la colina. Mathilde intentaba sacar temas de conversación, se reía tontamente, y ella notaba que su madre tampoco estaba tranquila. Que toda esa comedia sonaba a mentira. Las puertas del colegio aparecieron y su padre paró el coche y aparcó. En la acera, las madres llevaban de la mano a sus hijas, vestidas de domingo. Se habían puesto ropa nueva, con un corte perfecto pero de colores discretos. Eran niñas de ciudad para las que lucirse era una costumbre. Las madres, tocadas con sombrero, hablaban entre ellas mientras las pequeñas se saludaban. Para ellas era un rencuentro, la continuación de su mundo. De pronto, a Aicha le entraron temblores. «No quiero», empezó a gritar, «no quiero bajar del coche.» Sus gritos estridentes atrajeron la atención de los adultos y de las alumnas. Ella, que de costumbre era tranquila y tímida, había dejado de comportarse bien. Se enrolló como una bola en el asiento de atrás, se agarró a él y gritó hasta romper el corazón y los tímpanos de quienes la oían. Mathilde abrió la puerta: «Ven, cariño, ven, no te preocupes». Le lanzó una mirada suplicante que Aicha reconoció. Era la misma que la de los obreros de la finca cuando amansaban a los animales antes de matarlos. «Ven por aquí, tesoro, ven», y luego llegaba el encierro, los golpes, el matadero. Amín también abrió la puerta y cada uno intentó sacar a la niña. Su padre lo consiguió, y ella se agarró a la portezuela con una rabia y unas fuerzas asombrosas.
Enseguida se formó un corro de gente. Compadecían a Mathilde, quien, por vivir tan lejos con los indígenas, había hecho de sus hijos unos salvajes. Esos gritos, esa histeria, eran propios de los campesinos de las cabilas. «¿Sabían ustedes que las mujeres se arañan la cara hasta sangrar para expresar su pena?» Nadie de la ciudad frecuentaba a los Belhach, pero todos conocían la historia de esa familia que vivía en el camino hacia El Hayeb, a veinticinco kilómetros del centro, en una finca aislada. Meknés era una ciudad tan pequeña, la gente se aburría tanto, que ese matrimonio extraño alimentaba las conversaciones en las horas calurosas de las tardes.
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En la peluquería Au Palais de la Beauté —donde a las mujeres jóvenes les ponían bigudíes en el pelo y esmalte de uñas en los pies—, Eugène, el dueño, se burlaba de Mathilde, la rubia alta de ojos verdes que medía al menos diez centímetros más que el moro de su marido. Hacía reír a sus clientas insistiendo en lo que diferenciaba a aquella pareja: él con un pelo negro que nacía tan bajo sobre la frente que le endurecía la mirada; ella, que tenía la impaciencia de las jóvenes de veinte años, y, a la vez, algo masculino, violento, incorrecto, que había llevado a Eugène a dejar de aceptarla en su salón. Con unas palabras bien escogidas, describía las piernas largas y firmes de la alsaciana, su mandíbula voluntariosa, sus manos descuidadas y, luego, aquellos pies inmensos, tan grandes e hinchados que solo podía llevar zapatos de hombre. La blanca y el morango. La gigante y el oficial enano. Bajo los cascos secadores, las clientas se desternillaban de risa. Pero cuando la gente recordaba que Amín había luchado en la guerra de liberación, que había sido herido y condecorado, las risas disminuían. Las mujeres se sentían obligadas a callarse, y, por ello, con más ganas de soltar hiel. Pensaban que Mathilde era un extraño botín de guerra. ¿Cómo pudo convencer ese soldado a la robusta alsaciana a que lo siguiera hasta este país? ¿De qué huía ella para haber llegado a esto?
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Se agolparon alrededor de la niña. Llovían los consejos. Un hombre apartó con violencia a Mathilde e intentó hacer entrar en razón a Aicha. Sin éxito, alzó los brazos en el aire, invocó al Altísimo y los principios fundamentales de los que depende una buena educación. Zarandeaban a Mathilde que intentaba proteger a Aicha. «¡No la toquen, no se acerquen a mi hija!» Se sentía devastada. Verla llorar así era un tormento. Quiso abrazarla, acunarla y confesarle sus mentiras. Sí, se había inventado aquellos recuerdos idílicos de amistades eternas y maestros entregados. La verdad era que estos no eran amables. Que conservaba de la escuela el recuerdo del agua helada con la que se lavaba la cara en mitad de una madrugada oscura, los golpes que le propinaban, la asquerosa comida y las tardes con el estómago reconcomido por el hambre, por el desesperado deseo de un gesto de cariño. Vámonos, quería gritar. Olvidémonos de esta historia. En casa todo irá bien, me las apañaré, sabré enseñarle. Amín le lanzó una mirada fulminante. Con sus ridículos mimos y ñoñerías estaba consiguiendo que la niña fuera una blandengue. Para colmo, ella era quien había querido matricularla en esa escuela de franceses, donde despuntaba el campanario de una iglesia en la que se rezaba a un dios extranjero. Mathilde contuvo las lágrimas, y, torpemente y sin convicción, extendió los brazos hacia su hija. «Ven, cariño, tesoro.»
Estaba tan pendiente de Aicha que no se dio cuenta de que se burlaban de ella. Que las miradas bajaban y observaban sus zapatones de cuero gastado. Las madres murmuraban, con las manos enfundadas en guantes. Se ofendían de su presencia entre ellas y se reían. Delante de la cancela del colegio e internado Notre-Dame, recordaron de pronto que debían ser compasivas pues el Señor las observaba.
Amín agarró a su hija por la cintura. Estaba furioso. «¿Se puede saber qué es este escándalo que has organizado? ¿Vas a soltar la puerta de una vez? ¡Pórtate bien, nos estás avergonzando!» Con el vestido levantado, a la niña se le veían las bragas. El guarda del colegio los miraba, preocupado. No se atrevía a moverse. Brahim era un viejo de rostro redondo y afable. Llevaba un bonete blanco de croché sobre su cabeza calva. La chaqueta azul marino, impecablemente planchada, le quedaba grande. Los padres de la niña no conseguían calmarla, parecía poseída por el diablo. La ceremonia de inauguración del curso escolar acabaría estropeándose y la madre superiora se enfadaría al enterarse de que semejante espectáculo había tenido lugar delante de la cancela de su venerable institución. Le pediría cuentas y él sería el culpable.
El viejo se acercó al coche y con la dulzura máxima posible intentó despegar los deditos que se asían a la portezuela. Se dirigió en árabe a Amín: «Yo la sostengo y tú arrancas, ¿entendido?». Él asintió. Hizo un gesto con la barbilla en dirección a Mathilde y esta regresó a su sitio. Ni siquiera tuvo tiempo de dar las gracias al guarda. En cuanto la niña soltó la puerta y esta se cerró, arrancó. El coche se alejó y Aicha no supo si su madre le había lanzado una última mirada. Eso fue todo: la habían abandonado.
Allí estaba ella, en la acera, con su vestido azul arrugado al que se le había caído un botón. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto y el señor que la llevaba agarrada de la mano no era su padre. «No puedo acompañarte hasta el patio. Tengo que quedarme aquí en la entrada. Es mi trabajo.» Puso su mano en la espalda de la niña y la empujó con suavidad hacia el interior. Aicha hizo un gesto de dócil asentimiento. Estaba avergonzada. Ella, que quería ser discreta como una libélula, había atraído la atención de todos. Avanzó por el sendero al final del cual la esperaban en fila unas monjas vestidas con largas túnicas negras.
Entró en el aula. Las demás niñas ya estaban en sus sitios y la miraban con descaro y sonrientes. Sintió tanto miedo que tuvo ganas de dormir. La cabeza se le llenó de zumbidos. Si cerraba los ojos seguro que caería en un sueño profundo. Una monja la cogió por el hombro. Llevaba una hoja en la mano. Le preguntó: «¿Cómo te llamas?». Aicha alzó la vista, sin entender qué se esperaba de ella. La sor, joven y guapa, de tez pálida, le gustó a la niña. Repitió la pregunta y se inclinó a la altura de Aicha, que acabó murmurando: «Me llamo Mchicha».
La hermana frunció las cejas. Se ajustó las gafas sobre la nariz y se inclinó de nuevo para consultar la lista de alumnas. «Señorita Belhach. Señorita Aicha Belhach, nacida el 16 de noviembre de 1947.»
La niña se giró. Miró detrás de ella, como si no entendiera a quién se dirigía la monja. No conocía a esa gente, y en su pecho retuvo un sollozo. La barbilla le temblaba. Hundió las uñas en la carne de sus brazos. ¿Qué había sucedido? ¿Qué había hecho ella para merecer estar encerrada allí? ¿Cuándo regresaría mamá? La monja no se lo creía pero debía admitirlo: aquella niña no conocía su propio nombre.
«Señorita Belhach, siéntese usted allá, cerca de la ventana.»
Desde que tuvo uso de razón, había oído ese nombre: Mchicha. Era el que gritaba su madre desde la puerta de la casa para llamarla a cenar. Era el que volaba entre los árboles, el que rodaba colina abajo en la boca de los campesinos que la buscaban y no la encontraban,