Leila Slimani

El país de los otros


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final de cada carta que escribía a Irène, Mathilde pedía que le enviara libros. Novelas de aventuras, relatos con ambientes que transcurrían en países fríos y lejanos. No le confesó que ya no iba a la librería del centro de la ciudad europea. No soportaba ese barrio de comadres cotillas, esposas de militares y de colonos. Esas calles, de las que guardaba tan malos recuerdos, le provocaban ganas de matar. Un día de septiembre de 1947, estando encinta de siete meses, caminaba por la Avenue de la République, que la mayoría de los meknesíes llamaban la Avenue, a secas. Hacía calor y se le habían hinchado las piernas. Pensó en ir al cine Empire o a sentarse en la terraza de Le Roi de la Bière a refrescarse un poco. Dos mujeres jóvenes la habían agredido verbalmente. La más morena se había echado a reír: «Mira esta. Un moro la ha dejado preñada». Mathilde se dio la vuelta y la agarró por la manga. La mujer se apartó sobresaltada. Si no hubiera tenido esa barriga, si el calor no hubiera sido tan agobiante, la habría perseguido. Le habría dado su merecido. Le habría devuelto los golpes recibidos durante su vida. Insolente, de pequeña; lúbrica, de adolescente; esposa rebelde, hoy. Había recibido bofetadas y humillaciones, padecido la indignación de los que querían hacer de ella una mujer respetable. Aquellas dos desconocidas habrían pagado por la vida de sumisión que soportaba.

      Por muy extraño que resultara, Mathilde jamás pensó que Irène o Georges no la creerían y aún menos que pudieran ir algún día a Marruecos a hacerle una visita. Cuando se instaló en la finca, en la primavera de 1949, se sintió libre para mentir sobre la vida de esposa de gran terrateniente que llevaba. No confesó que echaba de menos la agitación de la medina, que la promiscuidad, que antes maldecía, ahora le parecía un destino envidiable. A menudo escribía: «Me habría gustado que me vieras», sin medir que ese deseo encerraba su inmensa soledad. Se entristecía por todas esas novedades que no interesaban a nadie más que a ella, por su existencia sin espectadores. ¿Qué interés tiene vivir si no es para ser vista?, pensaba.

      Acababa sus cartas con «os quiero», «os echo de menos», aunque nunca manifestaba la nostalgia que sentía. No cedió a la tentación de confesarles que el vuelo de las cigüeñas, que llegaban a Meknés a principios del invierno, le producía una intensa melancolía. Ni su marido ni la gente de la finca compartían su amor por los animales y, un día, al evocar el recuerdo de Minet, el gato de su infancia, ante su marido, este alzó la vista al cielo ante semejante cursilería. Ella recogía a los gatos, los domesticaba dándoles pan mojado en leche, y, cuando las mujeres bereberes se la quedaban mirando al considerar que malgastaba ese alimento en los animales, pensaba: «Deben recuperar el amor perdido, a ellos les ha faltado tanto».

      ¿Con qué objeto decir la verdad a Irène? ¿Contarle que trabajaba, un día tras otro, como una loca, como una iluminada, con su bebé de dos años a la espalda? ¿Qué poesía podía extraer de esas largas noches que pasaba pinchándose los dedos con la aguja de coser los vestiditos a Aicha para que parecieran nuevos? A la luz de las velas, repugnada por el olor a cera de mala calidad, recortaba patrones de viejas revistas y, con una devoción admirable, tricotaba braguitas de lana para su hija. Durante aquel caluroso mes de agosto, se sentó en el suelo de cemento, vestida solo con una combinación, y en un bello tejido de algodón le confeccionó un vestido. Nadie notó lo bonito que le había quedado, el detalle del fruncido, el lazo encima de los bolsillos, el forro rojo que realzaba la prenda. La indiferencia de la gente ante la belleza de las cosas la mataba.

      Amín aparecía poco en sus relatos. Su marido era un personaje secundario alrededor del cual planeaba una atmósfera opaca. Quería dar la impresión a Irène de que su historia de amor era tan ardiente que le resultaba imposible compartirla o ponerle palabras. Su silencio sugería insinuaciones lúbricas; sus omisiones, pudor o incluso delicadeza. Pues Irène, que se había enamorado y se había casado justo antes de la guerra con un alemán, físicamente deforme por una escoliosis, había enviudado a los tres meses. Cuando Amín llegó al pueblo, ella observaba, con unos ojos que desbordaban de envidia, a su hermana temblar bajo las manos del africano, a la pequeña Mathilde con el cuello cubierto de chupetones oscuros.

      ¿Cómo reconocer que el hombre que había conocido durante la guerra ya no era el mismo? Bajo el peso de los disgustos y las humillaciones, él había cambiado, se había ensombrecido. ¡Cuántas veces Mathilde había notado, al caminar del brazo de él, la mirada acerada de las personas con quienes se cruzaban! Ahora, el contacto de su piel la quemaba, le resultaba desagradable, y no podía evitar darse cuenta, con una especie de asco, de lo extraño que le parecía su marido. Se decía a sí misma que se necesitaba mucho amor, más del que ella era capaz de sentir, para resistir el desprecio de la gente. Se necesitaba un amor sólido, inmenso, inquebrantable, para soportar la vergüenza cuando los franceses lo tuteaban o la policía le pedía la documentación, y se disculpaban al observar sus medallas bélicas o su perfecto dominio de la lengua francesa. «Es que usted, querido amigo, es distinto.» Y él sonreía. En público, pretendía que no tenía problema alguno con Francia, puesto que estuvo a punto de morir por ella. Pero en cuanto se quedaban solos, se encerraba en el silencio y rumiaba su vergüenza por haber sido un cobarde y haber traicionado a su pueblo. Entraba en la casa, abría los armarios y tiraba al suelo todo lo que pillaba. Mathilde también podía estallar, y, un día, en medio de una pelea en la que él gritaba «¡Cállate de una vez, me avergüenzo de ti!», ella abrió la nevera, cogió un cuenco de melocotones maduros con los que iba a hacer una mermelada y tiró la fruta pasada a la cara de Amín, sin darse cuenta de que Aicha los observaba, asombrada ante la imagen de su padre, con el pelo y el cuello chorreando de jugo.

      Amín solo le hablaba de trabajo. De los obreros, de las preocupaciones, del precio del trigo, de las previsiones meteorológicas. Cuando algunos miembros de su familia iban a visitarlos a la finca, se sentaban en el salón y, tras preguntar tres o cuatro veces sobre la salud, se callaban y bebían té. Mathilde veía en ellos una bajeza repugnante y una trivialidad que le dolían más que la nostalgia de su país o su soledad. Le habría gustado hablar de sus sentimientos, de sus esperanzas, de la angustia que sentía; inexplicable, como todas las angustias. «¿Acaso no tiene vida interior?», se preguntaba al observar a Amín comer sin decir palabra y con la vista fija en el tayín de garbanzos que la criada había cocinado, y cuya salsa, demasiado grasienta, asqueaba a Mathilde. Él se interesaba únicamente por el trabajo y por la finca. Nunca había risas, baile, momentos sin hacer nada, simplemente charlar. Aquí, la gente no hablaba. Su marido era más estoico que un cuáquero. Se dirigía a ella como si fuera una niña pequeña que había que educar. Ella aprendía al mismo tiempo que Aicha las buenas maneras, y debía decir sí a todo cuando él explicaba «Esto no se hace» o «No tenemos medios para eso». Al llegar a Marruecos, Mathilde parecía todavía una cría. Y tuvo que acostumbrarse en unos pocos meses a soportar la soledad y la vida doméstica, a aguantar la brutalidad de un hombre y la extrañeza de un país. Había pasado de la casa de su padre a la de su marido, pero tenía la sensación de no haber ganado en independencia y autoridad. Apenas podía ejercer su dominio sobre Tamo, la joven criada. Pues Ito, su madre, estaba atenta, y, en su presencia, Mathilde no se atrevía a levantarle la voz. Tampoco sabía tener paciencia y dar muestras de pedagogía con su propia hija. Pasaba de los mimos más voraces a la ira más histérica. A veces, se quedaba mirando a su hija y esa maternidad le resultaba monstruosa, cruel, inhumana. ¿Cómo una niña podía criar a otros niños? Habían desgarrado su cuerpo joven y habían extraído de él a una víctima inocente que ella no sabía defender.

      Cuando se casaron, Mathilde tenía apenas veinte años. En esa época, a él eso no le había preocupado. Incluso la juventud de su esposa le parecía encantadora, con sus enormes ojos que se asombraban y sorprendían ante cualquier cosa, su voz aún frágil, su lengua tibia y dulce, como la de una niña pequeña. Él tenía veintiocho años. Tampoco era mucho mayor que ella, pero más tarde reconocería que su edad no influía en el malestar que su mujer le inspiraba por momentos. Él era un hombre y había luchado en la guerra. Procedía de un país en el que Dios y el honor se confundían, y además había perdido a su padre, y ello le obligaba a mostrar cierta gravedad. Lo que le gustaba de ella en Europa empezó a pesarle ahora e incluso lo irritaba. Era caprichosa y frívola. Él no le perdonaba que no se mostrase más dura, con más aguante. No tenía tiempo ni talento para consolarla. ¡Sus lágrimas! ¡Cuántas había derramado desde que había llegado a Marruecos! Lloraba por el menor contratiempo,