Leila Slimani

El país de los otros


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y que pretendía ser un laboratorio de la modernidad. El camión los dejó en la parte baja de la ciudad, en la orilla izquierda del ued Bufakran, a la entrada de la medina. Allí vivía su familia, en el barrio de Berrima, frente a la judería. Tomaron un taxi para pasar del otro lado del río. Enfilaron cuesta arriba una carretera muy larga, dejando atrás unas pistas de deportes, y atravesaron una especie de franja de seguridad, una tierra de nadie, que dividía la ciudad en dos, y donde estaba prohibido construir. Amín le señaló el campamento Poublan, una base militar que dominaba la medina para vigilar cualquier eventual agitación.

      Se instalaron en un hotel confortable, y el recepcionista examinó con el celo de un funcionario los documentos y el acta de matrimonio. En las escaleras que conducían a la habitación, estuvo a punto de estallar una pelea, pues el mozo de las maletas se empeñaba en hablar en árabe con Amín que se dirigía a él en francés. El adolescente lanzó unas miradas equívocas a Mathilde. Él, que necesitaba mostrar a las autoridades un documento para justificar que se le autorizaba a caminar por las calles de la ciudad nueva de noche, estaba resentido contra Amín por circular en libertad y acostarse con la enemiga. Con el equipaje apenas soltado en la habitación, Amín se puso de nuevo el abrigo y el sombrero. «Voy a saludar a mi familia. No tardaré.» Y sin darle tiempo a contestar, dio un portazo, y ella lo oyó correr escaleras abajo.

      Mathilde se sentó en la cama con las piernas flexionadas contra el pecho. ¿Qué pintaba ella allí? Solo podía reprochar la situación a sí misma y a su vanidad. Ella era la que había querido vivir esta aventura, la que se había embarcado, envalentonada, en este matrimonio, cuyo exotismo envidiaban sus amigas de la infancia. Ahora podría ser objeto de cualquier burla, de cualquier traición. Quizás él se había citado con una amante. Quizás estaba ya casado, pues como le había dicho su padre, esbozando una mueca de incomodidad, en ese país los hombres eran polígamos. Quizás estaría jugando a las cartas en alguna taberna a unos cuantos metros de allí, celebrando con sus amigos el haber dejado plantada a su insoportable esposa. Se echó a llorar. Se avergonzaba de ceder al pánico, pero había caído la noche, no sabía dónde estaba. Si él no volvía, se sentiría perdida por completo, sin dinero, sin amigos. Ni siquiera conocía el nombre de la calle del hotel en el que se alojaban.

      Poco antes de la medianoche, cuando él regresó, lo recibió despeinada, con el rostro sofocado y descompuesto. Había tardado en abrirle la puerta, estaba temblando, y él creyó que algo le había ocurrido. Ella se abalanzó a sus brazos e intentó explicarle su miedo, su nostalgia, la loca angustia que se había apoderado de ella. Él no lo entendía, y el cuerpo de su esposa, agarrado al suyo, le resultó terriblemente pesado. La condujo hacia la cama y se sentaron el uno junto al otro. Amín tenía el cuello mojado con las lágrimas de ella. Mathilde se tranquilizó, se sorbió los mocos varias veces y recuperó un ritmo más lento de respiración. Él le dio un pañuelo que llevaba en el bolsillo, le acarició la espalda y le dijo: «No te portes como una niña pequeña. Ahora eres mi esposa. Tu vida está aquí».

      Dos días después, se instalaron en la casa del barrio de Berrima. En las estrechas callejuelas de la vieja medina, Mathilde se agarraba del brazo de su marido, temía perderse en aquel laberinto abarrotado de gente, entre los gritos de los vendedores alabando las virtudes de sus mercancías. Tras la pesada puerta claveteada de bronce de la casa, la familia lo esperaba. La madre, Muilala, de pie en medio del patio, vestía un elegante caftán de seda y llevaba el pelo cubierto con un pañuelo de color verde esmeralda. Para la ocasión, había sacado de su joyero de madera de cedro unas viejas alhajas de oro: unas ajorcas de tobillo, una fíbula grabada y un collar tan pesado que su cuerpo menudo se encorvaba hacia delante. Cuando el matrimonio entró, ella se abalanzó hacia Amín y lo bendijo. Sonrió a Mathilde, que estrechó sus manos entre las suyas y contempló aquel bello rostro moreno, con las mejillas un tanto enrojecidas. «Dice que seas bienvenida», tradujo Selma, la hermana menor de Amín que acababa de cumplir nueve años. Esperaba, de pie, delante de Omar, un jovencito flaco y silencioso, con los ojos bajos y los brazos cruzados en la espalda.

      Mathilde tuvo que acostumbrarse a esa vida, unos amontonados sobre otros, en aquella casa donde los colchones estaban infectados de chinches y de piojos, y donde no te podías proteger de los ruidos del cuerpo ni de los ronquidos. Su cuñada entraba en el dormitorio de ellos sin llamar y se tiraba en su cama, diciendo algunas palabras en francés que había aprendido en la escuela. Por la noche, se oían los gritos de Yalil, el menor de los hermanos varones, que vivía encerrado en el piso superior con la única compañía de un espejo que nunca perdía de vista. Fumaba kif continuamente en un sebsi, y el olor se esparcía por el corredor y mareaba a Mathilde.

      Durante todo el día, hordas de gatos arrastraban su silueta esquelética por el jardincillo interior, donde un platanero cubierto de polvo luchaba por sobrevivir. En el fondo del patio habían excavado un pozo del cual la criada, una antigua esclava, sacaba agua para hacer la limpieza. Amín le había contado que Yasmín provenía del África negra, quizá de Ghana, y que Kadur Belhach la había comprado para su esposa en el mercado de Marrakech, antes de que los franceses abolieran la esclavitud.

      En las cartas que escribía a su hermana, Mathilde mentía. Fingía que su vida se parecía a la de las novelas de Karen Blixen, Alexandra David-Néel o Pearl S. Buck. Componía unas aventuras en las que ella era la protagonista, en contacto con una población local ingenua y supersticiosa. Se describía a sí misma calzando botas y tocada con un sombrero, cabalgando altanera a lomos de un pura sangre árabe. Quería inspirar celos a Irène. Que sufriera con cada palabra, que se muriera de envidia, hacerla rabiar. Se vengaba de su hermana mayor, autoritaria y rígida, que la había tratado toda su vida como a una chiquilla y que a menudo había disfrutado humillándola en público. «Mathilde, la descerebrada, la descarada», decía Irène sin cariño ni indulgencia. Mathilde estaba convencida de que su hermana nunca la había entendido y la había mantenido prisionera de un afecto tiránico.

      Cuando partió hacia Marruecos, huyendo de su pueblo, de los vecinos y del futuro que le estaba destinado, Mathilde experimentó un sentimiento de victoria. Las cartas que enviaba a su hermana eran entusiastas describiendo su vida en la casa de la medina. Insistía en el misterio de las callejuelas del barrio de Berrima, exageraba su suciedad, el ruido, el olor de los burros que transportaban a hombres y mercancías. Una monja del colegio e internado de Notre-Dame le había regalado un librito sobre Meknés con reproducciones de grabados de Delacroix. Dejaba en su mesilla de noche esa obra de hojas sepia para poderse impregnar de sus imágenes. Y se aprendió de memoria algunos breves textos de Pierre Loti que consideraba muy poéticos. Se maravillaba imaginando que el escritor había dormido a algunos kilómetros de donde ella estaba y que había posado su mirada en las murallas de la ciudad y en el embalse de Agdal.

      Mathilde describía a los bordadores, a los caldereros, a los artesanos que tallaban la madera, sentados en el suelo con las piernas cruzadas en sus tiendecitas en desnivel respecto de la calle. Le contaba las procesiones de las cofradías en la plaza El-Hedim, y el gran número de videntes y curanderos que había. En una de sus cartas se extendió casi en una página entera describiendo una tiendecita donde vendían cráneos de hiena, cuervos disecados, patas de erizo y veneno de serpiente. Se imaginó que impresionaría a Irène y a su padre, Georges, y que, en sus dormitorios del primer piso de su casa burguesa, por las noches la envidiarían, pues ellos se habían contentado con el hastío, en lugar de la aventura; con el confort, en lugar de una vida de novela.

      En el paisaje todo era inesperado, diferente de lo que ella había conocido hasta entonces. Habría necesitado nuevas palabras, un vocabulario liberado del pasado, para expresar los sentimientos, la intensidad de una luz tan deslumbrante que obligaba a achicar los ojos; para describir el estupor que la embargaba, día tras día, ante tanto misterio y belleza. Nada, ni el color de los árboles, ni el del cielo, ni siquiera el sabor que el viento le dejaba en la lengua y en los labios, le era familiar. Todo era distinto.

      En los primeros meses de su estancia en Marruecos, Mathilde pasaba mucho tiempo sentada ante el escritorio que su suegra había instalado en uno de los cuartos que les había asignado en la casa. Muilala le manifestaba una deferencia enternecedora. Por primera vez en su vida, compartía su casa con una mujer instruida y, cuando veía a su nuera inclinada sobre el papel de cartas oscuro, sentía hacia ella una inmensa admiración.