Leila Slimani

El país de los otros


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europea capaz de leer los periódicos y recorrer las páginas de una novela. Mathilde se encerraba, pues, en su cuarto y escribía. Pocas veces disfrutaba de la escritura, ya que su vocabulario le resultaba limitado para describir un paisaje o evocar alguna escena vivida. Tropezaba una y otra vez con las mismas palabras, pesadas y aburridas, y entonces percibía de modo confuso que el idioma era un campo inmenso, un terreno de juego sin lindes que la asustaba y la mareaba. ¡Tenía tanto que contar! Le habría gustado ser Maupassant para describir el color amarillo que cubría los muros de la medina o la agitación de los niños que jugaban en las calles donde las mujeres se deslizaban como fantasmas, envueltas en sus jaiques blancos. Convocaba un vocabulario exótico que gustaría —de ello estaba segura— a su padre. Hablaba de las razias; de los campesinos, los felah; de los genios, los yinn; de los azulejos, los zelliyes, de todos los colores.

      Le habría gustado que no hubiera ninguna barrera, ningún obstáculo a su expresión. Que pudiera decir las cosas tal como las veía. Describir a esos críos con el cráneo rapado debido a la tiña, corriendo de una callejuela a otra, gritando y jugando, que a su paso se detenían, se giraban, se fijaban en ella y la observaban con una mirada sombría, una mirada de adultos que no correspondía a su edad. Un día, cometió el error de dar una moneda a un chiquillo que no debía de tener más de cinco años, vestido con un pantalón corto y tocado con un fez que le quedaba enorme. No era más alto que los sacos de yute llenos de lentejas o de sémola que los tenderos colocaban a la entrada de sus comercios y en los que Mathilde siempre se imaginó poder hundir el brazo. «Cómprate un globo», le había dicho, y se sintió llena de orgullo y de alegría. Pero el niño había gritado y los demás compañeros surgieron de todas las calles adyacentes y se abalanzaron sobre ella como un enjambre de abejas. Invocaban el nombre de Dios, decían palabras en francés, pero ella no entendía nada y tuvo que salir corriendo, ante la mirada de la gente que debió de pensar: «¡Le está bien merecido, por dar tontamente limosna!». Le hubiera gustado observar de lejos esa vida sublime, volverse invisible. Su estatura, su piel tan blanca, su condición de extranjera, la mantenían alejada del centro de las cosas, de ese silencio que te confirma que estás en tu casa. Saboreaba el olor del cuero en la angostura de las callejuelas, el del fuego de leña y el de la carne fresca, mezclados al del agua estancada y al de la fruta demasiado madura, al de la bosta de los burros y al del serrín de la madera. Pero carecía de palabras para nombrarlos.

      Cuando se cansaba de escribir o de releer las novelas, que se sabía de memoria, Mathilde se tumbaba en la azotea donde se lavaba la ropa y se ponían a secar las tiras de carne aliñadas. Escuchaba las conversaciones de la calle, las canciones de las mujeres, ocultas a las miradas en el lugar que les estaba destinado. Las observaba pasar de una azotea a otra, como funámbulas, con el riesgo de caerse. Las jóvenes, las criadas, las esposas gritaban, bailaban y se contaban confidencias en esas azoteas que solo abandonaban por la noche o a mediodía cuando el sol es más intenso. Escondida tras el pretil, repetía algunos insultos en árabe que había aprendido, y la gente que pasaba por la calle alzaba la cabeza y la insultaba a su vez, deseando que Dios condenara al descarado con alguna enfermedad, como el tifus: «Allah iatik tifus!». Debían de pensar que era un niño que se burlaba de la gente, un pillastre harto del aburrimiento y de estar pegado a las faldas de su madre. Mathilde, con el oído al acecho, absorbía el vocabulario con una rapidez que asombró a todos. «¡Parece mentira, si apenas ayer no entendía nada!», se sorprendía Muilala. Y, a partir de entonces, se cuidaban de lo que decían delante de ella.

      Fue en la cocina donde aprendió árabe. Acabó por imponerse allí. Muilala aceptó que se sentase a mirar. Le lanzaban guiños y sonrisas, y cantaban. Primero aprendió a decir tomate, aceite, agua y pan. Lo caliente, lo frío, el léxico de las especias. Luego llegó el del clima: sequía, lluvia, heladas, viento caliente e incluso tempestad de arena. Con ese vocabulario pudo también nombrar el cuerpo y hablar de amor. Selma, que estudiaba francés en la escuela, le servía de trujamán. A menudo, cuando Mathilde bajaba a desayunar, se la encontraba dormida en algún diván del salón. Y entonces reñía a Muilala, a quien le daba igual que su hija tuviera estudios, sacara buenas notas o faltara a clase. La dejaba dormir como un lirón y no ponía empeño alguno en despertarla para ir al colegio. Mathilde había intentado convencer a su suegra de que Selma, gracias a los estudios, obtendría su independencia y su libertad. Pero ella había arrugado el ceño. Su rostro, que de costumbre era tan afable, se había ensombrecido y no perdonó a la nesranía, a la cristiana, que la reprendiera. «¿Por qué deja usted que falte al colegio? Está poniendo en peligro su porvenir.» ¿De qué porvenir le hablaba esta francesa?, se preguntaba Muilala. ¿Qué importancia tenía que su hija se quedara en casa, si aprendía a rellenar las tripas de cordero y a coserlas, en lugar de emborronar las páginas de un cuaderno? Ella había tenido muchos hijos, muchos disgustos. Había enterrado a un marido y a varios bebés. Selma era su regalo, su reposo, la última oportunidad que la vida le ofrecía de mostrarse cariñosa e indulgente.

      Para el primer ramadán que pasó en Marruecos, Mathilde decidió ayunar ella también, y su marido le agradeció que adoptase sus ritos. Al acabar el día, rompían el ayuno con la harira, aunque a ella no le gustaba el sabor de esa sopa; y se levantaba antes de que saliera el sol para tomar unos dátiles y leche agria. Durante el mes sagrado, Muilala se pasaba las horas en la cocina, y Mathilde, golosa e inconstante, no entendía cómo podían privarse todo el día de comida en medio de los aromas de los tayines y del pan recién horneado. Las mujeres, desde el alba hasta la puesta del sol, enrollaban pasta de almendra, bañaban en miel pestiños fritos, mezclaban la harina empapada en grasa y la amasaban hasta hacerla tan fina como el papel de fumar. Las manos de esas mujeres no temían ni el frío ni el calor y las ponían encima de unas sartenes de barro ardientes. Con el ayuno, los rostros palidecían, y Mathilde se preguntaba cómo resistían en esa cocina sobrecalentada donde el olor de la sopa mareaba. Ella, en las largas jornadas de ayuno, solo pensaba en lo que comería cuando se pusiera el sol. Con los ojos cerrados, tumbada en uno de los húmedos divanes del salón, soñaba con esos manjares. Luchaba contra la jaqueca imaginándose unas rebanadas de pan caliente, unos huevos fritos con tiras de carne en salazón ahumada, unos dulces, unos cuernos de gacela mojados en el té.

      Luego, cuando sonaba la llamada a la oración del atardecer, las mujeres disponían sobre el ataifor jarras de leche, huevos duros, tazones de sopa humeante, dátiles que abrían con los dedos para quitarles el hueso. Muilala tenía un detalle para cada cual. Rellenaba regaifas con carne y añadía guindilla a las de su hijo menor al que le gustaba que la lengua le picara. Exprimía naranjas para Amín, pues estaba preocupada por su salud. De pie, en la entrada del salón, esperaba a que los hombres, con el rostro aún arrugado por el sueñecito que se habían echado, distribuyeran el pan en la mesa, pelasen los huevos duros, se acomodaran entre los cojines, para ir ella a la cocina y comer a su vez. Mathilde no entendía nada. Decía: «¡Esto es esclavitud! Se pasa el día cocinando y debe esperar a que los hombres terminéis para ponerse ella a comer. No me lo puedo creer». Se indignaba ante la actitud de Selma, que se reía, sentada en el alfeizar de la ventana de la cocina.

      Manifestó su indignación a Amín, y la volvió a repetir con motivo del Aid al-Kebir, fiesta que dio lugar a una pelea terrible. La primera vez, Mathilde se quedó callada, como petrificada ante el espectáculo de los carniceros que llegaban para sacrificar el cordero, con los delantales llenos de sangre. Desde la azotea, observó las callejuelas silenciosas de la medina por las que cruzaban las siluetas de esos verdugos, y luego a chicos yendo y viniendo entre las casas y el horno del barrio. Regueros de sangre caliente corrían a borbotones de casa en casa. Un olor a carne cruda flotaba en el aire, y de unos ganchos de hierro colgaba el pellejo lanudo del animal en las puertas de las viviendas. «Es un día idóneo para cometer un asesinato», pensó. En las azoteas, dominio de las mujeres, reinaba una gran agitación. Cortaban, vaciaban, despellejaban, descuartizaban. En las cocinas, se encerraban para limpiar los despojos, eliminar el olor a heces de las tripas, antes de rellenarlas, coserlas y saltearlas un buen rato en una salsa picante. Había que separar la grasa de la carne, poner a cocer la cabeza del cordero, pues incluso los ojos se los comería el hijo mayor, metiendo el dedo índice en el cráneo, y sacaría los brillantes globos oculares. Cuando ella fue a decirle que esa era una «fiesta de salvajes», «un rito cruel», que la carne cruda y la sangre la asqueaban hasta el punto de vomitar, Amín alzó