Leila Slimani

El país de los otros


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acogedor para una familia. Mathilde, a pesar de la tibieza del clima, se sintió helada. Los proyectos que su marido le había expuesto la llenaban de desasosiego.

      *

      La misma turbación la había invadido, el 1 de marzo de 1946, al aterrizar en Rabat. A pesar del rabioso azul del cielo, la alegría de encontrarse con su marido y la satisfacción de haber huido de su destino, sintió miedo. El viaje había durado dos días. De Estrasburgo a París, de París a Marsella, de Marsella a Argel, donde había embarcado en un viejo avión Junkers y visto de cerca la muerte. Sentada en un incómodo banco, en medio de unos hombres de mirada cansada por los años de guerra, le costó reprimir el deseo de gritar. Durante el vuelo, lloró, vomitó, rezó a Dios. En su boca se mezclaron los sabores de la sal y de la bilis. Estaba triste, no tanto ante la idea de morir en los cielos de África, sino de aparecer con un vestido arrugado y manchado de vómitos en la pista de aterrizaje, donde la esperaba el hombre de su vida. Finalmente, aterrizó sana y salva. Allí estaba Amín, más apuesto que nunca, bajo ese cielo de un azul tan profundo que se hubiera dicho que lo habían lavado a fondo. Su marido la besó en las mejillas, atento a las miradas de los demás pasajeros. La agarró del brazo de un modo que era a la vez sensual y amenazador, como si quisiera controlarla.

      Tomaron un taxi y Mathilde se apretó contra el cuerpo de su marido, al que, por fin, sentía tenso por el deseo, por el apetito de ella. «Dormiremos esta noche en el hotel», anunció, dirigiéndose al conductor, y, como para demostrar su moralidad, añadió: «Es mi esposa, acabamos de reencontrarnos». Rabat era una ciudad pequeña, blanca y solar, cuya elegancia la sorprendió. Contempló, embelesada, las fachadas de estilo art déco de los edificios del centro y pegó la nariz al cristal de la ventanilla del taxi para ver mejor a las bellas mujeres que caminaban por el Cours Lyautey, luciendo sombreros conjuntados con los zapatos y guantes. Había obras por todos lados, ante las cuales unos hombres vestidos de harapos esperaban pidiendo trabajo. Vio a unas monjas caminar junto a dos campesinas que llevaban a la espalda hatillos de leña. Una niña, con el pelo cortado como un chico, se reía, montada sobre un burro del que tiraba un hombre negro. Por primera vez en su vida, Mathilde respiraba el viento salado del océano Atlántico. La luz empezó a palidecer, dominando el rosa y los tonos aterciopelados. Sintió sueño y se disponía a reclinar la cabeza sobre el hombro de su marido cuando este anunció que habían llegado.

      No salieron de la habitación del hotel durante dos días. Ella, que sentía tanta curiosidad por las personas y los lugares, se negó a abrir los postigos. No se cansaba de las manos de Amín, de su boca, del olor de su piel, parecido —ahora lo comprendía— al del aire de ese país. Él ejercía sobre ella un auténtico hechizo, y le suplicaba que no saliera de su cuerpo, que se quedara en él, incluso para dormir, incluso para hablar, el mayor tiempo posible.

      La madre de Mathilde decía que el sufrimiento y la vergüenza reavivaban el recuerdo de nuestra condición de animales. Pero nadie le había hablado de ese placer. Durante la guerra, y en las noches de desolación y tristeza, Mathilde gozaba en la cama helada de su dormitorio, en el piso de arriba de la casa de sus padres. Cuando sonaba la sirena que anunciaba un bombardeo y se empezaba a oír el zumbido de un avión, salía corriendo, no para sobrevivir, sino para colmar su deseo. Cada vez que sentía miedo, subía a su dormitorio cuya puerta no se podía cerrar, aunque no le importaba que alguien la sorprendiera. De todos modos, el resto de la familia se agrupaba en los sótanos, querían morir juntos, como animales. Ella se tumbaba en la cama, y gozar era el único medio de calmar su miedo, controlarlo, tomar las riendas, dominar la guerra. Echada sobre las sábanas sucias, pensaba en los hombres que atravesaban las llanuras, armados con fusiles, privados de mujeres, del mismo modo que ella se sentía privada de un hombre. Y mientras se acariciaba, se imaginaba la inmensidad de ese deseo insatisfecho, ese apetito de amor y de posesión que se había apoderado de la Tierra entera. La idea de esa lubricidad infinita la sumía en un estado de éxtasis. Echaba la cabeza hacia atrás y, con los ojos desorbitados, imaginaba legiones de hombres que llegaban a ella, la tomaban, agradecidos. Para Mathilde, miedo y placer se confundían, y en los momentos de peligro siempre afloraba esa idea.

      Al cabo de dos días con sus noches, Amín, muerto de hambre y de sed, tuvo que sacarla casi a la fuerza de la cama, para que aceptara sentarse a comer en la terraza del hotel. E incluso allí, mientras el vino le calentaba el corazón, pensaba en el lugar que su marido ocuparía, más tarde, entre sus muslos. Pero él había adoptado una expresión seria. Devoró la mitad del pollo que le habían servido, comiéndoselo con los dedos, y quiso hablar del porvenir. No subió con ella a la habitación y le indignó que ella le propusiera una siesta. Se ausentó varias veces para hacer unas llamadas de teléfono. Cuando ella le preguntó con quién había hablado y cuándo se marcharían de Rabat y del hotel, él se mostró muy impreciso: «Todo irá bien», le dijo, «lo solucionaré».

      Al cabo de una semana, una tarde que Mathilde había pasado sola, Amín entró en la habitación del hotel, nervioso, disgustado. Ella lo cubrió de caricias, se sentó en sus rodillas. Apenas se había humedecido los labios con la cerveza que ella le había servido cuando le dijo: «Tengo una mala noticia. Debemos esperar algunos meses antes de establecernos en la finca. He hablado con el inquilino y se niega a marcharse hasta que finalice su contrato de arrendamiento. He intentado encontrar un piso en Meknés, pero todavía hay muchos refugiados y no hay nada en alquiler a un precio razonable». Ella se sintió desamparada.

      «—¿Qué haremos entonces?

      —Nos iremos a vivir a casa de mi madre, hasta que se marche el inquilino.»

      Mathilde se puso en pie de un salto y se echó a reír.

      «¿No estarás hablando en serio?» Para ella, esa situación era ridícula y movía a burla. Un hombre como él, capaz de poseerla como lo había hecho la noche anterior, aceptaba vivir en casa de su madre. ¿Cómo era posible?

      Pero él no estaba para bromas. No se levantó, para no tener que asumir la diferencia de estatura entre su mujer y él. Con una voz helada, y la vista fija en el suelo de terrazo, afirmó: «Aquí las cosas son así».

      A menudo oiría esa frase. En ese instante, comprendió que era una extranjera, una mujer, una esposa, un ser a merced de los otros. Él ahora estaba en su territorio, él era quien explicaba las normas, quien decía lo que había que hacer, quien trazaba las fronteras del pudor, de la vergüenza y del decoro. En Alsacia, él era un extranjero, un hombre de paso que no debía hacerse notar. Cuando se conocieron en el otoño de 1944, ella le había servido de guía y de protectora. El regimiento de Amín, estacionado en su pueblo, a unos cuantos kilómetros de Mulhouse, debía esperar varios días para avanzar hacia el Este. Cuando los militares se presentaron allí, entre todas las chicas que rodearon el Jeep, Mathilde era la más alta. Tenía unos hombros anchos y unas pantorrillas de chico. Su mirada era verde como el agua de los manantiales de Meknés, y no dejaba de observar a Amín. Durante toda la semana que él pasó en el pueblo, ella lo acompañó a pasear, le presentó a sus amigos y le enseñó algunos juegos de cartas. Ella le sacaba toda la cabeza, y la tez de él era lo más oscura que nadie hubiera podido imaginar. Era tan guapo que Mathilde temía que alguna chica se lo quitara, que fuera una ilusión. Jamás había sentido algo así por nadie. Ni por el profesor de piano que tuvo a los catorce años. Ni por su primo Alain que le metía la mano debajo del vestido y robaba para ella cerezas a orillas del Rin. Pero ahora ella era la que estaba en la tierra de él, y se sintió desvalida.

      *

      Tres días después, el conductor de un camión aceptó llevarlos hasta Meknés. Mathilde estaba incómoda por el olor del camionero y el mal estado de la carretera. Se detuvieron dos veces en el arcén para que ella vomitara. Pálida y agotada, con los ojos fijos en un paisaje al que no le encontraba ni sentido ni belleza, le venció la melancolía. «Ojalá que este país no me sea hostil y que algún día me resulte familiar», se dijo a sí misma. Cuando llegaron a Meknés, ya era noche cerrada y una lluvia recia y glacial se abatió contra el parabrisas del camión. «Es muy tarde para presentarte a mi madre», dijo Amín, «dormiremos en un hotel.»

      La ciudad le pareció oscura y poco acogedora. Él le había descrito la topografía urbana, que respondía a los criterios ordenados por el mariscal Lyautey