de verdad, según había dicho Mathilde, no estaba pues aquí, en esta casa blanca aislada en la colina. La vida de verdad no consistía en andar todo el día con las obreras. ¿Acaso los que trabajaban en las tierras de su padre no tenían una vida de verdad? Se preguntaba si no era importante la manera de cantar o el cariño con que la acogían, a la sombra de los olivos a la hora del descanso, para comer media hogaza de pan cocido esa misma mañana sobre un anafre, ante el que las mujeres permanecían sentadas horas y horas, inhalando un humo negro que acabaría matándolas.

      Hasta entonces, Aicha no había pensado nunca en esa otra vida. Salvo quizá cuando iban a la parte alta de la ciudad europea, y se encontraba en medio del ruido de los coches, de los vendedores ambulantes, de los escolares adolescentes que se precipitaban a las salas de cine. Cuando oía la música que provenía del fondo de los cafés, el ruido de los tacones sobre el cemento. Cuando su madre, en la acera, tiraba de ella, harta, diciendo «perdón» a los transeúntes. Sí, ella había visto que en otros lugares había otra vida, más densa, más rápida, una vida que parecía dirigida hacia algo. Sospechaba que la vida que ellos llevaban no era más que una sombra, una dura tarea lejos de las miradas, una entrega. Una servidumbre.

      El primer día de colegio llegó. Sentada en el asiento trasero del coche,